Enero. Primera vez
¿Por qué han de convivir los ángeles con aquellos que les cortan las alas? Anhelo huir de aquí, pero no puedo abandonar mis raíces para que el leñador se aproveche de la madera. Tendré que esperar a que el tedio lo abrume o que suelte su último aliento. Solo así seremos libres para caminar por los bosques.
Abrumada, Caperucita dejó de escribir. Eso se había dicho la última vez, pero la historia volvía a repetirse y comenzó a pensar en que la inactividad no la sacaría de esa situación.
El leñador volvía a acosar al ángel con mentiras disfrazadas de palabras melosas. A pesar de haber cercenado sus espléndidas alas mucho tiempo atrás —para que no lograse escapar—, este continuaba arañando la piel de su espalda sangrante.
No permitía que sus heridas cicatrizasen y aun así el piadoso ser de luz vivía haciendo oídos sordos con su inamovible sonrisa. No llegaba a percatarse de que aquel hogar ya había sido consumido por las llamas de la maldad, y de que sus cenizas no podrían reconstruirse.
Pobre ángel engañado.
Caperucita aguzó el oído y volvió a oír los gritos que soltaba el ángel entre cada gemido. El lobo se había apropiado del momento.
Unas veces lobo y otras leñador, con la excusa de que él los mantenía vivos. Cuando era el lobo, el argumento era más sencillo.
Porque sin mí no sois nada, decía.
Caperucita apretó los dientes, con el odio corriendo por sus venas; no aguantaba más esa situación.
Día tras día escribía sus vivencias en un diario que guardaba como un tesoro. Escribía para no sucumbir a la locura, para expresar lo que habitaba en su interior y disfrazaba todo en forma de cuento para huir de la realidad.
Ese día fue diferente.
Se había quedado sin páginas y con cada grito del ángel sentía que los hilos de su cordura se deshilachaban a la velocidad del rayo. Cuando oyó el llanto fue el último corte que necesitó para que su razón se rompiera.
Sentía... Ya no sentía.
Se levantó del escritorio y se dirigió a la cocina. Sin dudas ni remordimientos, alzó el cuchillo que usaba el lobo para castigar al ángel. A la luz, el filo reflejó su rostro en una mueca que le revolvió el estómago.
Estaba loca.
Avanzó con sigilo por el pasillo y al llegar a la sala de la tortura, alzó el cuchillo. Recordó todas las veces que había pasado por ahí para socorrer al ángel una vez la tortura acababa. Jamás salía ilesa. Unas veces las manos, otras la espalda. La mayoría, un secreto.
Ese día sería diferente.
Abrió la puerta y descubrió la perturbadora escena que se estaba llevando a cabo. El lobo hincaba los dientes en el cuello del ángel, aprovechándose de las últimas gotas que no había robado de su fulgor.
Su corazón destrozado presentaba un agujero que se iba oscureciendo más y más con cada embestida. La pared resistía el dolor que el lobo causaba en el ángel. Sangrantes nudillos, sábanas podridas con manchas escarlatas oscurecidas.
Enfermo.
Cuando el filo atravesó sus costillas, el lobo aulló de dolor, arqueando la espalda. Con cada puñalada, Caperucita descargó su ira. Disfrutó con cada gota de sangre que manchaba su ropa blanca, tiñéndola de rojo.
Quería hacerlo sufrir de la misma forma.
Y cuando el brillo se extinguió en los ojos del lobo, dejó escapar el aire que había estado conteniendo. Alzó la vista hacia el ángel. Yacía inconsciente a un lado, despojado de la ropa, su única protección y a veces incluso nula.
Caperucita Roja salió arrastrando el cadáver peludo del animal hacia la parte trasera de la cabaña. Pasó toda la noche cavando un agujero lo más profundo que pudo para que llegase al infierno. Limpiándose el sudor con la capa, dejó caer el cuerpo con repulsión.
Antes de que el ángel despertase se encargó de limpiarlo todo para que no le volviese a recordar al leñador que creyó amar y que en su interior albergaba al mismísimo demonio.
No, el demonio era más compasivo.
Encendió la chimenea y quemó cada recuerdo de aquella sombra, incluido su diario. Escupió en sus cenizas y las dejó irse con el viento.
Aquella fue la primera vez que mató a alguien. Pero, con una sonrisa poco inocente, se juró que no sería la última.
722 palabras
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