El final de las peleas

Este cuento participó del Concurso de Cuento Breve y Digital 2018 de la Fundación Itaú. No gané, pero conseguí feedback: 2 consideraciones del comité de lectura que apliqué en la revisión (solo en lo que coincidí, claro,  en lo que no: quedó como estaba)

Salí de casa dando un portazo. Eran las 6 de la mañana y seguía oscuro.

No me gusta gritar, pero un buen portazo es otra cosa. Me quedé del otro lado de la puerta con un grito en la garganta "¡Ojalá desaparezcas!".

Yo no grito. Gritar es cosa de débiles. Grita el que no tiene la razón. En cambio, un portazo, un buen portazo denota poder. La puerta y toda la casa se quedan vibrando. Y eso es poder.

Mis peleas con Paula se parecen a una aburrida obra de teatro. No son para alquilar balcones, ni siquiera de los baratos. Nunca levantamos la voz. Hay mucha argumentación pseudo intelectual. Mucha bronca contenida. Y no hay más. 

Las discusiones son tan largas que a veces pierdo el hilo y hasta el porqué empezaron. Como esta. Como ahora.

Hasta que me voy dando un portazo. En el edificio nos deben conocer como la pareja del "portazo".

Siempre me queda en la punta de la lengua un "¡Ojalá desaparezcas!". Nunca lo expreso en voz alta.

Hasta que la muerte nos separe me parece tan lejano. Ahora mismo siento que aún falta una eternidad.

Camino hacia la playa. Camino rápido. Si apuro el paso llegaré a ver el sol en la posición que más me gusta.

La playa tranquiliza. La playa me tranquiliza.

Mirar el mar, el horizonte. El amanecer. El sol ya está sobre la línea del fin del mundo. Me gusta mucho.

La textura de los diversos naranjas sobre el mar ¿marrón? Aquí el mar no es azul... o por lo menos no lo es cuando está revuelto.

Camino por la arena húmeda. Miro la hora en el celular. Apenas las 6:30. Todavía me queda una hora y media para entrar al trabajo. Tengo tiempo. Miro el teléfono otra vez. No hay ningún mensaje. De Paula tampoco, claro.

Camino hasta el muelle. Veo a un muchacho sentado en un banco. Me mira. A primera vista parece de semblante apagado. Tiene la mirada entre ida y triste.

Pienso "este tiene más problemas que yo".

—Buen día —saludo por educación y me siento a su lado.

—Buenos días —responde sin mucho entusiasmo.

"Quizás se esté por tirar del muelle ¿Un suicida? Dicen que hay que darles charla, hacerlos hablar".

—¿Todo bien? Yo me peleé con mi mujer ¿Y vos qué hacés acá a esta hora? ¡Perdón! Soy Gabriel —me apuré a presentarme mientras le extendía la mano.

—Miguel —dijo estrechándomela con firmeza.

Se quedó mirándome a los ojos. De golpe, el apagado y la tristeza solo me parecieron mias. Tenía una mirada profunda que cautivaba.

"Seguro que este no tiene problema con las minas", fue lo primero que me vino a la cabeza. Mucha pinta el flaco. Mucha pinta el Miguel. Quizás los rasgos fueran algo afeminados, pero daba para modelo el pibe.

—¿Y por qué fue la pelea? —preguntó. Parecía un interés real.

"Hay que hacerlo hablar, así que el tema da igual".

—¿Qué querés que te diga? La verdad es que ya no me acuerdo cómo empezó —dije con sinceridad mientras hacía un esfuerzo por concentrarme en la pelea— Tal vez solo peleamos porque estamos juntos. Ya sabés. Hasta que la muerte nos separe.

—¿Están casados por iglesia? —interrogó.

—Si ¿por? —dije pensando que, quizás, no había sido buena idea sentarme a su lado. No me va el rollo religioso.

—Bueno, por lo menos tienen la bendición del Señor. Es una pareja bendecida.

—¡Ah! Por eso —acepté mientras me inclinaba disimuladamente para mirar si había algún bolso debajo del banco.

No lo había. "Bueno, biblias no vende". Me permití arriesgar."¿Y quién vende biblias ahora?" . "Dejá de divagar". me acusé.

Se hizo un breve silencio.

"Hay que hacerlo hablar", volví a decirme.

—No me dijiste ¿Qué hacés a esta hora?

—Digamos que me peleé con mi jefe —el tono fue triste.

—No te preocupes. Los trabajos van y vienen —dije intentando quitar hierro al asunto.

—No. Mi trabajo se mantiene. No me gusta lo que implica —aclaró.

—¡Ah! Reducción de personal. Tenés que echar gente... ¿a muchos? —terminé preguntando como si de verdad me interesara.

—Si —fue algo escueto, como si se le hubiera caído de la boca.

Yo casi me tranquilizo. "No creo que nadie se suicide por tener que echar a varios empleados ¿o si?"

—¿Y cuándo lo tenés que hacer?

—Estoy esperando la confirmación.

Estos son los momentos en que odio la tecnología. Antes tenían que dejarte un mensaje y disponías de un día o más para hacer las cosas. Ahora te ubican en el celular y listo.

Miré el mío y vi que ya eran casi las 7. Y no había noticias de Paula.

"Va a ser mejor cambiar de tema", pensé.

—Nosotros somos hijos de algo o alguien ¿no? Porque nuestros nombres terminan en "el", digo. Gabriel, Miguel, ¿no?

Él rió con ganas. Me gustó como lo hacía. Creo que talvez me sonrojé. La risa, la mirada. Era de una belleza extraña. No podía definirlo. Nunca me había pasado. Una belleza que atraía.

"Y menos mal que no me escuchan mis amigos... van a pensar que me empiezan a gustar los hombres". Pero Miguel tenía algo. En la mirada franca. En la sonrisa tierna. Tenía algo.

—No. Estás equivocado —me corrigió—. Lo que en español determina ser el hijo de alguien, es la terminación «ez». Rodríguez, hijo de Rodrigo, Fernández, hijo de Fernando, así.

—¡Ah! Pero nuestros nombres también significan algo. ¡Estoy seguro! —agregué convencido.

—Si. También. —Aceptó— La terminación «el» en hebreo significa «Dios», por ejemplo, "Gabriel", tu nombre, es "fortaleza de Dios", "Rafael, sanación de Dios", "Uriel, fuego de Dios". Son nombres de arcángeles.

—¡Ves! ¡Lo sabía! —dije chocando las palmas— No me acordaba bien, pero sabía que algo significaban. ¿Y qué hizo el que tiene mi nombre?

—¿El que tiene tu nombre? —esta vez su risa fue algo triste—.¿Soberbia, quizás? ¿No será que vos llevás su nombre?

—Bueno, ya me entendiste...

Y él completó con tono condescendiente.

—Gabriel, entre otras muchísimas cosas, fue el que le comunicó a María que estaba embarazada de Jesús.

—Lo había olvidado. En la familia era mi madre la creyente. Me lo habrá puesto por eso —dije mientras miraba de reojo mi teléfono. Sin noticias de Paula, todavía.

Al levantar mi cabeza nuestras miradas se cruzaron. La profundidad de su mirada me empujó. No podía dejar de mirar esos ojos y esos labios.

El contacto visual se rompió con una brusquedad que no esperaba. Me dolió.

—Me están llamando —sentenció Miguel, mientras se ponía de pie—. Debe hacerse ahora.

No escuché ningún sonido que revelara la llamada, pero yo también me levanté.

Miguel tocó primero mi rostro y terminó apoyando su mano en mi hombro. La calidez de su tacto me subyugó.

—Volvé con tu mujer. No es momento de peleas. ¡Apurate!

—¿Qué? —balbuceé. "De que habla", pensé.

—Te juro que hice todo lo posible para evitarlo. Argumenté lo mejor que pude. Expresé todas las cosas buenas que hicieron. Pero Él entendió que las cosas malas eran muchas más. ¡Volvé con tu mujer!

Miguel se dio media vuelta y empezó a caminar hacia el mar. Hizo un gesto con su mano derecha y una parte del océano desapareció. Simplemente fue reemplazado por la nada misma. No hubo sonidos que evidenciaran lo que sucedía.

Frente a otro gesto de Miguel el cielo desapareció también. La nada no tenía color, todo me parecía de un blanco indefinible.

"¡Paula!". Empecé a correr, echando furtivas miradas hacia atrás.

—¡Paula! —grité. No podía pensar en otra cosa.

En cada mirada veía desaparecer más trozos del mundo. Del universo.

—¡Paula! ¡Paula! —gritaba y corría lo más rápido que podía.

En mi último vistazo vi a Miguel desplegar sus alas y alzar el vuelo.

La gloria del Señor lo esperaba.

El mundo siguió perdiendo color. Desapareciendo.

—¡Paula! ¡Paula! —gritaba sin aliento.

Después, según me contaron, yo también desaparecí.

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