El oso y la hija del bufón Sin Título



I.

Había amanecido muy temprano. El príncipe de la osuna dinastía "Tillas del Bosque", el hijo de la reina Cole Tillas del Bosque, el gran osezno Aitor Tillas del Bosque, se había despertado, como todas las mañanas, con hambre.

—¿Hay miel para untar sobre las cortezas de árbol? —preguntó a mamá, que interrumpió su bostezo al sentir en su globosa barriga los saltos de su bebé.

—¡Siempre te levantás tan temprano para hacerme cosquillas! —dijo mamá entre risas.

Desde el castillo de la otra orilla del lago, la pequeña Ema, hija del bufón del rey, pensó: "¡Qué enojados deben estar los osos para gruñir tan fuerte!"; y como ya no pudo dormir, corrió a la pieza de papá para despertarlo con unas piruetas que había aprendido de él, y carcajearon juntos hasta la debilidad.

—¡Pa! ¿Hay miel para untar sobre el pan?

Aitor, cuando el viento traía desde el castillo las carcajadas, se asustaba. Le parecían feroces los ruidos humanos. Recordaba los inventos mortales que tronaban en el monte, cuando cazaban a sus habitantes peludos. Pero siempre le dio curiosidad saber qué había dentro de aquella selva de ladrillo. Y qué les hacían a los cachorros humanos, que eran tan tiernos, para que después, de grandes, fueran tan violentos contra los palacios de árboles, y contra los osos. Se preguntaba si habría algún humano bueno que le enseñara a hacer piruetas, como a su tía Pelo Tillas del Bosque, que se había escapado de ellos después de muchos años de estar presa en el circo.

—No son malos —decía tía Pelo. —Es que viven encarcelados en sus pensamientos. Ellos construyen jaulas de hierro, nos encierran, y nos obligan a hacer acrobacias para hacerse grandes junglas de cemento. Y ellos creen que son libres dentro esas junglas, pero cuando visitan nuestros palacios de hojas, solo piensan en derrumbarlo todo para construirse más montes de ladrillo que no les dejan respirar. Es que son muy primitivos, aún no lograron evolucionar la especie hasta conseguir la libertad completa, como nosotros, que somos puro amor.

La tía Pelo era una leyenda. Había sido atrapada por unos cazadores de pequeña, y de grande, había logrado escapar. Sabía hacer acrobacias con troncos de árboles. Pero nunca quería contar cómo aprendió todo eso. Y a Aitor, ese misterio lo apasionaba. Además, le daba tremenda curiosidad la naturaleza humana.

II.

Ema era una gran apicultora. Salió del castillo a buscarse su miel. Pero las abejas del lado del castillo estaban revoltosas esa mañana. El hambre era tan voraz, que se tomó de su pelota y nadó a flote hasta el otro lado del lago, donde estaban los mejores panales. En la misma dirección, salió Aitor marchando para, por fin, desayunar. Enorme fue su sorpresa cuando encontró a una humana feroz, con aquel dispositivo inflado multicolor, mojada, con unos gruñidos humanos que lo hacían temblar. ¿Qué haría? Lejos de mamá para que lo defendiera, decidió regresar, pero un pasito rompió una rama, y el crujido lo delató. Ema abrió muy grande los ojos. Se quedó quieta mirando a Aitor. Era pequeño, hasta tierno, y sonrió.

"Me está mostrando los dientes", pensó Aitor asustado, "pero su invento redondo es como el que la tía Pelo decía que era para hacer equilibrismo".

"Me tiene miedo", se dijo Ema, "pero le gusta mi pelota."

Ema la tomó entre las manos y la acercó a Aitor.

—No te asustes, Osito —le dijo, pero enseguida percibió que era al oír su voz que Aitor entraba en pánico. Y se calló. "Tiene que existir un idioma que podamos hablar, que no de temor al otro".

—Quiero saber cómo funciona tu máquina —dijo Aitor, arriesgado, y también un poco confiado en que la cachorra no le haría daño. De inmediato, notó cómo la suavidad de su acento sudamericano la hizo dar un paso atrás a Ema. Entonces, él también se quedó en silencio. La pequeña volvió a exhibir la dentadura, pero al osezno ya no le dio miedo; "aquí no se huele maldad".

III.

Ema se acercó con la pelota, despacito, cautelosa, preparada para defenderse si el oso reaccionaba. Aitor la esperó quieto, listo para huir si la cachorra sacaba las garras. La humana se detuvo y bajó la pelota al suelo. Aitor, curioso, se acercó también. Tomó la pelota y la levantó. Se le resbaló de las manos, y rebotó. Aitor retrocedió. Ema recogió la pelota y la volvió a colocar en el mismo lugar. Aitor volvió a dar pasos adelante. Trató de poner una pierna arriba de la pelota, luego la otra, pero no pudo sostenerse, y ¡pum!, se cayó. Levantó las nalgas para sacudirse la arena del pompón de la cola. Miró hacia arriba y vio la garrita de Ema extendida para ayudarlo a levantarse. Los gruñidos de ella ya no le parecieron tan fieros. Puso, otra vez Aitor, la pierna sobre la pelota, todavía tomado de la mano con Ema. Ema extendió la otra garra, y Aitor la tomó. Puso el otro pie sobre la pelota, se subió, y, con el apoyo de su amiga, se equilibró. "Después de todo", dijo, "los humanos más sabios usan los mejores inventos para cosas de verdad importantes", y se sostuvo solito.

Unos truenos en el estómago les recordaron que había que desayunar. Mientras Aitor seguía dando vueltas a la pelota, Ema trató de sacarse un poquito de miel de un panal, pero las abejas estaban revoltosas allá también. Aitor, al notar lo primitiva que era la pobre al tratar de procurarse su alimento, se acercó, bajó la celdilla más jugosa, y alimentó a la cachorra.

A partir de esa mañana, hubo una cita diaria en aquel lugar escondido. Ema traía todos los extraños artefactos para jugar, esos que su especie había inventado. "Vuelve siempre", intuyó Aitor, "porque la alimento".

—Los humanos no solo inventamos rifles, también tenemos tecnología muy buena —dijo Ema, y le puso el sombrero de bufón. Trajo una computadora portátil, libros de cuentos, cajitas de música, robots. También, para devolver los manjares, a veces llevaba comida. La leche chocolatada con las tortillas de miel eran las preferidas de Aitor, que se había dado cuenta de que las personas las inventaban usando ingredientes que él bajaba para Ema.

Se convirtió en su juguete preferido, después de la pelota, claro, un curioso aparato con el que podía escuchar desde lejos los gruñidos de otros humanos. "Qué simpático, se pelean cuando están cerca, pero de lejos, quieren escucharse". De alguna forma, funcionaba entre los árboles para oír a Ema cuando ella estaba en la otra orilla del lago. Aitor solo tenía que levantar el teléfono si rugía el tono, y del otro lado, rumiaba ella.

—Un día, cuando ya nadie te tenga miedo, te voy a invitar al castillo —dijo por el tubo una mañana Ema a Aitor. —Hay más inventos como los que te gustan.

Y Ema y Aitor Tillas se desplomaron gruñendo de la risa cuando ella dijo sin darse cuenta:

—Y también, hay tortillas.


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