El sombrero que extrañaba Buenos Aires


Moreno despertó al mundo en las manos de un artesano del barrio de San Telmo. Entre cintas y alfileres, moldeando sus formas en las cabezas de los maniquíes agolpados en el taller del artista. Mientras el hombre terminaba los detalles, él se miraba orgulloso en los múltiples espejos, observando todos sus ángulos: su fino acabado, el género de pura lana natural, su cinta negra, como las noches porteñas en las que imaginaba destacar. A sus oídos llegaban por otros sombreros viejos y olvidados, que quedaron en el fondo de un baúl de muestras, historias de eventos como la Noche de los museos, la de las bibliotecas, la de las librerías y otros en los que su estética perfecta despertaría suspiros, y dejaría con la boca abierta a los transeúntes con su triunfal aparición, adornando la cabeza de algún joven de porte elegante o alguna dama audaz.

Una tarde, las manos arrugadas y gentiles del sombrerero, lo presentaron ante una mujer bella y muy fina que lo observó con detenimiento y dio su veredicto:

— ¡Perfecto!,—dijo ella—me lo llevo.

Según oyó Moreno, mientras viajaba en su caja de terciopelo, era un regalo para el hijo de la señora que viajaba a Europa con su compañía de ballet a presentar un espectáculo de tango. El obsequio fue bien recibido y el muchacho quiso estrenarlo en el viaje para "familiarizarse" con él ya que compartirían muchas horas sobre el escenario. Fuera del taller y de la caja, el mundo era infinitamente más grande de lo que soñó, lleno de colores y perfumes, lleno de voces y susurros. Era muy feliz viajando en tren, en avión y hasta en barco, respiraba la libertad de un universo nuevo. Pero un imprevisto terminó cambiando esa vida rayana en la perfección y esto fue porque su compañero de aventuras se durmió, junto a toda la compañía, y debieron correr para no perder el avión que los despedía de París. Corrían y el viento aumentaba en la vieja ciudad del romance, corrían y no supo en qué momento, se desprendió del abrazo que lo sujetaba al bailarín... y voló sin destino, asustado por la incierta fortuna que lo esperaba. Pasó por ciudades adoquinadas, por amplios jardines, temió acabar en las profundas aguas del Río Sena y sopló con fuerza, para expulsar su cuerpo hacia arriba. Vagó durante días entre nubarrones grises, hasta que el aguacero lo empapó haciendo que pesara demasiado para sostenerse y cayó agotado en un callejón oscuro y maloliente. Un par de vagabundos se lo disputaban a golpes de puño y fue arrastrado al  barro impregnado de cenizas, de las fogatas con que los hombres se calentaban las manos. Los meses siguientes fueron peregrinar, entre callejuelas de olores nauseabundos, revolviendo contenedores de basura macerados en alcohol barato. Los tiempos de esplendor quedaron atrás, el brillo del aplauso se apagaba en un rincón de la memoria. En una de sus épicas borracheras, el dueño temporal se lo olvidó y lo encontró un niño, que lo llevó al huerto de su abuelo para vestir al espantapájaros. Esa zona del país estaba visitada por muchos turistas y allí, una fotógrafa que pasaba se extrañó de aquel hombre de paja del  fino sombrero atacado por las inclemencias del tiempo y, cuando miró en su interior, reconoció el origen del viajero y se lo pidió al dueño.

—Es un regalo de mi nieto, si a él no le molesta.

—Es que es de mi país, me gustaría llevarlo a casa. Te lo compro—ofreció al niño.

—No se preocupe,—afirmó reflexivo aquel pequeño—si quiere llevarlo a casa se lo regalo.

Entonces, la fotógrafa, que volvía en pocos días, se lo presentó a su hacedor. Si Moreno hubiera tenido lágrimas, hubiese llorado hasta inundar el taller del anciano.

—Sí, este lo hice yo hace dos años, pero parece que pasó por una vida difícil, creo que puedo restaurarlo, no quedará nuevo pero haré el intento.

Y así lo hizo. El reflejo del espejo le decía al resucitado que tendría una segunda oportunidad, lejos de la soberbia y de la ambición, de creerse único y merecer los aplausos. Sabía que su salvadora era una artista y, por ello, no se manejaba con los códigos del dinero sino del amor. Ahora pasean por la ciudad conocida, por su humedad cordial y cómplice. Camila lo guarda todas las noches junto con un beso al lado de su cámara,— con la que aprendió a llevarse bien, ya que comparten el afecto de la muchacha— y ella se ha asegurado de no perderlo, tomando la precaución de pedirle al sombrerero que le agregue cintas, para sujetarlo en caso de que llegara un sorpresivo viento.



Este relato está dedicado a la dulce @Caseand,imaginando el momento en el que sus bellos ojos lo lean, cómo si le contara un cuento a uno de mis hijos.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top