Marzo. Pueblo fantasma
La niebla rodeaba el lugar, cegando miradas curiosas y ocultando los hechos que los mortales jamás deberían percibir. La luna de sangre se acercaba de forma inminente, y las gentes susurraban plegarias mientras cruzaban las inhóspitas calles a paso raudo.
Cenicienta se abrió paso por la espesura, tiñiéndose de plomizo, cortando el viento con su siniestra mueca. La sangre seca y cuarteada cubría sus níveas manos, mancillando su inocente piel, imitando las venas llenas de hielo.
Se removió con el soplo del viento; un alma en pena buscando salvación, tratando de recordarle los gritos de los seres cuyos cuerpos habían perecido siglos atrás en aquel mismo lugar. Sí, el viento la trasladaba a los recuerdos de mejores épocas. Pero también sacudía su ser con su silencioso grito.
Emergió de la niebla con un paso desafiante, observando el oscuro mundo que se abría ante sus ojos. Un bosque de lápidas se extendía ante ella, tan solo ecos de lo que fue y que jamás volverá a ser. Allí perecían las almas de aquellos que se negaron a aceptar su destino y en consecuencia, el último beso se los llevó a la fuerza, arrancados de la vida como flores.
El tiempo había retorcido los sepulcros dejándolos dentados y asimétricos, por lo que la marcha se le dificultó y el aire se escapó de sus pulmones. Su amado, su amado ahora pertenecía a aquel mundo de sombras y recuerdos. Allí donde había habido fuego pasional, solo quedaban cenizas.
Cenicienta deseó estar muerta. Deseó reencontrarse con su amor en aquel más allá, que aunque sombrío, poseía un aura de calma imperturbable que tranquilizaba su alma.
Fragmentada. Sentía que no pertenecía al mundo terrenal. Una parte de ella había desaparecido. Una mitad irrecuperable.
Rozó las lápidas con dedos llenos de mugre. Del polvo venimos y al polvo regresamos, pensó. Todo sigue un ciclo. Y a pesar de que anhelara rendirse y el peso de su corazón le gritara que se merecía un descanso porque tanto dolor no podía caber en solo un órgano, decidió quedarse.
Más adelante aprendería a convivir con aquel dolor. Y a darle un uso digno del espíritu más noble que jamás pisó la tierra. Pero de momento se conformó con aspirar el pasado, barrer los trozos de su corazón roto y a espirarlos hacia un futuro nuevo.
Y así renacer de sus cenizas, encontrar el perdón y reconstruir el mañana hacia un nuevo propósito. El de guiar a otros hacia esa salvación.
Y fue entonces cuando los caminos de la vida se abrieron y le concedieron la bendición de otra alma errante. Una que ansiaba sacudir el mundo hasta sus cimientos y devorar la corrupción que ahondaba en las mentes de todo aquel que alguna vez abusó del espíritu más puro.
Con el líquido escarlata adornando sus brazos y una sensación de alineación divina, firmaron aquel pacto bajo el amparo de las estrellas y de quien quiera que las observara aquella noche.
Cenicienta y Caperucita: dos caras de una misma moneda.
500 palabras.
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