10._ La Llave del Corazón de las Cadenas (2/2)


Al ver el yelmo caer, los encadenados ahogaron un grito y guardaron silencio, como si Érica hubiese activado una bomba capaz de estallar por toda la cueva.

El Encadenador se recuperó sin mucho dolor del cabezazo. De un rápido movimiento la agarró de las cadenas que la sujetaban y la levantó con un brazo, sin ni un problema.

—¡Todos al suelo!— gritó Alba.

Los encadenados se agacharon al instante. Justo después, el Encadenador tomó impulso y arrojó a Érica con devastadora fuerza. La muchacha voló una gran distancia como una bala, se estrelló contra la muralla de roca y la atravesó como si estuviera hecha de masa de galletas. El impacto la dejó molida, pero no lo suficiente para hacerla perder la conciencia. Adolorida, se puso de pie como pudo entre los escombros. Había llegado a un espacio contiguo a la gran sala, se encontraba en un túnel. La espalda le dolía horriblemente, apenas podía respirar. Desconcertada, miró al Encadenador. No podía competir contra eso, era demasiado fuerte incluso para ella.

Impotente, apretó los dientes y aceptó su derrota. No aguantaría otro golpe como ese. Tenía que correr, tenía que huir y ponerse a salvo. El Encadenador dio un paso hacia ella, amenazante. Érica rápidamente se quitó las cadenas, flojas por el golpe, se impulsó hacia un lado y echó a correr por el túnel.

Los encadenados apuntaron a la muchacha con caras de pavor.

—¡Se escapa! ¡La llave se escapa!— gritaron.

Mientras, el Encadenador se quedó mirando el hoyo por donde esta desapareció. Alba le tendió su yelmo.

—Aquí tienes, mi señor.

El caballero se giró hacia ella, quien le sonrió.

—Qué buena cara. Te vez como yo cuando apenas nos conocíamos.

Este asintió y levantó una mano para acariciarle la cabeza.

—Has crecido mucho desde ese entonces— recordó.

Luego tomó el yelmo para volver a ponérselo.

—Ya sabes qué hacer— le espetó.

—Sí, señor.

Alba saltó sobre el sillón y los encadenados, aterrizó en medio de la sala y salió tras Érica a gran velocidad. Los encadenados se quedaron mirando a su líder, expectantes. Este abrió un puente en el suelo bajo sus pies y desapareció en un parpadeo.

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Érica corrió con todas sus fuerzas. No estaba segura si el Encadenador podía rebasar su velocidad, no tenía idea de cómo trabajaban sus cadenas mágicas y no tenía tanta curiosidad como para quedarse a preguntarle. Estaba emputecida consigo misma por huir y dejarlo tratarla de esa manera, pero no tenía de otra, lo sabía bien.

Corrió y corrió por retorcidos túneles de roca por varios minutos, perdida. Cuando comenzó a faltarle el aire, se propuso bajar la velocidad. Se detuvo junto a la esquina de una curva. Miró por ambos lados, no había nadie.

—Creo que los perdí— se dijo.

Calmó su respiración, pero antes de poder recobrar todo el aliento, el cielo del túnel detrás de ella se derrumbó. Del hoyo cayó una figura blanca de largo pelo negro: Alba. Solo que había algo raro en ella: su brazo izquierdo se había transformado en un mazo del porte de una persona, blanco como la leche y grueso como un árbol.

—¡No será tan fácil, linda!— exclamó la mujer de blanco.

Érica se quedó mirando el brazo deformado de la sacerdotisa, desconcertada. Más aun cuando el mazo se transformó en una larga hoja como una espada. Alba le apuntó con la hoja, desafiándola.

—Tú serás la llave que abrirá el futuro de las cadenas ¡Ríndete!

Érica no entendía cómo Alba podía transformar su cuerpo en armas, pero pensó que al menos podría dejarla inconsciente de un buen combo. Después de todo, no podía ser tan fuerte como el Encadenador. Se agachó para bajar su centro de gravedad, se disparó hacia Alba y le atravesó el estómago de un buen combo.

—¡La maté!— pensó, victoriosa.

Sin embargo, algo se aferró a su brazo con fuerza y la inmovilizó. Al mirar arriba, Érica advirtió la cara de Alba, sonriéndole con confianza.

—Niña boba— le espetó.

Entonces el pecho de Alba se transformó en una guillotina que cercenó el brazo de Érica. Esta gritó, alarmada. Se alejó de un salto, cayó de espaldas y apretó su brazo cortado contra su pecho. Se llevó la mano al codo, al antebrazo y a la muñeca, frustrada. Se miró el brazo cortado... y se dio cuenta que aún lo tenía.

Desconcertada, miró a Alba, quien le restó importancia a todo el asunto con un gesto de la mano.

—Se sintió real ¿No?— le espetó— ¿Soñaste que te corté el brazo? Qué linda.

Érica se puso de pie. Quería preguntarle qué le había hecho. Miró el pecho blanco de Alba, solo para darse cuenta que estaba intacto, como si nunca la hubiera tocado.

—No necesitamos ser enemigas ¿Sabes?— continuó la mujer de blanco— Podemos cooperar. Ven conmigo y dejaré de atormentarte.

Érica dio media vuelta y echó a correr a todo dar. Se había equivocado, Alba era tan peligrosa como ese Encadenador. Ellos dos, Tur y Víkala, de repente aparecía mucha gente demasiado fuerte para ella. Comenzaba a entender por qué su papá se veía tan preocupado la última noche que lo vio.

Sin detenerse ascendió pendientes, bajó desniveles, dobló en esquinas retorcidas y suprimió su ruidoso respirar lo mejor que pudo. Después de varios minutos más llegó a una sala grande, donde se detuvo para recobrar el aliento.

—Ya, ahora sí. No hay manera en que me sigan después de tanto— se dijo.

Pero entonces oyó el crepitar de una cadena por un lado. Cuando se giró a mirar, la pared de seis metros de roca pura fue destrozada por un monstruo gigante y furioso. Era un demonio de piel completamente blanca, con dos patas semejantes a las de las cabras, cuatro garras afiladas como cuchillos y cuatro cuernos retorcidos. Su rugido retumbaba como un trueno que hacía temblar la sala y los túneles cercanos. El monstruo entró gritando y demoliendo todo a su paso, directamente hacia Érica.

Esta se quedó un momento paralizada, estupefacta por la sola existencia de una criatura como esa. De pronto el monstruo la notó y se le abalanzó encima para darle un zarpazo. Érica apenas tuvo tiempo para saltar a otro lado y esquivarlo. Las garras del monstruo removieron la roca sólida como si fuera un flan y dejaron una marca de medio metro de profundidad.

—¡Un golpe y me mata!— pensó la chica.

Entonces oyó un chillido desde otro lado. Al mirar, se encontró con un animalito largo y blanco, de ojos azules, que corría en círculos en la entrada de uno de los túneles. Era el mismo animalito que había visto antes de ser capturada por el Encadenador. La estaba llamando.

Temiendo por su vida por primera vez en mucho tiempo, la chica saltó para esquivar la segunda arremetida del monstruo. Huyó a toda prisa, mientras la bestia intentaba matarla desde atrás. Rápidamente entró al túnel que le indicaba el animal y escaparon.

El gigante introdujo una de sus garras con furia detrás de ellos, demasiado grande para caber. No los alcanzó, pero derrumbó completamente la entrada. Érica se atrevió a mirar hacia atrás, pensando por un momento que lo habían perdido. Entonces sintió un temblor que duró un instante, seguido de otro, y otro más. Esos no eran temblores, eran los golpes y pisotones del monstruo contra la roca. Sin intención de quedarse a ver, la chica se marchó a toda velocidad, incluso luego de dejar los temblores atrás.

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El animal larguirucho corría adelante, guiándola. Giraba en las intersecciones con total seguridad, como si conociera el camino de memoria. Avanzaron así, sin descanso, hasta que en uno de los túneles comenzaron a sentir el aire más liviano, más fresco.

—¿La superficie?— se preguntó la niña.

Continuaron su camino por una pendiente bien inclinada. Al final de esta salieron del túnel y se encontraron en la cima.

Ahí se detuvieron, Érica se llevó las manos a la nuca para expandir sus pulmones y respirar mejor. Le ardía la nariz por dentro y sentía las piernas como brazas por la alargada carrera, pero ya estaban bien.

Se tomó un momento para contemplar el paisaje: un cielo violeta con un gran sol azul brillando a baja intensidad. Era como la luna, pero varias veces más grande. En ese momento se dio cuenta que, de verdad, estaba en otro mundo.

El animal la llamó con chillidos para que siguiera avanzando, cosa que hizo. Encontrarse ahí la hacía sentir más tranquila, pues no creía que un monstruo que viviera en las cavernas se asomara a la superficie. El pequeño mamífero la guio a través de una superficie irregular, llena de hoyos de variados tamaños, laderas y entradas de túneles. Al ver hacia el horizonte, Érica notó que se hallaban en una zona elevada, una de las tantas crestas de las montañas que se encontraban alrededor. Las elevaciones eran altas y delgadas, como gruesas torres o enormes espinas que salían de la tierra. La cima de cada torre tendría apenas unos cien metros cuadrados, suficiente para descansar, pero no para esconderse.

Por un momento el silencio la invadió. Ese era un mundo nuevo, no podía creer que un día antes ni siquiera había conocido su existencia.

Se dispuso a seguir al animalito, el cual comenzaba a sacarle ventaja. De súbito, un montículo de tierra frente a ellos explotó y dejó pasar una gran masa blanca. Era el monstruo gigante, que los perseguía incluso en la superficie. Sus garras pasaron a través de las rocas como si nada y sus cuatro brazos revolotearon a su alrededor hasta que ensanchó el hoyo lo suficiente para subir. Encontrándose arriba, tomó aire y rugió con todas sus fuerzas a sus presas, las cuales no se detuvieron a esperarlo.

Érica y el animalito huyeron fugaces, esquivando los zarpazos de la bestia a duras penas. Intentaron dirigirse hacia el único camino disponible: una fina línea montañosa, pero ni eso consiguieron; el monstruo dio un salto largo, aterrizó frente a ellos y con su peso y el filo de sus garras, demolió el fino camino que unía el montículo con el resto de las torres. Ya no había salida.

Sin pensar mucho, la chica y el animalito dieron un cuarto de vuelta y continuaron por otro lado. Corrieron a toda prisa, tan pendientes del monstruo a sus espaldas que tarde se dieron cuenta que frente a ellos el camino terminaba abruptamente. Después de menos de diez metros, Érica se paró en seco, pues de seguir corriendo habría caído a un abismo gigante. Era tan profundo que la luz no alcanzaba a llegar al fondo, solo se veía una fosa oscura.

El animalito saltó sobre ella y se sujetó a sus hombros, amedrentado.

La chica se dio vuelta para admirar al monstruo blanco de cuatro garras, el cual se acercaba con feroz premura. No había nada que ella pudiera hacer; el monstruo era más fuerte y rápido, no había a dónde huir y no tenía forma de protegerse. En ese momento se dio cuenta que fácilmente podría morir, y ante tal posibilidad una sonrisa nerviosa se asomó por su cara.

—Buena vida— musitó para sí, aunque en verdad estaba algo desilusionada de lo que le había tocado hasta ese momento.

No había de otra, saldría perdiendo cualquiera fuese su decisión, así que decidió enfrentar a la criatura. Rápidamente asumió una pose de combate y se preparó para que el monstruo la atacara. Este levantó sus cuatro garras, entonces ella vio una oportunidad. Rápidamente se adelantó y corrió hacia él. El monstruo la atacó con sus poderosas garras, pero Érica esquivó la primera, saltó sobre la segunda, se agachó para eludir la tercera y se elevó hacia su cara para contraatacar. Sin embargo, con la cuarta garra el monstruo la alejó de un manotazo.

Érica salió disparada varios metros hacia atrás. Mientras caía sobre su espalda, vio el borde del acantilado y se dio cuenta que ya estaba muy lejos de terreno seguro: en ese momento caía al precipicio. Vio al animalito blanco saltando tras ella. Al mismo tiempo, el gigante se detuvo en el borde para mirarla. En el último segundo se transformó en dos siluetas ante los ojos de Érica; un hombre con armadura blanca y una mujer con prendas de sacerdotisa. Esta última la despedía con una mano, como si le deseara una feliz muerte al final de ese precipicio. Érica y el animalito blanco cayeron al abismo oscuro.

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Sacó la cabeza para respirar.

El agua estaba helada, muy helada. Necesitaba llegar a la orilla. No sabía dónde estaba. Todo a su alrededor era oscuridad, todo estaba completamente negro. La corriente la zamarreaba y la llevaba a toda prisa. No aguantaba más, sentía que iba a perder la consciencia en cualquier momento y morir ahogada.

Maldito Encadenador— pensó, inmensamente frustrada— Maldita Alba, malditos encadenados ¡Algún día los mataré!

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Luego de harto luchar y tras golpearse con un centenar de rocas, Érica se vio en la orilla. Podía ver la arena bajo sus manos, el río corría tranquilo detrás. Le dolía todo y aún sentía que se iba a morir, pero ya estaba bien. Estaba segura.

Agotada, se desplomó sin poder más.

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Despertó con algo lamiéndole la nariz, algo con una lengüita del tamaño de una semilla de pistacho.

Abrió los ojos. Se dio cuenta que era el animalito que la había guiado a través de los túneles. Aún estaba mojado, pero estaba bien.

Se levantó y se sentó, muy adolorida. Contempló el desierto violeta por un lado. Por el otro, el grupo montañoso que se alzaba como un titán a lo alto. Desde ahí se había caído al río.

Se llevó las manos a la cabeza, sorprendida de realmente haber huido de ellos. No estaba acostumbrada a encontrarse gente más fuerte que ella, el único había sido su papá, y de la nada aparecían cuatro: primero Tur y Víkala, luego Alba y el Encadenador, y para colmo ellos iban tras su papá. Retuvo esa idea en su mente un buen rato; el Encadenador era la razón de que su papá se marchara sin explicaciones, era el culpable de separarlos.

Estaba cansada y adolorida, pero se puso de pie de todas formas. Sus puños estaban apretados, sus ojos fijos en el suelo. Lo que más quería en el mundo era ver a su papá otra vez, pero se veía difícil. Si ni siquiera él podía defenderse de esos locos

—¿Entonces qué diferencia puedo hacer yo?— pensó, desanimada.

Se veía imposible, verdaderamente imposible. Pero se sacudió la cabeza y se obligó a quitarse eso de la mente. No había de otra: quería ver a su papá de nuevo, para eso tendría que enfrentar al Encadenador y a sus vasallos, y derrotarlos. Para eso necesitaría fuerza, mucha fuerza.

—Algún día, papá— se dijo— Solo espérame, ya iré por ti.

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