Una estrella de la Tierra

Érase una vez una niña grácil, alegre y pequeñita. También era una niña algo rebelde, despreocupada y revoltosa. Pero nada de aquello podía encasillarla ni hacerle sentir mal en ninguno de los sentidos.

Si tuviéramos que definirla, tal vez empezaríamos diciendo que tenía el pelo largo, liso y castaño. Seguramente continuaríamos por sus grandes ojos y su pequeñita boca (muchas veces con la lengua fuera). Probablemente haríamos especial énfasis en sus orejas grandes y redondas, creo que eran algo más grandes que las del resto de niñas de su edad.

Pero si me preguntaras a mí, probablemente te diría que la característica más destacable de Giselle era su poder.

Era un poder aún en desarrollo.

Era un poder diminuto, dulce y, a veces, algo revoltoso. Justo como ella.

Era un poder del cual nadie sabía absolutamente nada. Pero que ella solía usar para hacer trastadas. Y otras veces, sólo de vez en cuando, (muy, muy de vez en cuando) lo usaba para ayudar a su mejor amiga.

Y es que Giselle tenía la gran capacidad de hablar con las estrellas.

La niña las consideraba sus mejores amigas. Les contaba toda clase de historias y ellas le contaban todo lo que veían. Ella les contaba cómo había descubierto a su padre tomando mermelada directamente con el dedo, cómo había visto al profesor caerse al suelo y levantarse fingiendo que no pasaba nada, cómo había cotilleado en la taquilla de su mejor amiga y había encontrado su diario lleno de corazones y nombres escritos en sus páginas.

Pero ellas ya lo sabían. Ellas conocían los secretos de cada uno de los humanos que había pisado el planeta Tierra. Ellas sabían todas las historias, guardaban sus recuerdos en frasquitos de cristal y los coleccionaban con gran recelo.

Y a veces, de vez en cuando (con más frecuencia de la que ninguna admitirá jamás) le confiaban un frasquito a Giselle.

Su habitación estaba anegada en botecitos de colores. Sus padres no sabían de su procedencia, pero simplemente creían que su niña coleccionaba botes de yogur y les metía arena. Aunque eso no fuera del todo cierto, ellos vivían felices creyéndolo.

Un día Giselle llegó a casa muy apenada. No entendía por qué la habían llamado al despacho del director. Ni por qué le habían dado un sobre sellado.

En él había una carta de expulsión.

«Su hija ha sido expulsada por mofarse del profesorado».

¡Pero qué había hecho! Sólo había observado (tal vez en voz alta) que el profesor se había rascado el trasero. El resto de alumnos no pararon de reírse del profesor en lo que quedaba de clase, y fue por ello que el profesor la mandó al despacho del director.

Giselle, con toda la buena intención del mundo, se había callado los otros secretos que conocía del profesor Del director sabía que, cuando nadie miraba, se tiraba pedos en frascos de cristal y los embotellaba para poder olerlos. Y de la profesora de inglés sabía que se había declarado a la profesora de naturales pero que había sido rechazada.

Ella sabía que conocer esos secretos era poseer un gran poder. Sabía que podría salvar el mundo cuando conociera el secreto de un asesino. Pero también era consciente de que podía meterse en un buen lío si usaba mal sus conocimientos.

Esa misma noche, Giselle, que tenía la cara deshecha en lágrimas, decidió preguntar por el mayor secreto del ser humano.

Sabía que las estrellas no se lo iban a contar. Y sabía que nunca conocería los misterios más recónditos de la especie humana, por mucho que sus amigas celestiales lo hubieran observado todo como si fuera una película.

-¡Decídmelo!- La niña replicaba con una gran pataleta. Nadie le hacía caso. Las estrellas callaban y la Luna se escondía, muerta de vergüenza.

-Es que sólo lo sabe la Estrella Polar- musitó la estrella central del cinturón de Orión.

-Pues quiero hablar con ella- la voz de Giselle sonaba entrecortada.

Hipó.

Y la estrella más cercana a la niña se la llevó de la mano.

Sorbió los mocos y se los secó con la manga del pijama.

-Hola, niña humana- la voz de Polar era dulce y profunda. Giselle tenía la sensación de que, de tan profunda, se le había metido en la cabeza. -¿Qué quieres saber?- Polar sonreía risueña y despreocupada.

-El secreto más profundo de la humanidad. El misterio que aún falta por desentrañar. Lo más oscuro, tenebroso, escandaloso, gracioso o fastidioso que sepas de los humanos.

-Quieres vengarte- susurró Polar, afirmándolo.

La niña se quedó muy quieta. Sabía que si confirmaba, no le dirían el secreto. Pero si desmentía, estaría mintiendo a la estrella más brillante del firmamento. Optó por callar.

-Quien calla otorga, niña humana. Sólo si eres capaz de superar la prueba heroica más difícil que jamás se haya planteado, serás digna de esa respuesta.

Dicho y hecho, Giselle se plantó en el borde del cielo y miró hacia abajo. Sólo una espesa negrura invadía todo cuanto veía debajo de sus pies.

-¿Qué tengo que hacer?- Quiso saber ella.

-Eso tendrás que descubrirlo-, respondió Polar, empujándola al vacío.

Y Giselle se precipitó.

Y cayó.

Y siguió cayendo.

Y nunca tocaba el suelo.

De repente, despertó. Su cuerpo dio un sobresalto y abrió los ojos de golpe.

¿Había soñado que se había caído? ¿O realmente le había pedido aquella locura a la Estrella Polar?

La niña quiso salir de la cama pero bajo sus pies sólo notó hierba húmeda y raíces. Estaba duro, frío y pinchaba. El pijama a rayas le quedaba algo corto y el frío se colaba por todos los huequecitos que podía. Tiritaba tanto que notaba sus dientes chocando entre sí, sus huesos pedían más mantas y pensó que se rompería en mil y un pedazos si seguía así.

Justo por eso, decidió ponerse en marcha.

Cruzó un puente de madera medio en ruinas.

Bordeó unas ruinas del castillo de una princesa.

Siguió los pasos de princesas, reinas y duquesas por senderos en el bosque.

Y observó por encima el bosque subiéndose a las copas más altas de los árboles.

Más allá (mucho más allá), pasadas las ruinas, los bosques, la niebla, las montañas y los desiertos (muy, mucho más allá) pudo divisar, algo más allá del horizonte, el techo de un edificio.

Tardó días en acercarse.

Tal vez semanas.

Puede que meses.

Su estómago rugía. Y aunque sólo era una niña, ni aventurera ni cazadora, las estrellas (que en realidad eran sus aliadas) le daban de comer siempre que la Polar dormía.

Una tarde calurosa, Giselle llegó a los pies de la torre. Era un edificio alto, grande e imponente en medio de una llanura. Era un gigante en medio de la nada. La niña contó que debía tener, aproximadamente, centenares de pisos.

Probablemente ahí se escondiera el tesoro. Aquello que Polar le había pedido que encontrara.

La niña entró.

El edificio por dentro no era mucho más grande de lo que ella habría esperado. Era una habitación circular sin nada más que una escalera de caracol infinita situada en, exactamente, el centro de la torre.

Primer piso: nada.

Segundo piso: aún nada.

Tercer piso: más nada.

Cuarto piso: un escarabajo muerto.

Quinto piso: una cajita.

Giselle fue a abrirla. Tuvo miedo pero lo hizo. Dentro sólo había una llave oxidada.

Así que optó por seguir subiendo.

Sexto piso: nada.

Séptimo piso: nada.

Octavo piso: una ventana y unas vistas impresionantes.

Noveno piso: un cofre de madera húmeda.

La niña cogió la llave (que por suerte había guardado) y probó de abrir el cofre.

Dentro había algo espectacular. Algo brillaba con intensidad. Era como una gema luminosa cuyo centro emitía imágenes. Era como una película portátil.

Giselle tomó la fuente de las imágenes y salió al exterior.

Por alguna razón, las estrellas habían desaparecido del cielo y sólo brillaba la Polar con muchísima intensidad. Giselle buscó el camino hacia ella durante días pero sólo hacía que perderse. No fue hasta una semana después que la Estrella la guio hacia sí.

-¿Por qué has tardado tanto en recogerme?

-¿Eso que traes es la Estrella de los Recuerdos?- la Estrella Polar sólo tenía los ojos fijos en una cosa.

-¿El qué?

Polar se la arrebató de las manos y empezó a deslizar los dedos sobre ella, observando todas las imágenes que la Estrella de los Recuerdos proyectaba sobre las nubes.

-¡Lo has conseguido! ¡Has conseguido recuperar mis recuerdos y, con ellos, todos los de la humanidad!

Giselle estaba muy perdida, pero asintió con fuerza.

-¡Quiero el secreto! ¡Quiero el secreto de la humanidad!

Ella lo que quería era solamente vengarse de su profesor y el director: aquellos que le habían arrebatado la posibilidad de asistir a clase. Aquellos que le impedían ver a su mejor amiga. Aquellos que le impedían quedar con sus amigos para burlarse de los secretos más absurdos del profesorado.

-Verás, niña humana: cuando un humano muere puede decidir en qué convertirse. Yo elegí ser estrella y aquí estoy, velando por la seguridad de todos vosotros. Otros, simplemente, pueden optar a convertirse en gusano de tierra.

Giselle pasó muchos años reflexionando sobre El Secreto.

Ochenta años después, aquí estoy yo: su mejor amiga contando su historia. Porque ahora ella es aquella estrella tan brillante que ves en el cielo, junto a su nueva mejor amiga: la Polar.

Y el profesor de matemáticas y el director acabaron convertidos en gusanos de tierra que un día atropellamos sin querer con la bici.

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