9 · Marcel
Cerca de su cumpleaños número treinta y cuatro, sin quererlo, sus escritos dieron frutos. Marcel Prost se convirtió en un escritor reconocido. Su novela se vendía por miles pero su carácter taciturno y melancólico, adquirido aquellos días en la casona, lo tenía convencido que no era su capacidad para la narrativa sino su nombre y apellido, parecidos al del célebre Marcel Proust, lo que lo catapultó a la fama. Sus editores habían intentado sin éxito convencerlo de lo contrario.
Su personalidad empeoró con la llegada de la popularidad. Se convirtió, en un hombre esquivo, obstinado e irritable y tenía no pocas veces pensamientos obsesivos. Por lo general se lo pasaba encerrado en un estado de completa paranoia. Sólo salía tapado hasta las narices si tenía que comprar comida o alcohol.
Años antes habían llegado a sus oídos noticias horribles de lo que hacía él y sus amigos en Buenos Aires. Eran una especie de dobles siniestros que no paraban de cometer aberraciones. Eran buscados por la policía. La condena perpetua les quedaba corta. Marcel temía que lo encontraran a él primero. No habría coartada que le valga ante el enorme parecido. «¿Llevará incluso mi genética?», se preguntaba a veces.
Su notoriedad le preocupaba porque se había tornado peligrosa y era cuestión de tiempo para que lo hallaran y condenaran por delitos que jamás había cometido. Que atraparan a su maligna antítesis era la única esperanza. Si eso pasaba cerrarían el caso y todo volvería a su cause. Si no, estaría condenado a una vida de encierro y persecución. Pero el otro Marcel, como solía llamarle él, se las había arreglado para salir ileso de todos los intentos de ser capturado.
Así pues, desesperado, el primer intento de suicidio fue con veneno para ratas. El más fuerte que encontró en altas dosis que mezcló con somníferos y alcohol.
Pese a estar muerto por varios minutos los médicos del Hôpital de la Pitié-Salpêtrière lograron devolverlo a la vida.
Dos semanas después lo intentó de nuevo. Esta vez con un revolver 38mm que consiguió en el mercado negro de París. Cuando tenía el caño en la boca temblaba sobremanera. No quería morir; tenía que hacerlo. Fue en ese instante que se sobresaltó al oír el celular sonar y vibrar frenético en la cómoda. No esperaba llamadas. Se sacó el caño de la boca y miró la pantalla:
«PAPÁ»
―Merde! ―soltó.
«Podría necesitar algo», se dijo ―su padre ya era un hombre mayor y tenía la salud debilitada―. Mientras el celular bailoteaba en la cómoda se sentó en la cama e intentó tranquilizarse. Luego dio un respiro y contestó.
―Hola, papá.
―Hola, hijo. ¿Te asusté? no suelo llamarte a estas horas ―eran las tres de la madrugada―, pero hay algo importante.
―Dime.
―Han encontrado muerto a Marcel Prost en un bar de mala muerte, aquí, en Buenos Aires... ¡y vaya que se parece a ti!
Marcel cerró los ojos y tomó un respiro profundo.
«Estuvo cerca», pensó.
A las cuatro, se sentó en su escritorio, aún conmovido hasta la médula. Tomó un bolígrafo y una hoja. Algo merodeaba en su mente y debía anotarlo antes que se esfumase. Escribió sin saberlo lo que sería el prólogo ―y de alguna manera el argumento― de su próxima novela:
Mírate. Cuida tus flancos, tus puntos débiles; cuida tus meñiques. Sean físicos o mentales; cuídalos. De ellos se aferran los que roban. Allí fuera hay seres que se retuercen por ser un poco de lo que eres.
Marcel Prost
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