44._ Ahogada en un Mar de Miedo (1/2)
Cuando era niña, una vez, Érica se encontró sola en una sala oscura. Sus manos le tiritaban, su vestido estaba empapado en sangre. Momentos antes había estado aterrada, recién comenzaba a calmarse. Ya no había ruido, solo el tranquilo silencio. Ya nadie gritaba.
De pronto, desde un pasillo, lentas pisadas se le acercaron. Por un instante se temió que quedara alguien en ese lugar que pudiera hacerle daño, mas pronto reconoció la profundidad y el ritmo de los pasos. Se alegró cuando, al voltear, se encontró con su padre. Lucifer Sanz también estaba manchado de sangre, solo que no de pies a cabeza como ella, sino que apenas lucía un par de salpicones por aquí y por allá en la ropa. Llevaba guantes rojos, que en ese momento se quitó y dejó escurrir para tocar a su hija con sus propias manos.
—¡Pa... ¡Papá!— exclamó ella, antes de lanzarse a sus brazos.
El señor Sanz la atrapó en medio de su salto y se quedó quieto para dejarle llorar. Érica necesitaba desahogarse. No tenían mucho tiempo, pero él siempre se lo daría a su hija.
—¡Lo siento, papá! ¡Lo siento tanto!— sollozó ella.
—¿Por qué lo sientes?— preguntó el padre, divertido con la pregunta.
—¡Porque... ¡Porque... — Érica necesitó calmarse antes de continuar— ¡Por todas las personas que acabo de matar!
El señor Sanz acarició su cabeza con cariño, luego miró alrededor, a los cadáveres que había dejado su hija. Le sorprendió que a su temprana edad no necesitara a nadie para reconocer sus actos como malos.
—Qué rápido crece— se sorprendió.
Se imaginó que podría usar ese momento para explicarle que debía evitar matar a la gente, reforzar su aprendizaje de qué estaba mal en la sociedad, incluso podría guiarla hacia un camino altruista en que ella usara su fuerza para el bien común. Sin embargo, algo en esa idea lo molestó muy en el fondo.
—¿Entregarle el deber de cuidar de esta sociedad sin valor?— pensó— No, mi hija no tiene que preocuparse de trivialidades. Si crece queriendo salvar o destruir el mundo, depende únicamente de ella.
Se fijó en las caras de los muertos contra las paredes. Sin duda alguien en ese grupo la había provocado para hacerla rabiar de tal manera. Luego acarició de nuevo la cabeza de su hija y la miró a los ojos. No, él no le pediría que dejara de matar gente. Nadie le importaba tanto como la felicidad de su hija.
—Escucha, Érica— le espetó en un tono suave, un bálsamo luego del susto vivido— mucha gente intentará decirte qué debes hacer. Eres una niña, eres influenciable, así que tratarán de obligarte a hacer lo que ellos quieran. Si decides hacerles caso es cosa tuya. Cuando crezcas, aprenderás a diferenciar a quién obedeces y a quién no. Lo importante es que puedes hacer lo que quieras, porque eres Érica Sanz, mi princesita. Solo tienes que echarle todas tus ganas, y si es imposible, le pones aun más ganas— con eso, le dedicó una sonrisa de oreja a oreja— Ahora dime: ¿Quién es la niña más linda y fuerte del mundo?
Érica comenzó a animarse. Algo tímida, juntó los brazos y meneó los hombros de un lado para otro, sin estar segura de la respuesta.
—¿Yo?
Entonces su padre la tomó en brazos y la levantó encima de su cabeza. Érica dio un chillido, más alegre.
—¡Así es, mi princesita!
Lucifer le dio un beso en el cuello, lo cual al hizo reír.
—¿Entonces puedo matar a cualquiera?— quiso saber.
—A cualquiera que te haga enojar.
Érica asintió. Si su papá lo decía, debía ser cierto. Ella podía hacer lo que quisiera, porque era la más linda y fuerte del mundo.
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Varios años más tarde, tras salvar a sus amigos y caer por el puente en la fuente de timitio, Érica abrió los ojos de golpe.
Se encontraba en una sala, las ruinas de algo elegante. Sin embargo, podía oír que por algún lado se filtraba agua. Al parecer se estaban hundiendo.
—Maldito barco, no aguanta ni un golpe— pensó, hasta que se dio cuenta que no estaba en ningún barco.
Estupefacta, se levantó de un salto, solo para observar que lo que se filtraba no era agua, sino timitio, y ella no se encontraba en un barco, sino que en su lugar interior. La sala estaba inclinada hacia un lado, pero el timitio no escurría como el agua directamente hacia abajo, sino que se remecía por todo el piso, por las paredes, escalaba por los pilares y goteaba desde el cielo. Por un lado del salón se encontraba Negro, gruñendo y gimiendo, apenas en sí. Érica sintió pena de verlo de esa forma, herido y luchando en vano, pero nada podía hacer por él en ese instante. Ambos caerían en la desesperación.
—Me caí del puente— recordó— ahora debo estar en una laguna de timitio, hundiéndome.
Se preguntó si debería despertar, intentar buscar una solución en el mundo real, pero no se sentía capaz. Todo iba a salir mal, ella no servía para nada, siempre se metía en problemas, a ella y a la gente alrededor. Pronto un miedo irracional se pegó en su mente y comenzó a crecer. Érica reconoció que era el timitio, mientras más se filtraba en su cuerpo, más lo sentiría. La idea de que algo la perseguía se incrustó en su cabeza, algo que terminaría alcanzándola sin importar lo que hiciera para evitarlo. Esa cosa la mataría, pronto, y la haría sufrir enormemente.
Sabía que no era más que la ilusión del timitio, pero aun así no se lo pudo sacar, ni la idea ni el miedo que generaba. Pronto comenzó a sospechar de cada esquina a su alrededor.
El timitio envolvió la sala completa, las paredes, el cielo y los pilares, todo se vio bajo el espeso manto negro del miedo. Érica se sumió en la oscuridad completa. El espacio se alteró y dejó de tener un tamaño definido; a veces se encontraba en un mar, pero un segundo más tarde podía verse encerrada en una caja oscura que la comprimía hasta los límites de su cuerpo.
De pronto Negro reapareció desde el timitio, frente a ella. Con una fuente virtualmente ilimitada de su materia prima, creció a pasos agigantados, hasta el tamaño de un edificio grandote. La bestia entonces se inclinó sobre la chica, amenazante, y estiró una garra para aplastarla contra el suelo. Érica lo miró, paralizada. No había forma de vencerlo ni huir. Comprendió que, en cuanto Negro la aplastara, perdería su cordura y terminaría su transformación en territi. En ese momento cerró los ojos y pensó en momentos más dulces con su padre.
—Lo siento— musitó.
Respiró hondo. La última vez que lo haría por su cuenta.
Pero de pronto, un estruendo la desconcertó. Al mirar de nuevo, notó que Negro era golpeado por un proyectil blanco desde un costado. Luego miró a la fuente del proyectil: había un hoyo en la pared del salón, un hoyo blanco. Desde ahí, un hombre con un martillo golpeaba los bordes del hoyo para agrandarlo y hacer espacio para pasar. Sin embargo cuando logró abrir un área suficiente para meter un brazo y la cabeza juntos, se quedó afuera. Algo le impedía entrar más.
A Érica le tomó tiempo notar sus detalles por el contraste con la luz que había. Sin embargo poco a poco fue divisando su pelo trigueño, sus brazos fuertes, su barba gruesa y sus ojos azules.
—¡¿Papá?!
—¡Érica, no puedo entrar más allá!— le indicó el señor Sanz— ¡Tienes que venir aquí! ¡Vamos, ven conmigo!
Desconcertada, la muchacha dio un paso hacia su padre.
—¿Será una ilusión del timitio?— pensó.
Pero la imagen de su padre solo le daba esperanzas, así que se dirigió hacia él. Solo que en ese momento una garra larga y huesuda surgió desde el timitio y se enredó en su pierna para impedirle el paso. Al instante otra más apareció para inmovilizar su otra pierna. La tenían atrapada.
—¡Quítense, mierda!— exclamó.
Sin embargo al mirar abajo advirtió que los dueños de las garras se elevaban sobre la superficie de timitio y dejaban sus caras al descubierto. No eran territi, sino que personas, jóvenes como ella, solo que ambos llevaban un buen tiempo muertos.
—¡¿Ocko?!— exclamó ella— ¡¿Raquel?!
En un instante Érica recordó su pasajera amistad con ambos durante su último año de colegio. Eran dos personas que había querido, a quienes había intentado acercarse, pero que terminaron muriendo por sus propias manos. Luego, desde detrás de ellos surgieron el resto de sus compañeros de cuarto medio. A los lados aparecieron sus amigas asesinadas de tercero medio, detrás de estas fueron emergiendo del suelo el resto de personas que Érica había matado durante su vida. Pronto fueron más de cien.
La muchacha intentó zafarse de nuevo, más desesperada, pero no lo consiguió. Ocko y Raquel la miraban con ira contenida, como si eso fuera todo lo que hubiesen sentido desde el momento de sus muertes. No hacían ningún intento por hablar, no lo necesitaban, solo querían venganza.
—¡Déjenme!— gritó Érica.
Entonces Ocko tomó su cabeza con dos manos y se la giró de tal forma que le rompió el cuello. Érica se desplomó mirando directamente hacia atrás. No podía respirar, sus sentidos se nublaron por momentos.
Pero inmediatamente volvió en sí. Su cuello había vuelto a la normalidad, pero nada de su situación había mejorado. Al notar que los jóvenes muertos continuaban a su alrededor, intentó saltar para dejarlos atrás, sin embargo su salto apenas la elevó unos centímetros del suelo de timitio. Entonces uno de sus ex compañeros le mandó un golpe al pecho, tan fuerte que pensó que se le iban a salir los órganos por la espalda. Érica vomitó un buen chorro de sangre. Luego otro le dio un golpe sobre el hombro y le rompió todo el brazo y la clavícula. Finalmente uno le mandó una patada en la cadera que destrozó sus huesos.
—¡Solo es una ilusión!— le gritó su padre a lo lejos, cada vez más lejos— ¡No te dejes intimidar! ¡Debes venir conmigo!
La voz de su papá iba disminuyendo en intensidad. El dolor en su cuerpo era insufrible. Érica estaba rodeada de gente que buscaba hacerle daño, que podía hacerle daño y disfrutarían cada segundo de su sufrimiento. De alguna forma se habían vuelto tan fuertes como ella, cada uno de ellos, mientras que ella misma se había vuelto frágil y débil. Era una chica normal rodeada de brikas dispuestos a torturarla hasta el final.
En eso, Raquel se agachó sobre ella, la tomó de la cabeza con ambas manos y apretó lentamente. Érica le sujetó una muñeca con el brazo que aún podía mover. Raquel aumentó la presión poco a poco, Érica sentía su cráneo cediendo lentamente.
—¡Para, por favor!— le rogó, comenzando a llorar— ¡No puedo más! ¡Raquel!
Pero Raquel no se detendría y Érica lo sabía bien, pues ella había disfrutado su muerte de la misma manera. Sintió grietas abriéndose en su cráneo, venas reventando, sus ojos saltando de sus cavidades y su cerebro chorreando por las orejas y la nariz.
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Volvió a despertar.
Miró alrededor; se encontraba agachada detrás de un basurero, en un colegio similar a todos los que había visitado. El cielo estaba negro, los edificios y el suelo eran de un gris oscuro.
No recordaba cómo había llegado ahí, no recordaba nada de su vida, solo que había hecho daño a mucha gente y en ese momento la perseguían para vengarse. Se escondía de ellos, pero sabía que terminarían encontrándola. Ese escondite no era muy seguro, necesitaba encontrar otro mejor. Con los nervios corroyendo su estómago, Érica se escabulló a través de un pasillo desierto hacia una de las salas. Se asomó para confirmar que no hubiera nadie. La encontró vacía.
—Bien...— pensó.
Entró despacio, haciendo el menor ruido posible.
Entonces una mano grande y huesuda sujetó su cuello por detrás, tan fuerte que no le permitió girarse. Sin embargo no fue necesario, sabía que la había atrapado alguien que le haría daño. La garra la alzó en el aire y la mandó de cara contra el piso, rompiéndole la nariz. Érica intentó levantarse, pero en eso un palo de fierro fue insertado en el medio de su espalda, tan profundo contra el suelo y tan pesado que no le permitió zafarse de ninguna forma. Érica se retorció del dolor, pero mientras más se movía, más le dolía. A su alrededor, sus compañeros se reían a carcajadas de su sufrimiento.
Tres compañeros de su último año sacaron bidones de bencina, la embetunaron en combustible y le prendieron fuego. Érica ardió por varios minutos y sintió todas las capas de su piel consumiéndose, una tras otra.
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Volvió a despertar.
No recordaba lo que había ocurrido antes de ese momento, solo sabía que estaba desesperada y que no aguantaba más tortura.
Se encontró colgando de sus manos, atada a un poste muy alto. Sus pies ni siquiera se acercaban al suelo.
A su alrededor había mucha gente reunida, formados en largos cuadrados. El director del colegio decía un discurso sobre un podio. Entre los estudiantes formados había un escuadrón de policías que la miraban con desdén. Érica quiso zafarse, pero era muy débil para romper las cadenas.
—¡Esperen, por favor!— les rogó— ¡Sáquenme de aquí! ¡No hice nada!
Pero nadie le prestó atención, ni siquiera se giraron a verla. El director continuó con su discurso como si nada, y cuando terminó, la apuntó a ella. Entonces los policías se le acercaron en formación, uno se separó del resto, le apuntó con su pistola y le disparó. Érica sintió la bala atravesando su axila. Gritó de dolor. Luego otro policía le disparó y la bala le dio en el estómago. Érica volvió a sentir el dolor, sintió su vientre perforado, pero no murió. De esa manera, todos los policías le dispararon, uno a la vez. No importaba cuántas balas recibiera, Érica no moría, solo sentía el dolor acumulándose.
Sin embargo, mientras lloraba, sintió un eco a lo lejos. Lo ignoró, pensando que no sería más que su imaginación, pero luego volvió a escucharlo con algo más de fuerza. Entonces se dio cuenta que se trataba de un hombre, intentaba decirle algo. Aun así, ella estaba demasiado molida para responderle.
—Érica...— repitió la voz, entre los disparos.
La chica se dio cuenta que conocía esa voz. No recordaba de quién era, pero era alguien que quería mucho.
—¿Cómo podría querer a alguien en este mundo?— se dijo— ¡Todos me quieren matar! ¡Me quieren ver sufrir!
Entonces escuchó otra cosa; una máquina debajo de ella. Extrañada, miró y se encontró con una trituradora del porte de una camioneta, justo debajo. Al mismo tiempo, las cadenas en sus manos comenzaron a deshacerse. Érica intentó sujetarse, pero sus dedos se resbalaron como si estuvieran empapados en aceite. Terminó cayendo.
Se impactó de espaldas. Intentó levantarse de inmediato, pero sus compañeros la empujaron hacia abajo. La trituradora agarró su espalda y la destrozó pedazo a pedazo.
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