Cuarenta años después

Este cuento fue publicado por la cuenta TerrorES en la antología "Horror y Sangre" con motivo del Halloween de 2018.

Debo reconocer que los 31 de octubre la cicatriz me escuece un poco y tiendo a tocarla pasándome el dedo a lo largo de su recorrido. Empieza a mitad de la frente, por encima del ojo izquierdo, atravesando la ceja y la mejilla hasta la parte superior del labio. No es profunda, solo es fea. No afectó a ningún músculo, no me impide ningún gesto y admito que, con un poco de maquillaje y saliendo por la noche, no todo el mundo se da cuenta que la tengo.

Podría agregar que, además, me da un aire moderno tener esa parte de la ceja sin pelo, como si lo hubiera hecho adrede.

Acaba de anochecer en mi ciudad. Una ciudad turística como cualquiera de la costa atlántica argentina.

Hoy está muy iluminado, invitando a los turistas a caminar por la noche, aunque siendo día laborable pocos se ven vestidos al estilo de esta noche típica.

Pero hace cuarenta años, en 1978, las farolas no estaban y los disfrazados ni siquiera existían. La moda por Halloween se importó mucho después.

Yo tenía unos dinámicos 21 años, los días laborables poco me importaban y, en honor a la verdad, tengo que señalar que nunca había oído hablar de Ehéle antes de que él me la mencionara.

Es más, forzando la sinceridad al máximo, también debo aceptar que me había comprometido a ayudarlo sin apenas comprender qué implicaba.

Miro hacia la playa. El espigón ya no existe y ha sido reemplazado por sendas de piedras dibujando una letra T que operan como eficientes rompeolas.

Y aunque la escollera de hormigón ya no está, mirando hacia su ubicación adivino la sangre y escucho los gritos.

Me acaricio otra vez la cicatriz.

Recuerdo todo como si fuera hoy.

Conocí a María en lo que llamábamos por aquellos años «una discoteca», un sábado 28 de octubre. Estaba sola, apoyada en la barra con una bebida en la mano y mirando distraídamente a la pista.

Yo también estaba solo, así que me acerqué y entablamos conversación. Aceptó mi charla de forma franca. No recuerdo cuál fue el tema que elegí para empezar, pero en poco tiempo habíamos pasado revista a un amplio espectro de la actualidad.

Congeniamos enseguida. Me contó que venía del interior de la provincia y que había llegado a la ciudad con la intención de hacer una diferencia de dinero, que se le estaba dificultando la cosa y que se quedó esperando a ver qué le deparaba el verano.

La acompañé hasta la pensión donde se hospedaba y nos comimos la boca a besos en la puerta. Argumentó que las compañeras de la habitación no verían con buenos ojos que me hiciera pasar. Intenté convencerla de ir hasta un hotel y pagar por un par de horas de intimidad, pero se excusó diciendo que estaba con el período. Me sorprendió.

Mientras entraba en la pensión, aún sin soltarme la mano, me dijo que nos veríamos el martes, el mismo 31. Lo prometió. Y sugirió que pasara a buscarla antes de cenar. Quedé encantado. Por supuesto, que nadie se sorprenda, en esos años no había números telefónicos que intercambiar ni nada por el estilo.

Nos soltamos las manos y corrió hacia el interior del edificio. Todo se había precipitado y me había quedado con ganas de más en todos los sentidos posibles.

Todavía estaba confundido y embobado por la situación y su belleza. Cuando me di la vuelta después de despedirme me lo encontré a un palmo de distancia. Casi respirándome en la cara. Medio serio, medio sonriente. Me asustó. Me sorprendió y di un paso atrás.

Me dijo que estaba allí para ayudarme. Dijo literalmente: «Para salvarte la vida»

—Acompáñame —me invitó con un acento que no pude reconocer.

Ni siquiera intenté negarme. Caminamos un par de cuadras en silencio y nos sentamos en una de las pocas cafeterías que estaba abierta toda la noche, frente a Plaza España, justo en línea recta al monumento de Don Quijote.

Me contó la historia de Ehéle. La historia que, según él, era la de la chica que yo conocí como María.

—Ehéle es algo así como un demonio que se alimenta de hombres. Luego de la cópula, los elimina.

«¿Cópula, dijo?».

—Está en una etapa de nueva siembra. Y en cuanto se le retire el período cosechará un nuevo vampiro —agregó.

—¿Vampiro? —repetí en voz alta sin quererlo.

Describió el proceso de forma mecánica. Sin sentimientos. El macho sembraba su semilla, entraba en una especie de trance, un sueño del que era imposible despertar y luego lo encendía con su aliento inflamable.

—¿Cómo un dragón? —lo interrumpí otra vez.

—Algo así —dijo. Y remató su relato señalando que de las cenizas del amante surgía un nuevo vampiro.

Se hizo un silencio. Me tomé el café y lo miré. Me advirtió.

«No escuches las leyendas. Esta es la única verdad. Ehéle está viva y está aquí» sentenció. Estuve a punto de aclararle que era la primera vez que oía mencionar el nombre de Ehéle, pero decidí centrarme en los hechos.

—¿Y vos sabés todo esto porque... ?

—Porque soy un vampiro. —No me sorprendió la aclaración. Esperaba algo de esa índole. Elegí seguirle el juego.

—¿Fuiste su amante, entonces?

—No. Yo soy mucho más antiguo —dijo con una sonrisa triste.

No supe qué decir.

—Sígueme —dijo después de pagar.

Vestía totalmente de negro con un sobretodo o gabán encima. Se movía grácilmente, con más agilidad de la que le hubiera supuesto a alguien de, por lo menos, cincuenta años.

Totalmente a oscuras cruzamos al paseo marítimo. Le seguí como si hubiéramos sido amigos de toda la vida. No sé por qué.

Me señaló el espigón en la playa.

—La próxima vez que os veáis te traerá aquí, a la playa. Le gusta mantener relaciones en la playa. Luego te quemará y convertirá tu cáscara en vampiro. Es insensible y despiadada, pero esta vez va a fracasar porque yo estaré allí y la mataré —dijo sin emoción. Me estaba contando un hecho, como si ya hubiera sucedido.

—¿Cómo sabes todo esto?

—Hace mucho tiempo que la sigo y estudio su forma de actuar.

—¿Me estás diciendo que ha tenido muchos amantes anteriores y que ahora hay no sé cuántos vampiros dando vuelta por ahí?

—No. Desde que la vigilo me he encargado de eliminar a cada fruto de su creación. Te prometo que, si no tengo éxito, me encargaré de que tu cáscara no vague por ahí convertida en vampiro.

—¿Se supone que eso debe reconfortarme? —dije perplejo.

El silencio nos envolvió. Solo mirábamos el mar y la playa. Y el espigón.

«¿Qué hago aquí?» pensé de pronto. Intenté irme, pero no podía caminar.

—No te preocupes. Yo cuidaré de ti.

—¿Y porque debería creerte? —arriesgué en voz baja.

—Porque soy un vampiro.

Notaba mi voluntad disminuida. Aunque pensaba con total claridad no podía moverme a gusto. Repetí el interrogante.

—¿Y porque debería creerte?

Me miró sonriendo. Solo en ese momento distinguí el largo exagerado de sus colmillos. Se acercó a mi cuello. Como para besarlo. Sentí un leve olisqueo y después una profunda inspiración.

—¿Dejarías a cualquier desconocido estar a esta distancia? —dijo susurrando en mi oído.

En ese momento comprendí que él era el dueño de mi voluntad y que desde que lo había encontrado no había dejado de controlarme.

Esos días que me separaban de la cita del martes llevé una vida normal, excepto por el hecho de que me encontraba con él todas las noches.

Me explicó que día a día iría disminuyendo su control sobre mí para que llegara al 31 totalmente libre. Y que podría decidir si ayudarlo o no. Le creí.

Me explicó que igualmente iría a por cualquier otro muchacho indefenso. Y que eso le dificultaría su tarea. Que era posible que llegara tarde, teniendo que matar también a la cáscara del muchacho una vez convertido.

Nunca me sentí un valiente. Pero su presencia me daba tranquilidad. Y mis ganas o necesidad de volver a ver a María me hacían dirigirme hacia su encuentro inexorablemente.

Lo interrogué sobre Ehéle y me contó de sus inicios. La costumbre que le trajo su ruina: los paseos nocturnos por el campo durante su período.

Me relató que el demonio, en forma de serpientes, se había introducido por su vagina para anidar en su vientre y controlarla. Y cómo se había convertido en una generadora de vampiros malignos que él se encargaba de eliminar.

No dudé de él. No sé si hubiera podido hacerlo después de cómo se iban planteando los hechos.

Llegó el martes. Me dijo «No te preocupes. Yo te protegeré» y se fue. Desapareció.

Pasé a buscar a María por la pensión. Tenía muchísimas ganas de verla.

Caminamos por el paseo marítimo. Yo pasaba mi mano por sus hombros y ella por mi cintura. Me detuve. La miré a los ojos y solo vi belleza. Era la muchacha con la que había estado charlando toda la noche. La abracé con todas mis fuerzas. Nos besamos apasionadamente. La invité nuevamente a ir a un hotel donde pudiéramos tener más intimidad.

Con un brillo en los ojos que no pude descifrar me señaló el espigón en la playa y dijo:

—La misma intimidad que podemos tener allí. Apoyados contra el paredón. No hay luz. Nadie nos verá.

Me acarició el rostro y me besó cariñosamente. Me había enamorado de Ehéle. Y ella lo sabía. Porque era la culpable.

Caminamos de la mano por la arena hasta la pared del espigón.

Se apoyó de espaldas y se quitó la blusa. Se ofreció totalmente y no me resistí. Nos llenamos de arena dejándonos llevar por la pasión. El arrullo del mar y el sabor a sal de nuestros cuerpos se confabularon para que fuera un encuentro memorable.

Cuando estaba entre sus piernas la oí gemir. Un gemido animal que me sobresaltó. Me miró con los ojos inyectados en sangre sin dejar de sonreír.

Intenté salir de ella, pero sus piernas se cruzaron a mi espalda como un cerrojo formidable. Sentí perder mis fuerzas con rapidez. Temí quedarme dormido.

Y lo vi. De pie a nuestro lado. Me levantó de los pelos separándo mi torso de María.

Apoyó una rodilla en su cuello y sacó una estaca de madera de su bolsillo.

María chillaba. Mis oídos estaban a punto de estallar. Recibí un golpe que me partió el labio.

Él bajó con fuerza la estaca en dirección al corazón de Ehéle, pero el movimiento fue interceptado por la primera serpiente que se enroscaba en su brazo impidiéndole cumplir con su cometido. La segunda serpiente lo envolvió por el cuello.

Recorrí con estupor la longitud de las serpientes hasta su sexo mezclado con el mío. El origen. El horror. Ya no sentía somnolencia, solo el pánico más profundo me impedía moverme libremente.

No sé de dónde saqué fuerzas y logré salir de entre sus piernas, pero antes de retirarme del todo otra serpiente me atacó directamente a la cara. Conseguí aferrarla con las dos manos, pero no pude impedir que uno de sus colmillos recorriera mi cara. Un rodillazo de María se estrelló contra mi rostro abriéndome otra herida.

La sangre caliente que emanaba de mis heridas me empapaba la cara y no veía nada por el ojo izquierdo.

Vi blandir un cuchillo que cercenó limpiamente a la serpiente que me atacaba.

—¡Sus piernas! —susurró en un hilo de voz forzado mientras con el cuchillo decapitaba a la serpiente que le oprimía el cuello.

Le cerré las piernas como pude y las abracé con todas mis fuerzas. Mi cara sangrante se paseaba pintando su vientre. Sentí moverse entidades en su interior y temí que salieran a buscarme. Apreté mis brazos lo más que pude.

Él recuperó la estaca y logró clavarla en su pecho.

Hubo silencio por un momento. Sus chillidos terminaron, pero sus movimientos no.

Otra estaca apareció en su mano y la clavó con fuerza en el vientre de María, rozándome la cara.

Él escupió la serpiente que había matado con su boca y dio un paso atrás para echar un vistazo a toda la escena. Jadeando. Triunfante. Alerta para asestar el último golpe si fuera necesario.

—Puedes soltarla —me dijo.

No pude.

Me ayudó a incorporarme. Su rostro ganó nuevamente serenidad y ya no daba muestras de haber realizado ningún esfuerzo.

Comencé a sollozar, me arrastré hasta el agua y me lavé el cuerpo. Cuando el agua llegó a mi rostro no pude evitar gritar por el dolor que me causó la sal del mar al entrar en contacto con mis heridas.

Salí del agua todavía sangrando.

Él revisó mi cara de forma concienzuda.

—No te preocupes. Parece superficial —me dijo— Igualmente te quedará una marca.

Me miró a los ojos y agregó apoyando de forma condescendiente una mano en mi hombro.

—Has sido muy valiente. Lo has hecho muy bien.

Me alcanzó el resto de mi ropa. Y me tendió después un pañuelo.

—Apóyalo con fuerza en el rostro hasta que llegues a un hospital. Marcha tranquilo, muchacho. Yo me encargo de la limpieza.

Caminé por la playa buscando la escalera que me devolviera al asfalto.

Deambulé por el paseo marítimo cubriéndome el rostro hinchado con su pañuelo. Rogando por que apareciera un taxi y sollozando por el dolor y la sal que me quemaba en las heridas.

Nunca le pregunté su nombre.

Nunca volví al lugar hasta hoy, exactamente cuarenta años después.

Solo conservo la cicatriz. Y el pañuelo.

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