1- Un alma corrompida

Sus tutores le habían enseñado a Milo que su padre era el mayor rey griego de esta época o de cualquier otra.

En su juventud, Káiser había cabalgado por tierras desgarradas por los conflictos y la falta de armonía, con la magia de los antiguos a sus espaldas, para construir el reino más grande de todas las tierras que conformaban la Grecia Antigua.

Reunió a Esparta y Atenas, las dos ciudades más poderosas y fructíferas, en una entidad imparable y extendió sus límites para crear un imperio.

Aunque la unión había sido forjada por extraños poderes y la fuerza de las armas, el nuevo imperio se había asegurado, haciendo algo que ningún otro hombre en esa era ilustrada se atrevería a hacer.

Sin querer darse cuenta de que ya tenía esposa e hijos, Káiser había tomado como esposa a Calvera, la primera dama de Atenas, hermana de un hombre al que acababa de destruir.

Sísifo, la primera esposa de Káiser, se había quedado en los cuartos superiores, cuidadosamente custodiados, de su castillo en Esparta.

Calvera, madre de Milo y el botín de guerra de Káiser, se mantenía bajo llave, bajo llave y custodia, en el Salón principal de su castillo en Atenas.

Ninguna de las dos mujeres supo ni vio jamás a la otra.

Milo sólo deseaba poder decir lo mismo sobre los otros hijos de su padre.

Káiser, con la intención de imponer su voluntad sobre su vasto imperio, había dejado solos a ambos grupos de niños durante años, aunque en el octavo año de Milo todo cambió.

Una extraña coincidencia destruyó las semicómodas vidas de Milo y su hermano.

Acompañados por los lamentos del personal privado de Calvera, Milo y su hermano mayor, Kardia, vieron a su dulce y protectora madre enfermar y morir en el lapso de una semana.

Tras su muerte, se enviaron mensajeros a Esparta, donde se decía que el rey Káiser se alojaba últimamente... sólo para regresar en menos de dos horas con la noticia de que la reina Sísifo también estaba muerta y que Káiser ya cabalgaba hacia Atenas.

Era casi como si se hubiera castigado a las víctimas del rey hambriento de poder, en lugar de al propio Káiser.

Así fue como Milo y Kardia fueron apartados de la presencia de su madre antes de que sus manos se enfriaran.

Los niños, que lloraban, fueron forzados a ponerse sus mejores ropas, plantados en las escaleras hacia el trono y abofeteados para que se llamaran a silencio cuando intentaron protestar.

Káiser atravesó las puertas de par en par del Salón Dorado mientras Milo aún se limpiaba las mejillas ardientes.

El rey de aspecto severo, sólo vagamente familiar para ambas criaturas, subió las escaleras y prácticamente se arrojó sobre el trono cómodamente acolchado.

Un chico castaño, alto y de cara hosca iba detrás del hombre adusto.

-Siéntate, Aioros.

Káiser movió los dedos distraídamente hacia la silla vacía de la reina.

Milo no pudo contener su grito de rabia cuando el extraño niño tomó el trono de su madre sin dudarlo. Se habría arrojado sobre el intruso y le habría arrancado los ojos, si Kardia no la hubiera agarrado con fuerza.

La situación, sin embargo, llamó la atención del rey. Ojos intensos examinaron a los niños.

-Estos...

Un dedo señaló a los menores.

...serían tu hermano y tu hermana, Aioros

Anunció Káiser a su hijo mayor.

El joven adolescente parecía aún menos complacido que su padre con Milo y Kardia.

-No tengo hermana...

Dijo con frialdad.

Y mi hermano está en casa, en la guardería... dónde deseo regresar...

Káiser miró fijamente al príncipe, fulminándolo con fiereza, hasta que el adolescente desvió la mirada.

El adolescente parecía tan miserable como sus medio hermanos.

-Vine a entregarles un príncipe para que lo entrenen y a recoger a mi esposa...

Káiser se dirigió al salón con voz retumbante.

...sólo para descubrir que llegué demasiado tarde para verla con vida... Esta situación me hace sentir incómodo por dejar atrás a mi primogénito en este momento.

Su expresión era pétrea.

-Me quedaré sólo el tiempo suficiente para reunirme con el personal y la nobleza, para asegurarme de que todos sigan siendo aptos para sus puestos y luego llevaré a mis hijos... a todos mis hijos... de regreso a Esparta.

Todos deben estar preparados, presentarse con sus pertenencias para estar listos en sus puestos cuando sean convocados esta noche...

Aioros se enderezó, visiblemente animado por lo que el anuncio significaba para él.

Sin embargo, su entusiasmo se desvaneció gracias a una mirada oscura de su padre. La cabeza del adolescente se inclinó y el bastante largo cabello castaño cayó sobre su rostro, ocultando sus ojos.

Tanto Milo como su hermano temblaron ante la noticia de que no sólo su madre se había ido, sino que ahora estaban a punto de ser arrancados del único hogar que habían conocido.

-¡NO!

Milo gritó su negación.

¡No iremos! ¡No puedes obligarnos!

La protesta infantil trajo una sonrisa desdeñosa a los labios de Káiser.

-Harás lo que yo desee, pequeña. Eres mi hija y...

Los ojos fríos se movieron para fijarse en Aioros.

...TODOS mis hijos hacen lo que les digo. ¿No es así, Aioros?

El adolescente respondió con un asentimiento, murmurado en voz baja y ojos gachos.

-Sí, señor.

-¡TE HICE UNA PREGUNTA!

El rugido de Káiser hizo que sus tres descendientes, así como toda la corte, se estremecieran.

-Habla alto.

La respuesta fue lo suficientemente fuerte como para que todos en el salón pudieran escuchar el temblor en la voz del príncipe.

-Sí, padre.

Aioros se había replegado en su silla tanto como le permitía el acolchado del trono.

-Cualquier cosa que usted diga, mi señor.

Las palabras fueron enunciadas claramente esta vez. Káiser asintió satisfecho por la mejora en la dicción de su hijo.

-Me tomaré un poco de tiempo para descansar y refrescarme, y luego me ocuparé de cualquier asunto que requiera mi atención.

Corre y asegúrate de que el cuerpo sea retirado de la suite real antes de que yo llegue allí.

Le espetó a uno de los asistentes más cercanos. El rey se puso de pie abruptamente.

-Empaca a esos malditos niños y sus pertenencias. Tenlos listos para partir por la mañana. No tengo estómago para otro servicio de entierro. Enterrar a una esposa fue suficiente prueba; además, he perdido demasiado tiempo en este viaje. Perdí también a Calvera, justo cuando ya nos habíamos ido...

Los ojos fríos volvieron al príncipe en el otro trono.

-Acompáñame, Aioros. La muerte de mi esposa y el retraso de tu instalación en Atenas cambian mucho las cosas. Debemos reevaluar tu situación...

Un breve escalofrío recorrió al joven castaño, pero se puso de pie y se movió en la dirección indicada por su padre.

Sus pasos lo llevaron más allá de Milo y Kardia, quienes lloraban e intentaban aferrarse el uno al otro mientras sus niñeras intentaban alejarlos de la vista del rey.

Los pasillos del hermoso castillo se recorrieron en un silencio sombrío, pero tan pronto como la pesada puerta de madera encerró a Káiser y su hijo mayor en la suite real y los alejó de cualquier posibilidad de audiencia, el rey estalló.

-¡Esto es intolerable!

Káiser golpeó con la mano el interior del portal.

-Pasé años y años construyendo este reino. Años en compañía de soldados asquerosos, rivales de mente sanguinaria, políticos tortuosos y esa maldita criatura... lejos de las comodidades del hogar y la familia, para asegurarme de que cuando llegara el momento en que quisiera descansar tendría todo lo que necesitaba...

¿Y qué obtengo? Unos pocos meses miserables con una mujer, cuya belleza se desvanecía día a día... una esposa que se marchitó con cada toque y luego murió.

Otra mujer que se desvaneció como el humo antes de que pueda llegar a su cama...

El bramido se hizo más fuerte con cada palabra.

-Tres niños que se encogen y gimen como bebés a la menor provocación y otro que me frunce el ceño como si yo fuera un enemigo. ¿Por esto es por lo que luché, sangré y maté?

Aioros estaba de pie en el centro de la habitación, con los brazos cruzados sobre el pecho y en silencio. Su nariz se arrugó ante el fuerte olor a medicina y muerte que aún persistía en el aire.

-Tu madre era una maravilla en su juventud.

El tono de Káiser se suavizó mientras miraba a su hijo mayor.

Tienes su pelo... y sus labios... te le pareces demasiado...

El rey se acercó para detenerse justo en frente de su hijo mayor.

-Tenía tu edad cuando me casé con ella, acababa de cumplir quince años...

Káiser todavía tenía que mirar a su hijo desde lo alto, pero eso podría cambiar pronto. Aioros estaba creciendo rápido esa primavera.

-Amé a Sísifo desde el momento en que la vi. Estaba de pie tras los muros de la fortaleza de su padre, luciendo como una visión de los viejos cuentos.

Su cabello estaba suelto y ondeaba con la brisa marina y su vestido se le pegaba a las piernas.

Era una chica tan delicada y hermosa. Le pedí a mi sirviente que me la trajera esa misma noche y me casé con ella por la mañana.

La resistencia de su padre se derrumbó tan rápido, como su virginidad había desaparecido. Una vez que se dio cuenta de que le había robado la virtud a su preciosa hija, no tuvo opción.

Los ojos oscuros se clavaron en el rostro de Aioros.

-Pensé que sería mejor traerte aquí, separarme de la tentación que representas... conformarme con la compañía de Calvera...

El tono de Káiser era ligeramente distraído, casual.

-Pero, ¿por qué lo haría? ¿Por qué debería negarme algo? He trabajado por el bien de Grecia y mi familia toda mi vida.

Es hora de que sea recompensado por todo lo que he sacrificado. Soy el rey. Yo hago las reglas.

Una sonrisa extrañamente inquietante cruzó el rostro de su padre y el cuerpo de Aioros se tensó.

Ese nuevo estado de ánimo que se había apoderado de Káiser no era exactamente igual a los momentos en que se producían ataques de violencia contra su esposa e hijos, pero Aioros encontraba este estado de ánimo igual de aterrador a su manera.

Cuando el rey le tocó la mejilla, Aioros no pudo contener el estremecimiento instintivo que le siguió.

-¡No te alejes de mí, chico!

Lo regañó, sus dedos agarraron y se clavaron en la barbilla del menor.

-Eres más fuerte que los demás. Eres el mayor, el más valiente y el mejor de mis hijos. Nunca debes tener miedo de nada, y menos de mí...

Su agarre se aflojó y el toque de Káiser se desvió, los dedos rozaron el largo cabello castaño.

Aioros era acariciado como si fuera su perro favorito, su mascota.

-Fui tonto al pensar que sería capaz de dejarte aquí y marcharme. Eres mi favorito, Aioros. Te amo más que a nadie... incluso más que a tu madre o a Calvera. Eres mi joya más preciada... y mi único consuelo ahora.

El destino ha intervenido. El destino se ha llevado a tu madre y a Calvera para mostrarme el camino... para aclararme las cosas.

Eres tú. Siempre has sido tú. Ahora me doy cuenta.

Káiser se rió entre dientes, su aliento rozando la mejilla de Aioros.

-Está tu hermano, pero Aioria es demasiado joven y muy débil para manejar las demandas de ser mi amado, ¿no lo crees, Aioros?

El tono de Káiser se volvió sugerente.

-¿O debería probarlo cuando lleguemos a casa?

Los ojos azules se abrieron al darse cuenta repentinamente de lo que estaba sucediendo, así como de que estaba siendo amenazado.

Aioros tragó saliva y se contuvo para no empujar al rey y echar a correr sólo con la fuerza de su voluntad.

-Por favor, padre, deja en paz a Aioria. Es sólo un niño pequeño.

-Estoy harto de estar solo, querido mío... Estoy harto de luchar contra mis deseos en aras de la mezquina sociedad y sus dictados de moralidad. El mundo es lo que yo digo que es.

Káiser rozó su mejilla lentamente contra el suave cabello castaño.

-Primero tu madre estaba demasiado enferma para aceptar mis atenciones... luego tuvo que haber un tiempo de luto y el largo viaje a Atenas. Ha pasado injustamente mucho tiempo desde que besé los labios de otro, mi querido y hermoso niño.

Al menos veinte réplicas estaban en la punta de la lengua de Aioros, incluida la sugerencia de que Káiser fuera a buscar a una de las damas de honor de Calvera, pero una mirada al rostro del rey las barrió a todas.

El brillo amenazante estaba allí, el que precedía a actos como Káiser arrojando a Aioria contra la pared, en el medio de la guardería, porque lloraba por su madre muerta.

Era una expresión que el príncipe conocía muy bien.

Aioros había sido besado antes. Los mozos de los establos, las jóvenes cocineras y los hijos de los guardias se habían alegrado de experimentar con el heredero al trono.

También había compartido innumerables besos con Aioria, pero eso era algo completamente diferente, eran con el amor más puro que conocía.

Nunca antes había besado a ningún adulto que no fuera su madre y Aioros sospechaba que ese no era el tipo de beso que Káiser esperaba de él.

-Volveremos con Aioria en cuestión de semanas...

Le recordó Káiser, en un tono falsamente suave.

-Y pronto tendré un tercer hijo en la torre si algo... desafortunado... le sucediera a tu hermano pequeño...

El corazón de Aioros dio un vuelco. No había duda de la amenaza en esa simple declaración.

Temblando, se puso de puntillas y obedientemente apretó sus labios contra los de Káiser.

La reacción fue instantánea.

Los brazos del rey rodearon al adolescente y lo apretaron con fuerza.

Aioros dejó escapar un grito cuando el casto beso que había estado practicando con sus compañeros de edad se convirtió en algo completamente diferente,  con una lengua que empujaba dentro de su boca.

No pudo evitar las arcadas y forcejear. Káiser soltó a su hijo con un grito ahogado.

-Eres más dulce de lo que jamás imaginé.

Los ojos hambrientos viajaron desde la parte superior de la cabeza de Aioros hasta los dedos de los pies y volvieron a subir.

-He querido esto durante años. Ya no hay ninguna razón por la que deba ser negado...

La única ruptura en su mirada codiciosa fue cuando Káiser miró hacia la cama y asintió.

-Está vacía... Bien... Desnúdate para mí, mi amor... Aquí mismo, donde la luz es mejor... Desnúdate y súbete a la cama. Quiero verte, tocarte por fin...

La boca de Aioros se abrió, sólo para volver a cerrarse, cuando Káiser lo golpeó en la cara en señal de protesta.

-No es demasiado tarde para dejarte aquí en Atenas, chico... No es demasiado tarde para dejarte atrás e ir a casa, en Esparta... junto a tu amado pequeño Aioria...

Toda la fuerza pareció drenarse de Aioros ante la amenaza.

La vista que le devolvió, hizo que Káiser asintiera.

-Sí, eso es...  encantador, simplemente perfecto. Ahora te pareces a tu mamá aún más... Un niño tan hermoso...

Derrotado, sin esperanza alguna, Aioros se llevó los dedos temblorosos a los cierres de su túnica.






















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