23._ Aquellos que Comprenden el Universo (4/4)


Arturo estaba cansado de tanto correr, nunca había sido muy resistente. La tráquea le ardía cada vez que respiraba, las piernas le dolían y el sudor se le resbalaba haciéndole cosquillas por la sien. Aun así se forzó a continuar corriendo hacia el monstruo. Cuando se acercó lo suficiente no esperó a llamar su atención, simplemente pisó la tierra con fuerza para levantar una roca contundente. La mantuvo un momento en el aire y de inmediato sintió la presión en las extensiones de su mente, similar a la fatiga muscular. Comprendió que la magia no era un recurso ilimitado. Tendría que usarlo eficientemente si quería sobrevivir.

A pesar del peligro, no pudo evitar observar que mover su cuerpo le ayudaba a concentrarse en el movimiento que quería realizar. Tenía muchas, muchas preguntas sobre su control sobre la tierra, pero tendría que esperar a encontrarse fuera de peligro.

Seguidamente tomó impulso y lanzó la roca con todas sus fuerzas hacia la cabeza del monstruo. El impacto lo derribó y lo obligó a soltar el vagón que intentaba romper. Furioso, se levantó sin esfuerzo y se fijó en Arturo. Su pequeño cerebro consiguió comprender que el muchacho le había hecho daño de alguna manera, así que dejó el tren de lado y echó a correr hacia él.

El joven levantó otra piedra para arrojársela, pero el monstruo simplemente la destrozó con una de sus garras. Se dio cuenta que el mismo truco no iba a funcionar dos veces. Eso lo dejaba frente a un monstruo enorme y furioso que corría hacia él a toda prisa. No le quedaban más que unos segundos para pensar en algo.

—No, tengo que relajarme. Tengo que pensar con claridad.

Respiró lo más hondo que pudo y observó la situación frente a sí: una masa grande se aproximaba a toda velocidad, pero él podía hacer más que lanzar rocas. Recordó la manera en que había matado al monstruo menor en el túnel.

Se fijó en las patas de la bestia, el ritmo con que pisaba la tierra. Era el típico paso de un cuadrúpedo, con un par de patas a la vez. Rápidamente identificó el ciclo. Cuando se acercó lo suficiente, el chico tomó la superficie de la tierra en donde el monstruo iba a pisar y la deslizó hacia un lado. El monstruo perdió el equilibrio, tropezó y cayó de hocico.

Esto no lo iba a detener, pero lo iba a mantener quieto el tiempo suficiente. La enorme bestia intentó volver a ponerse de pie, pero Arturo rápidamente elevó la tierra alrededor de su cuello a modo de collar y la comprimió para sujetarlo al suelo. El animal rugió, expuesto y humillado. El chico volvió a sentir algo de lástima, pero no se detuvo; era una lucha a muerte. Recordándoselo sin querer, el enorme animal pataleó y se sacudió con todas sus fuerzas, luchando para romper las ataduras que le impedían matar a su presa. Arturo tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantenerlo en el suelo, mas comprendió que no lo lograría por mucho tiempo; tenía que terminarlo y ya.

En un segundo tomó control del suelo justo debajo de la cara del monstruo, lo comprimió en el centro para formar una estaca larga y puntiaguda, y ayudándose con sus brazos, la ensartó en la nariz de la bestia. La estaca atravesó su cráneo y le salió por la nuca, sacando varios litros de sangre consigo. El monstruo gritó de dolor por dos segundos y finalmente murió. Arturo se sintió triste, a pesar de todo, pero no había tiempo para lamentarse. Aún tenía trabajo qué hacer.

—Aún hay monstruos por ahí— pensó, dándose la vuelta— tengo que ir y ayudar a la gente...

Sin embargo, en ese momento su vista se hizo borrosa y su cabeza comenzó a dar vueltas, hasta el punto en que perdió el equilibrio completamente y cayó de espaldas al suelo, inconsciente.

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No supo cuánto tiempo transcurrió ni qué soñó. Al abrir los ojos y recobrar la consciencia, notó que se encontraba en un lugar techado. Le llevó unos segundos reconocer el interior de los vagones del tren. No se había subido a la sección de pasajeros, pero la estructura era similar a los trenes de su mundo.

También advirtió ruido cerca: ruido de gente caminando, hablando y realizando tareas. Luego advirtió algo cómodo y esponjoso debajo de su cabeza, ropa doblada para hacerle de almohada.

Extrañado, se puso de pie, aún débil, y se dirigió hacia la salida del vagón. Por alguna extraña razón, tenía un hambre descomunal. El estómago le llegaba a doler de tanto que se estrujaba.

Alguien me trajo hasta aquí...— pensó— o sea que la gente debe estar bien.

No necesitaba ser un genio para verlo. Luego de salir, apenas le bastaron un par de pasos para notar un tumulto grande de gente reunida frente a sí. Comían y se mantenían ocupados atendiendo a los heridos o a los niños pequeños. Tras mirarlos un buen rato, Arturo se dio cuenta que eran los pasajeros del tren. Incluso reconoció a algunos de los esclavos con quienes lo habían puesto durante el viaje.

Se los quedó mirando un rato hasta que algo más llamó su atención; un cuerpo peludo de siete metros de largo tendido sobre la tierra, a un lado del improvisado campamento. Unas cuantas personas lo miraban y comentaban, parados alrededor.

No pasó mucho rato hasta que lo notaran ahí parado. Un par de guardias fueron a saludarlo y uno de estos se quedó con él mientras que el otro fue a buscar al conductor.

—¡Niño!— exclamó el conductor, con los brazos abiertos y una sonrisa de oreja a oreja.

Abrazó a Arturo con sus fuertes brazos, levantándolo unos centímetros del suelo.

—¡Es increíble, niño! ¡Tú nos salvaste a todos!— exclamó con alegría.

—¿Ah? ¿En serio?— se extrañó el joven— pero yo solo maté a ese de ahí, creo— dijo, señalando al monstruo grande.

—¡Sí, eso hiciste! ¡Y los otros monstruos se fueron gracias a eso!

Arturo debió haberlo supuesto. Eliminar al líder para disipar las fuerzas enemigas, era una táctica muy obvia.

—¡Eres un héroe, chico! Que nadie te diga otra cosa— continuó el conductor.

—Yo mismo lo vi— dijo uno de los guardias— desde el tren. Este mago le tiró rocas de diez metros. Lo enfrentó él solito y le ganó.

Arturo recordaba que las rocas habían tenido menor tamaño, pero no vio la necesidad de corregirle ese detalle. Los nonis se quedaron unos minutos hablando del encuentro del chico y el monstruo, al parecer emocionados. Seguidamente el conductor guio al joven hacia otro de los vagones, donde estaban sirviendo lo poco de comida que tenían reservada. Le entregaron un plato de un material semejante al plástico, con una porción que para un noni podría considerarse humilde, pero que para un humano común como Arturo era normal. El chico se fue a sentar y la devoró rápidamente, como si estuviera en un concurso de comida. Fue tan fugaz que se sorprendió cuando intentó agarrar más comida con su cuchara y no encontró nada. Lo peor era que aún tenía hambre, mucha hambre. Pensó en pedir más, pero supuso que con medio tren destrozado, conseguir comida para todos los sobrevivientes había sido bastante difícil, así que no dijo nada.

Tendré que esperar un poco— pensó, aunque no estaba tan seguro. Sentía la mente seca, frita, como si hubiera estudiado por una semana entera sin detenerse ni para dormir.

Pero sin que se lo esperara, un plato apareció frente a su cara y cayó sobre el que tenía en las piernas. Al levantar la mirada, advirtió al conductor del tren y a unos cuantos guardias, sonriéndole.

—No sé mucho de los magos, pero sí sé que comen como bestias— indicó el noni— ten esa ración adicional, es lo menos que podemos hacer para agradecerte.

Arturo abrió mucho los ojos, sorprendido. Nunca había esperado tanta amabilidad de un noni.

—¿En serio puedo comerla?

—¡Claro, chico! No cuestiones, solo come— alegó el conductor.

—Y esta también— dijo uno de los guardias, pasándole otra bandeja con comida.

—Y esta— dijo otro guardia, con otra bandeja.

—¡Y esta!— dijo otro.

Al final Arturo terminó con siete bandejas más, de las cuales terminó comiéndose cuatro, y las otras se las guardaron para más rato. Mientras comía, el conductor aprovechó de conversar con él para saber cómo es que un mago había terminado en su tren, lo cual también le dio una oportunidad a él de preguntar lo que necesitaba. Les explicó al conductor y a los guardias exactamente lo que había ocurrido en la cueva. Estos se mostraron sorprendidos, mas no incrédulos. Al parecer ese tipo de historias no eran muy fantásticas en ese mundo.

—Es fenomenal ¿No crees? – le comentó uno de los guardias— Ahora ya no tienes que ser esclavo de ese mocoso malcriado.

Otro guardia le golpeó el hombro, recordándole que estaba hablando de un cliente.

—¿Qué?— inquirió Arturo.

—La cláusula de los magos— indicó el conductor— ¿No la conoces?... No, claro que no. Verdad que tú eres de ese mundo nuevo— se corrigió rápidamente— La cláusula de los magos dicta que un mago no puede ser esclavo de nadie, así, tal cual. Los magos pueden ser peligrosos, mucho más bajo el mando de alguien ambicioso. Por eso son personas libres.

Arturo necesitó un momento para procesar lo que le decían.

—¿O sea que soy libre?

Los nonis le sonrieron.

—¡Sí, eres libre!— exclamó uno.

—¡Felicidades!

—¡Felicidades!— repitieron los demás.

—¿Qué piensas hacer ahora?— le preguntó el conductor— ¿Vas a ir a la ciudad de los magos?

—¡¿Ciudad de los magos?!— repitió Arturo, eufórico.

—Sí, es bien famosa en Nudo— indicó el noni— Te haría bien, siendo un mago novato y todo. Seguro que te convierten en un buen mago, hecho y derecho.

Arturo sintió ganas de ir inmediatamente. Le encantaba ser capaz de usar magia. La sola idea de que hubiera una ciudad entera dedicada al tema le ponía los pelos de punta... pero entonces recordó a su familia y a sus amigos.

Había prioridades.

—Primero hay gente que quisiera encontrar— confesó— durante la invasión nos separamos y... necesito saber que estén bien.

El conductor y los guardias se miraron las caras con cierta complicidad. Ellos no habían tenido nada que ver en la invasión, ni en ninguna invasión, pero aun así existía cierto sentido de culpa colectiva latente. Afortunadamente, el mago con el poder para destruirlos a todos en ese momento no parecía tener resentimientos contra la especie entera.

—¿Sabes dónde están?— le preguntó el conductor— Si conoces la ciudad donde se encuentran, puedo llevarte ahí en uno de mis viajes, no será ningún problema ¿Cierto, chicos?

—¡Para nada!— contestaron los guardias.

Arturo se rascó la cabeza, pensativo.

—Gracias, pero en verdad no sé ni dónde buscar— admitió— Hasta hace unas horas, no contemplé la posibilidad de ser libre.

Se formó un silencio profundo. Nadie sabía qué se podía hacer, no era común que los esclavos se convirtieran en personas libres de un momento a otro y comenzaran a buscar a sus familias.

Más tarde, una nave voladora apareció y los extrajo a todos para llevarlos a la primera parada, una ciudad llamada Bivifera. Ahí Arturo decidió bajarse. Necesitaba comenzar a investigar lo más pronto posible, cualquier ciudad le serviría. Se despidió de los nonis, les agradeció por todo y se fue. En Bivifera parecían estar preparándose para un desfile, algo sobre alguien importante, pero no pensó que le afectara nunca, así que no le dio importancia.

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