La última clase
El profesor se jubilaba. Toda la semana fue un ir y venir de preparativo y al final un breve discurso, algunas palmadas en la espalda y las sonrisas falsas de los compañeros de trabajo,—para quien él no era otra cosa que un viejo dinosaurio— marcaban el fin de un camino, que llevaba unívocamente hacia el olvido.
Treinta y cinco años de llegar temprano, de tener todo listo para la clase; de sembrar curiosidad en las mentes maleables y hambrientas de conocimiento. Jamás se tomó un día de licencia,—ni cuando atropellaron a su gato.
—Ahora vas a poder disfrutar de tu vida ¡qué envidia!—repetían por inercia los que se le cruzaban.
¿Qué vida?, si se la entregó a la educación: a esa facultad que le daba la espalda como un producto de descarte, a los alumnos, a la institución, a recaudar fondos... no había una señora, una familia ni hijos con los que discutir un penal.
El profe retiró sus décadas de trabajo en dos cajas de cartón y se despidió de su despacho; varios alumnos lo saludaron en el camino con afecto. Llegó a la casa de barrio donde creció como hijo único y sentado en el sofá, se descerrajó un tiro.
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