Quilmes. En la orilla


Mi ciudad.

Joya dorada que baña sus plantas en el furioso río, felino de cabellera oscura, temperamental como su gente.

La sudestada visita impiadosa los caseríos, levantados a resguardo del murallón, que no puede contener la ira del agua. Muchos ojos la contemplan, con la mirada resignada a la costumbre de perder y volver a perder, replegándose como el guerrero para soportar el ataque asestado con crueldad y sin embargo, con la bajante, el hombre de los ojos hundidos y los niños flacos y panzones volverán al hogar... hasta la próxima.

Las personas sensibles, "las otras personas", ajenas a la tragedia —las del Centro— se conduelen volviendo a donar colchones y lavandina, agua mineral y zapatillas en una interminable letanía que jamás acaba; como no acabará la costumbre invernal de Nuestro Río, de llevarse muebles y recuerdos. Destruyendo las fotografías, como queriendo imponer el desarraigo y el odio a ese lugar que consideran suyo.

Luego del temporal, los niños regresan a la playa, a sus juegos de pelota, al ensayo de pesca con cañas improvisadas y al sol quemando sobre el agua. 

A la tarde, los paseos gasoleros de mate y bizcochos, con la vista perdida en "la otra orilla" reconcilia gente y río.

La simbiótica relación se parece al amor, a veces duele, pero jamás dejaríamos de pasar por ella.

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