Capítulo II
Recuerdo, entre imágenes borrosas, azules y frías, la primera vez que corrí bajo la lluvia de septiembre. La humedad llegaba hasta mis calcetines, y aunque el clima era fresco y el viento azotaba con fuerza mis mejillas al correr hacia la estación, mi corazón se sentía caliente porque ahí, a mi lado, reía mi mejor amigo; mi arcoíris después de la tormenta.
Recuerdo la primera vez que vimos los planetas debajo del lente de un enorme telescopio en un curso de Astronomía, dentro de un observatorio de otro país. Los planetas poseían exóticos colores, las estrellas y los satélites alrededor de ellos brillaban de una manera hermosamente maravillosa, pero mi atención era captada únicamente por mi sol de dieciséis años que poseía los ojos marrones más radiantes y llenos de vida. Su sonrisa me contagiaba de alegría, y no había lugar en el universo que compitiera con el tamaño de mi amor hacia él.
Recuerdo la primera vez que me rompí el brazo izquierdo mientras me escabullía por las enormes y frondosas ramas de un árbol de la casa de los Sainz. Le había dicho a mamá que pasaría la noche con ellos, pero ninguno de la familia estaba enterado, a excepción del estúpido chico que estaba igual de borracho que yo al probar su primera botella de alcohol.
Mi piel picaba, la camiseta se me pegaba al cuerpo por el sudor y mi cabeza daba vueltas mirando la espalda de mi amigo.
Pensé, en ese estado de torpeza, que su espalda se veía más ancha. Lo conocía desde que éramos unos niños, él estaba creciendo, y yo veía cómo sus brazos se volvían grandes y su abdomen se tonificaba; cómo sus cejas se poblaban y sus labios se engrosaban; cómo sus manos se percibían más tersas y su rostro más atractivo; cómo su altura aumentaba y su voz se volvía grave.
Concluí, que entre todos esos cambios, los míos eran tan diminutos. Mi altura no aumentó mucho, mi cabello se quedó igual que siempre, mis rasgos eran casi idénticos desde los quince, y mis proporciones únicamente aumentaban a causa del ejercicio. No eran notorios, pero los de él sí. Veía cada nuevo detalle, cada cambio, y entre más crecía, simplemente se convertía más en el chico que yo tanto quería ser.
Quizá el enamoramiento también se trata de admiración e inspiración, porque cuando mis ojos lo reflejaban, sentía orgullo, felicidad, y mucho, mucho amor. Quería ser como él tanto como quería que fuera para mí, pero no podía ocurrir porque, al ser mío, tal vez perdería esa esencia que tanto le caracterizaba.
Creo que la manera en la que surgen los sentimientos es un misterio. Todos ocurren en diferentes lugares, con distintos escenarios. No tengo una memoria exacta de cómo surgió mi gran cariño, pero creció tanto como lo hizo el árbol de los Sainz y el cuerpo de mi mejor amigo. Se volvió tan fuerte como el temperamento de mi madre y tan eterno como la mancha de sangre que dejé en el tejado aquella noche.
Cuando caí, no supe cómo lo hice. Uno estando borracho, no siente el dolor como realmente es. Por eso quizás el vecino siempre se la pasaba ahogando las penas en las botellas de tequila y nunca se encontraba sobrio después del fallecimiento de su vieja esposa.
Por eso no supe que mi mano sangraba y que mi brazo estaba roto. Cuando vi a Carlos bajar con tanta prisa del árbol, sí supe que no necesitaba una habitación de cuatro paredes para refugiarme. Esos fuertes brazos, esas manos calientes, esos ojos resplandecientes... Todo lo que hacía a Carlos Sainz ser él y todo lo que producía muy dentro de mí, se sentía tan acogedor como un suave, cálido, y limpio hogar.
Yo entendí, desde entonces, que él podría protegerme. Él siempre supo cómo cuidar de los demás, y yo aprendí cómo cuidarlo a él.
Entre risas escandalosas que las luciérnagas y los grillos escuchaban rodeados de árboles y una naturaleza iluminada por una luna más brillante durante nuestra infancia; entre noches donde preparábamos en el fuego de leña malvaviscos blancos y rosas incrustados en ramas delgadas; entre las líneas de las canciones de rock clásico que escuchábamos en su coche; entre incontables aventuras y nuevas sensaciones que surgían conforme nos volvíamos mayores, encontré un lugar perfecto para guardar mis recuerdos más valiosos junto a Carlos.
Ayer guardé el toque de sus grandes manos acariciando mi piel desnuda, cubierta por el sudor de nuestro placer; guardé el sabor y la textura de sus labios rojos mágicos; guardé el fuego de sus ojos cafés cuando el sol está ardiendo en llamas de pasión, cegado por el eclipse de la lujuria.
No estoy seguro de querer mantenerlos conmigo, porque duelen los recuerdos que él no me ha dedicado. Fue un error, lo sé, pero si tuviera la oportunidad de equivocarme otra vez, ¿lo haría de nuevo?
Me siento tan mierda. El efecto del alcohol se ha ido casi por completo y entre más pienso, más me duele la cabeza. Todo se siente tan gris, tan frío. No sé qué debo hacer. Estoy tan confundido.
Percibo el suspiro de Carlos al inicio de mi cuello, acariciando mi piel descubierta. Su brazo izquierdo sigue sosteniéndome desde que me escuchó llorar horas atrás, y se siente tan pesado como mi corazón. Creo que la última vez que dormimos de esta forma fue aquel día en el que peleé con mamá, en mi etapa de rebeldía, y no pasé la noche en casa.
Nunca había experimentado la inferioridad, y cuando la sentí, me molestó pensar que yo no era como los demás compañeros de la Fórmula 3. Era un imbécil que se dejó influenciar por comentarios ajenos.
No podía salir con frecuencia, conocer los restaurantes de la ciudad ni vestirme como los otros, porque nuestro dinero únicamente alcanzaba para mis carreras, los gastos de la casa y nuestra comida. No podía exigirle a mamá más de lo que me daba y tampoco podía trabajar porque las carreras requerían mucho tiempo, de esa forma no llegaría a la Fórmula 1 con un patrocinador y nos cobrarían cantidades que no podríamos costear. Estaba cabreado porque todos los chicos tenían las cosas que deseaban; porque afirmaban que sus padres habían trabajado duro para darles la vida que merecían. Pensé que yo merecía más que eso. Siempre me esforcé por ser un buen hijo, un buen amigo, un buen apoyo para mamá. Aprendí a hacer mi propia comida y a cuidarme desde temprana edad para que no se preocupara por mí, y nunca me quejé de la soledad que se contenía en todos los rincones de nuestra casa medianamente vacía y profundamente fría.
—Sé que esto no es lo que mereces, Charles, así como yo tampoco merezco que me reclames cuando todos los días me esfuerzo por trabajar para nosotros dos, para que no nos falte nada. Tenemos un techo y comida jamás nos ha faltado. Siempre he dado lo mejor de mí para educarte de la forma correcta. He derramado sudor y lágrimas para sacarte adelante, ¿y ahora me cuestionas?
Dejó sus utensilios a cada lado del plato, encima de la madera de la mesa, y me miró con esos ojos entre verdosos y azulados.
—No quiero conformarme a esta vida, mamá. ¿Por qué todos pueden superarse cada día y nosotros nos quedamos aquí estancados como si no pudiéramos hacer nada más? Puedo conseguir un trabajo a medio tiempo que no se cruce con las prácticas y carreras, o podría buscar un patrocinador...
—¿Para qué, Charles? ¿Para qué quisieras trabajar? ¿Para comprarte cosas estúpidas y así mostrarles a los demás que también puedes conseguirlo? ¡Demuestra tus valores!
—¡No puedo vivir de la misma manera conformista que la tuya!
—¿Conformista? ¿Te parece conformista negarme a que trabajes? ¡Todos los días, a cada hora que no puedo verte, me la paso preocupada por ti porque eres mi único hijo! ¿Quieres que me preocupe todavía más pensando en qué clase de gente estará trabajando contigo y qué clase de responsabilidad te estarán dando? ¡En lo único que necesitas enfocarte ahora es en tus carreras, no en sorprender a las demás personas!
—¿Preocuparte? Eres simplemente egoísta. No quiero sorprender a nadie: sólo quiero darme a mí mismo lo que tú no puedes brindarme.
Mamá me miró con absoluta confusión, como si no identificara al chico que estaba al otro lado de la mesa. No reconocía mi comentario porque no era mío. Mi compañero de equipo, ese chico que siempre se exhibía y presumía sus pertenencias, me había dicho algo similar. Pero, de todos modos, lo volví parte de mí cuando lo dije. Y a mamá se le llenaron los ojos de lágrimas después de unos minutos en silencio.
—¿Cuándo he sido egoísta? —preguntó con su voz débil, tratando de recomponerse—. ¿He sido egoísta cuando he decidido darte todo lo que tengo a ti? ¿Tú crees que he sido egoísta por elegir trabajar y dejarte solo incluso cuando eso me quebraba por dentro porque quería estar contigo? —Sin poder contenerse, estalló en llanto—. ¡Respóndeme, Charles! ¿¡He sido egoísta por alejarme de la familia porque ellos no te querían desde que estabas en mi vientre!? ¿¡Qué hice para que me juzgues de esta manera, cuando he sido yo la que tuvo que sacrificar todo cuando tu padre falleció antes de que tú nacieras?! ¡Lo lamento tanto por no darte cada una de las cosas que mereces! ¡Lo siento por que todos mis sacrificios y mi inmenso cariño no ha sido suficiente!
Creo que me asusté. Sentí terror cuando vi a mamá llorar tan desconsoladamente por culpa mía. Ella no solía hablar de papá, no gritaba así, no se enfurecía con la cara cubierta de lágrimas de dolor.
No sentí miedo de lo que estaba contemplando; sentí miedo de que yo pudiera lastimar tan cruelmente a la mujer que me amaba desde que me sostuvo por primera vez en sus brazos. Porque yo era su todo; porque eligió protegerme, cuidarme y atesorarme cuando la soledad le cubría como un manto frío cada noche.
Me levanté de la silla de nuestro comedor y me acerqué a ella temblando. Todas mis extremidades se estremecían. Quería abrazarla y decirle que me perdonara. No merecía lo que le estaba haciendo sentir. Yo era un mal hijo, y tenía muchísima vergüenza.
Le puse mi mano en su hombro. Negó con su cabeza y se apartó de mí, sollozando. Me pregunté, entonces, ¿quién le había dado consuelo todas esas noches? ¿Era yo? ¿El bebé que la veía con enormes ojos brillantes mientras descansaba en cálidos y delgados brazos? ¿El niño que le contaba qué hacía en las pistas? ¿Este imbécil que le rompía en pedacitos su corazón?
—Perdóname. No es tu culpa, mamá. Eres más que suficiente. —Me estaba conteniendo para no llorar. Mi voz sonaba espantosa y quebradiza—. Nunca has sido egoísta. Lo siento, no sé... No sé porqué dije todas esas cosas.
Me llevé las manos al cuello y luego las pasé por mi cabello, pensando en cómo arreglar esa terrible situación. Mamá acercó las manos a su cara, apartándose las angustiadas lágrimas con sus desgastados dedos. Me acuclillé a un lado de su silla de madera y le tomé su rostro con mis palmas heladas para que me mirara, mas no me volteó a ver.
¿Cuándo se había negado a verme?
¿Me odiaba? ¿Me odiaba tanto?
—Mamá, mírame. Lo siento. ¿Podrías perdonarme? Olvida todo lo que dije, por favor.
Cerró sus párpados y escuché su suspiro cansado, lleno de decepción, cuando sus lágrimas se detuvieron a medio camino.
—No, Charles. Hay cosas que no se perdonan con una simple disculpa.
Me sentí muy desesperanzado cuando me dijo eso. Inmediatamente, como era torpe, ingenuo y estúpido, pensé que ella no me volvería a perdonar jamás. La dejé sola en el comedor porque supuse que no querría cerca mi presencia, y me encerré en mi habitación a torturarme la mente con puros pensamientos que me maldecían.
Le llamé a Carlos con mucha pena y le dije que era el peor hijo que alguien pudiera tener. A los pocos minutos, me dirigía a su casa a mitad de la noche con las farolas a los costados de la acera cual testigos, quitándome unas pocas lágrimas con la manga de la enorme sudadera gris que era de Carlos y la usaba cuando me sentía mal. Guardaba su perfume, y me reconfortaba cuando estaba solo.
Subí por el tronco de ese árbol que guardaba nuestros secretos.
Él ya estaba esperándome con la ventana abierta, la cortina danzando con el viento y su cabello meciéndose, observándome con tanto detenimiento.
—Si te hace sentir mejor, puedes quedarte con esa sudadera. Ya debe estar llena de tus mocos, de todos modos —dijo en un intento por aligerar el ambiente. No tenía ánimos ni para formar una sonrisa torcida.
Cuando crucé la teja y lo tuve de frente, después de sentarme en el marco grueso de la ventana, me sonrió. No con una de esas sonrisas vacías que cualquiera regala como signo de lástima, sino de aquellas que te llaman con confianza y expresan palabras en el silencio: te dicen que todo estará bien; que ha sido un mal día y que las cosas mejorarán, y en el consuelo de su gesto, encuentras el motivo por el cual has buscado a esa persona.
—Oh, no, no, no me mires así... Estás haciendo un puchero. Ay, Leclerc, ven aquí.
Lo sentí. Sentí su confianza y su amabilidad en el tacto. Tan pronto como sus brazos me rodearon con fuerza, me solté a llorar a moco tendido. Yo era lo peor, porque mientras yo significaba todo para mamá, Carlos lo era todo para mí. No debía ser así, pero tal vez la razón se debía a que él siempre estuvo cuando mamá no lo hizo.
—Extiende tu brazo —me pidió al ver que me calmé un poco. Me sorbí los mocos y, confundido, lo miré con mis ojos hinchados y rojizos—. Te pondré una pulsera, la más sencilla de todas, y quiero que cada vez que la mires, recuerdes quién eres.
No estaba concentrado, así que no cumplí con su petición. Carlos, luego de un suspiro al ver que levitaba en mi propia mente, tuvo que buscar mi muñeca y arremangarme la sudadera para continuar diciendo:
—Las pertenencias no definen qué clase de personas somos, Leclerc, ¿eres débil por usar una pulsera roja que parece que se romperá en cualquier instante? No. Encontrarás que esta pulsera tiene más valor que una pieza de oro, porque cualquier cosa que tenga un gran significado, nunca tendrá precio. No puedes comprar la honestidad ni la amabilidad verdadera. No puedes vender el amor. Los valores que te definen a ti, son más importantes que cualquier objeto que te pongas encima.
Bajó la cabeza y se enfocó en sus manos, enredando esa delgada pulsera en mi muñeca izquierda. Sólo era un sencillo hilo rojo, pero las palabras que iban impactas en él, le daban un valor que nadie podría comparar. Busqué detrás de las filas de sus pestañas oscuras, pensando en lo perdido que estaría sin él. Levantó la vista y encontré la verdadera belleza de un hombre joven, fuera de sus rasgos físicos y completo de las maravillas que formaban su pureza. Me sentí fuerte y confiado. Con él, me llenaba de las más poderosas emociones.
Me contagió con su sonrisa, y reí, envuelto entre sus cálidas manos y con los ojos humedecidos, gracias al olvido de mi llanto.
Carlos sabía que aquella pulsera roja siempre me haría memorizar acerca de quién soy realmente, pero no tenía ni la menor idea que cada latido que golpearía con fuerza mi pecho las siguientes madrugadas en las que descansaría entre sus brazos, serían un doloroso recuerdo que confirmarían el hecho de que estoy encarcelado en un amor de rosa que me llena de espinas con deseo, traición, engaño y prohibición.
Y que elegiría un millón de veces lastimarme y desangrarme antes que dejar de estar a su lado.
—¿En qué piensas? —Su grave voz me hace estremecer—. ¿Sabías que llevas más de media hora observando esa pulsera?
Bajo el brazo y lo dejo caer en la sábana blanca que nos cubre nuestros cuerpos.
Es momento de empezar a fingir, otra vez...
—¿Desde cuándo estás despierto?
—Desde que te soplé en el cuello.
—¿Eso no fue un suspiro? ¿De esos que das cuando tienes malos sueños?
—No. No he soñado nada. ¿Qué hora es?
Mueve el brazo que está encima mío y luego lo aleja. La base de la cama rechina cuando se da media vuelta en el colchón. Sus huesos crujen y escucho cómo palmea sobre la mesita de noche, probablemente buscando su celular.
—Está en tu pantalón —le indico, pero no me volteo a mirarlo. No tengo el valor de hacerlo.
Siento los párpados hinchados y la culpabilidad me carcome por dentro. No he dormido nada. Solamente me la he pasado en vela pensando en qué hacer una vez que despertara; en cómo mirarlo; en cómo dirigirme hacia él. Nada se me ha ocurrido, y ahora aquí estamos.
Se levanta de la cama y la calidez que me brindaba minutos atrás está siendo reemplazada por un lugar frío y vacío.
—¿Dónde está tu mamá? —pregunta mientras rebusca en su pantalón. Se oye el sonido de su copia de llaves ser sacudida.
—Se le hizo tarde anoche en una celebración del trabajo. Dijo que no llamó al chófer porque hubo un accidente cerca, y se quedó a dormir en el apartamento de una de sus amigas. Creo que mencionó que lo llamaría a primera hora, en la mañana, para llegar lo más pronto a casa.
—Son las siete. Debe estar en cami...
Se queda callado repentinamente.
—¿Qué pasa? —Me giro en el colchón y lo veo acuclillado en la esquina de mi habitación, observando la pantalla de su celular con un gesto confundido. Es bueno que no me haya mirado de vuelta—. ¿Qué? ¿Sucedió algo?
Las vibraciones de su celular y los sonidos de notificaciones inundan el lugar. Mis manos empiezan a sudar cuando no me responde.
¿Habrá visto alguna foto? ¿Hay alguna prueba que le muestre lo que pasó ayer? ¿Por qué no me dice nada?
—Ah... Tengo muchísimas llamadas de Rebe —me explica finalmente—. Siempre que regreso a casa después de una fiesta o algún bar, le envío un mensaje para que no se preocupe por mí, pero ayer no lo hice. —Enarca una ceja y mira el cielo gris desde la ventana. Imagino que está intentando hacer memoria mientras se rasca la nuca.
Trago saliva de inmediato. No quiero que me mire. No quiero que me pregunte qué ha pasado. Aunque, por supuesto, lo hará. Tal vez, yo deba... ¿Quizás sea mejor decirlo antes de que él me pregunte? ¿Podría confesar en voz alta lo que sucedió, ocultando y modificando la historia para mi conveniencia?
Me incorporo en la cama y observo la pulsera en mi muñeca. Aunque está desgastada desde hace muchos años, nunca se ha roto. Se suponía que cuando la viera, recordaría lo que me define como persona... Ahora solamente puedo pensar en que soy un cabrón. Si esta pulsera pudiera hablar, gritaría cada uno de mis secretos.
—¿Leclerc? ¿Te sientes bien? ¿Quieres que te traiga una pastilla?
Me duele la cabeza por la resaca, por el olor a cigarro impregnado en mí y por el remolino de pensamientos que lleva torturándome desde hace horas.
No quiero corresponderle la mirada.
¿Qué hago? ¿Qué puedo hacer si ya todo está arruinado? Quiero llorar del arrepentimiento. Del dolor... De todo. No lo sé. No me siento nada bien.
—Oh, espera. Rebe me está llamando —me avisa y por fin levanto la cara para ver la seña que indica hacia su celular, el cual comienza a sonar un instante después con esa canción favorita de Carlos. Presiona la pantalla con su pulgar y se lo lleva a la oreja—. Hola, amor, ¿cómo amaneciste? —Noto los nervios tan frecuentes de él. Nunca han cambiado desde el primer día que empezó a salir con Donaldson—. Sí... Sí. ¿Cómo que no dormiste? Bueno, entiendo que estés enojada. ¿Qué? Oh, no. Estoy en casa de Leclerc ahora, me quedé a dormir... No, amor... Sí, lamento preocuparte... —Es tan suave con ella. La sonrisa que se escabulle de sus labios hace que desee abrirme el pecho y arrancarme el corazón. Arde con llamas abrasadoras, no por un amor que está creciendo de la felicidad, sino aquel que se quema por el impedimento de seguir en aumento—. ¿Quieres que nos veamos hoy? ¡Claro! ¿Puedo ir a tu casa? Perfecto. Te quiero. Adiós.
¿Por qué esa cara embobada nunca me la ha dedicado a mí? ¿Por qué no me sonríe de la misma forma? ¿Por qué no soy yo? ¿Por qué nunca lo seré?
Si fuera Donaldson, con esa belleza, con ese encanto, con esa manera de agradarle a todos con tanta sencillez...
Maldición.
Estoy tan jodido.
Y no sé qué debo hacer.
¿Estoy dispuesto a perder todo con él?
¿Perder absolutamente lo que hemos construido durante estos años? ¿Toda esa diversión que tuvimos de niños, los descubrimientos personales que hicimos, las verdades que nos dirigimos?
¿A qué camino guiaré mi vida si no tengo a Carlos conmigo?
—¿Leclerc?
Cuando me llama, percibo las lágrimas que están cubriendo mi rostro con tanta melancolía.
He imaginado miles de vidas distintas, pero nunca he pensado en un mundo donde Carlos y yo no estemos juntos. Me aterra muchísimo.
No quiero. No quiero hacerlo. No quiero que por mi culpa se vaya a la mierda nuestra amistad.
Mi cuerpo está soltando lo que yo no puedo liberar. Mi labio inferior tiembla al igual que mis manos.
Levanto la vista y veo su cuerpo borroso a causa de mis ojos nublados. Se mueve sobre el colchón individual para acercarse, hasta que me consuela entre sus grandes brazos y yo me aferro a él con una fuerza que grita mis mayores miedos.
—Lo siento, lo siento, lo siento —me disculpo entre tanto sollozo inevitable, escondiéndome en su ancho pecho.
No puedo ocultar un sufrimiento que brota como la varicela que se manifestó en mi piel cuando tenía ocho años. Aunque terminé contagiando a Carlos con ella, esta vez no será igual. No puedo manifestar mi amor y por eso suelto mi tormento interior, porque a pesar de que es fácil contagiarle el llanto a Carlos con su noble corazón, nunca podré transmitirle mi enamoramiento.
—¿Por qué lo sientes? —me cuestiona al tiempo que imparte dulces caricias en mi espalda—. ¿Qué pasa? Dímelo. No me gusta verte así.
Se aleja de mí y me alza el rostro con delicadeza. Sus pulgares limpian las pruebas de mi tristeza y su café mirar me llena de cariño y compasión; sin embargo, entre más me observa, siento que puede desnudarme y leer los pecados tatuados en cada rincón de mi ser.
—Dios, dime qué te sucede. ¿Qué te tiene tan afligido? ¿Sucedió algo? Sabes que puedes contarme cualquier cosa.
Mi corazón late con fuerza mientras me imagino un escenario donde esté admitiendo lo que hicimos ayer. Cada final es un castigo, pues no hay ninguno en el que mis sentimientos mejoren la situación. La verdad que se dice en partes, ¿realmente es una confesión?
Tomo aire y trato de mejorar mi respiración. Me separo de Carlos, pese a que no quiero hacerlo, y me limpio rudamente las mejillas con mis dedos.
Hay una batalla que está desatándose entre el odio y el poco aprecio que tengo hacia mí mismo.
—Ayer, nosotros...
Joder. No.
No puedo hacerlo.
¿Por qué me mira con tanto detenimiento? ¿Él lo sabe? ¿Lo recuerda?
Levanta su mano, aprieto los párpados y cierro los puños pensando en que está a punto de golpearme, aunque Carlos jamás me ha puesto un dedo encima con esa intención. Al abrir los ojos, su cara muestra mucho desconcierto.
—¿Por qué hiciste eso? ¿Crees que te golpearía?
No entiendo su seriedad ni la decepción que sale entre palabras.
—No es eso.
—¿Entonces, qué es? —insiste.
—Tal vez es lo que merezco, Carlos.
—¿Por qué merecerías que te golpee?
—Porque he hecho algo muy estúpido.
—¿De qué estás hablando?
—Ayer...
—¿Lo que hicimos ayer? ¿Sobre eso?
Siento un sudor frío recorrer por mi frente y mi espalda.
—¿"Ayer"? —pregunto casi en un susurro.
—Sí, ayer. Hablas de la marihuana, ¿no?
—Mierda, Carlos. —Suelto un suspiro de alivio—. Sí, eso, joder. La maldita marihuana.
Me paso la mano por el cabello. El peso de mis hombros va y viene. En un segundo puedo sentir que mi pecho se aprieta y mi corazón se encoge y olvido cómo respirar, y al siguiente vuelvo a la vida.
—No tienes qué preocuparte —me asegura poniendo su mano en mi hombro, sujetándolo con fuerza bajo su palma—. Y lo digo porque sé cómo te asustas ante esas cosas... Tampoco sabía que las gomitas tendrían eso y aun así, las acepté. Además, fui yo quien te invitó a ese lugar. La culpa debe ser mía, ¿no es cierto?
—No, por supuesto que no es tu culpa.
Se mueve por la cama y alcanza el borde. Se pone de pie y mientras estira sus brazos y truena sus articulaciones tensadas, dice:
—Vale, vale. Entonces, no estés tan deprimido. No ha pasado nada, en serio.
Empieza a descender la vista, observando, por alguna razón, su camiseta (esa que usó desde anoche), y no se detiene hasta que agarra el borde con elástico del bóxer y lo analiza sin ninguna razón aparente. Enarca una ceja y voltea a mi dirección.
—Éste bóxer es tuyo.
No es pregunta. No hay duda de que es una afirmación porque ha visto miles de veces cuál es la marca de ropa interior que uso. Y todos, absolutamente todos, son negros.
No le respondo porque no sé qué mierda decir.
"Sí, es mío. Te lo puse porque ayer manchaste tu ropa interior y luego cogimos. Sé que tienes novia, pero tranquilo, podemos seguir siendo amigos".
Maldición.
Carlos se ha vuelto a subir a mi cama. Es muy rápido o tal vez yo no estoy procesando nada, porque antes de darme cuenta, se posiciona a mi lado izquierdo y mueve el cuello de mi camiseta.
Debería estar haciendo algo para irme lo más lejos posible de su alcance, pero cuando muevo la cabeza, me detiene con sus dedos rudos y ejerce presión en mi mandíbula, exponiendo mi piel. Ya no hago fuerza porque sé exactamente lo qué está viendo.
Mi cuerpo no necesita ser proclamado con sus labios porque ya es suyo. Lo que ve es una de las tantas manchas con las que me marcó; es la muestra de lo que hemos hecho.
—Carlos, yo... —suelto en un débil susurro.
La respiración se me corta de golpe.
Su aliento, como una caricia, choca al inicio de mi cuello y se extiende por debajo de mi oreja. La sangre me hierve y se acumula en mis mejillas cuando percibo sus labios en esa dolorosa y perfecta marca.
No entiendo qué está pasando.
Se dirige a mi oído, y todos mis instintos se disparan como putos rayos cuando, con voz ronca, entre la combinación de dulzura y picardía, pregunta:
—¿Te gustaría volver a hacerlo?
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