Área 133




—¡Sálvenme! —gritó Pacmán escapando de la araña que lo seguía alrededor de toda la sala. —¡Me quiere morder, masticar y digerir!

—¡Por favor, hijo! ¡Vos podés volar y ella solo sabe caminar! —y mamá lo tomó entre su sábana ofreciendo protección. —Sicarius solo quiere jugar, te sigue porque quiere ser tu amiga. Ya ves cómo le tirás su mosca de goma y ella te la trae entre sus quelíceros.

—¿Sus queli qué?

Todos los intentos de la madre fantasma por hacer que su hijo pierda el miedo eran inútiles. Pacmán lucía fiero; con los agujeros negros, terroríficos, de sus ojos asustaría a cualquiera en la noche —también de día— pero no era capaz de desarrollar muchos talentos porque tenía temor, literal, a todo. Mamá había traído simpáticas serpientes, amigables alacranes, escolopendras llenas de veneno perfumado, pero todos tenían que ser devueltos porque Pacmán no podía bajar del techo de tanto pánico. Desde que había llegado Sicarius, la mascota más saltarina, todo había empeorado. En vez de lograr su amistad, Pacmán ya no podía ni asustar de susto. Pero mamá se había encariñado con la juguetona de seis ojos, y le daría mucha pena volver a darla en adopción. Era la última oportunidad de tener una mascota. Además, ¿a quién se la daría?; se habían mudado hacía poco a aquel centésimo trigésimo tercer piso abandonado de Londres. Todavía no conocían a nadie en Inglaterra. Madre Fantasma pensó que sería más fácil para Pacmán superar las fobias en una ciudad gris; la playa latinoamericana de la que venían tenía demasiados arena y sol: muy estresante. En el último piso de la torre se sentiría más seguro cerca del techo, su refugio.

El día no había durado nada. Ya era de tardecita y era hora de despertar.

—¡Pero mamá, ni siquiera entró del todo el sol!

—¡Arriba, hijo, que la noche es muy corta! —y mamá prendía el holograma para conectarlo a las clases online. —Vas a tener que ser más aplicado desde hoy, que empiezo mi nuevo trabajo, y hay que colaborar con Feliscatus para mantener la casa siempre bien ordenada. Te dejé la lista de tareas pendientes que mandó tu maestra, no te olvides de alzar todo al holoroom. Acordate de que tenés que terminar tu proyecto escolar. Y, si no llego antes del amanecer, no hagas siestas de medianoche y acostate a dormir tarde.

Pacmán ni siquiera podía pensar en un tema para el proyecto; moría de miedo por si, como el año pasado, reprobaba y tenía que estudiar en vacaciones. Pero no era capaz de hacer la tarea por lo mismo: miedo.

La niñera Feliscatus, una gata negra rechoncha, era buena, pero cuando Sicarius correteaba a Pacmán, ella siempre estaba dormida. Feliscatus trataba de mostrar a Pacmán lo inocente que era Sicarius dejándola saltar para tomarla del aire y aplastarla, pero solo un poquito, con la garra derecha. A Sicarius no le gustaba mucho el juego, entonces, se escondía en su agujero de la pared, abrazada a su mosca de goma, hasta ver a Feliscatus dormida.

Esa noche ocurrió algo inesperado. Feliscatus soñaba profunda. El picaporte de la puerta chirrió. Dos niñas ingresaron llenando de claridad el salón con sus linternas.

—¡Es genial! —dijo la más pequeña al ver telarañas en cada esquina. Tenía un acento inglés interesante, perfecto, con erres desde la garganta y con vocales que sonaban como flauta, muy distinto al castellano moreno y fiestero de las tierras tibias de Pacmán.

—Vamos, Alma, que esto sí da miedo.

Pacmán miraba tiritando desde arriba de la heladera. Los niños eran lo más atemorizante que podía existir.

—¡Pero si los fantasmas no existen, Luna!

Feliscatus dejó reflejar sus ojos y maulló un gruñido. Sicarius, curiosa, salió de su agujero a ver.

—¡El frasco, Alma! —. Luna separó la tapa del envase de vidrio, y, ¡zas!, Sicarius fue capturada. —¡Es la especie más rara que haya encontrado nunca!

Feliscatus sacó las garras, encorvó el lomo e infló la cola. Pero cuando Luna acercó la mano a su lomo, se rindió al instante a las caricias y empezó a sobarse con las caderas arriba. Viendo el escándalo, Pacmán pensó que había que hacer algo. Pero el terror lo dejó ahí, en una esquina de su oscuridad, paralizado. Las niñas metieron el frasco en la mochila, pincelaron una vez más la habitación con las linternas, y se fueron.

Llegó mamá. Le habían advertido de las peligrosas exploraciones urbanas que se hacían en Inglaterra. Pero ella no era supersticiosa.

—¡No estoy loca! ¡Me hipnotizaron! —se excusó la gata. —Ya sabes cómo los humanos hipnotizan a los felinos.

—¡Por favor! ¡Los niños no existen, Feliscatus!

De todos modos, llamó en secreto a los caza-niños. La prensa publicó el terrible secuestro de Sicarius, e Inteligencia Sobrenatural inició su búsqueda. Pero lo que más preocupó a mamá fue que su pequeño no tenía en absoluto defensas. Si Pacmán tan solo hubiera intentado decir "gua", tal vez Sicarius seguiría en casa. La cerradura fue reforzada. Inteligencia Sobrenatural puso un asustador profesional en el ascensor, y recomendó cucarachas entrenadas para las escaleras. Mamá abrazó triste la mosca de goma.

Pero nada de aquello sirvió. Pasó el día, y a la noche, volvió a crujir el picaporte.

—Mira, Alma. Alguien lo aseguró. Necesitamos la llave maestra.

Pacmán volvió a su esquina del cielorraso. La linterna iluminó el salón. Alma descargó un plato de la mochila, y lo llenó de leche. "No la tomes, Feliscatus" pensó inútilmente el fantasma, que ya vio los bigotes blanqueados. Luna bajó una plantera con una pequeña tuna.

—La voy a poner aquí, y mañana volveremos a verla. ¡Chau, gatito! —y se fueron.

Pacmán bajó despacito. Observó el fantástico tallo que sobresalía. ¡Qué hermoso arte! Nunca había visto una planta de cerca. Era apasionante. Pero dio un salto y volvió a pegarse al techo al ver a Sicarius desenterrarse y enterrarse alegre en la arena que cubría las raíces.

—¡La devolvieron! —ronroneó Feliscatus con la barriga agrandada.

Pacmán, al ver que su niñera no convulsionaba ni moría, empezó a pensar que estas humanas no eran tan tóxicas. Devolvieron la mascota y hasta trajeron un regalo. Pero, aun así, desconfiaba de sus intenciones: algo radiactivo podría haber en esas espinas; antenas, o micrófonos para espiarlos. Decían los mitos urbanos que los niños no tenían nada que hacer, entonces, solían dedicarse a inventar tecnología extraña y evolucionar el mundo. Empezó a acercarse de a poco a su arañita. Se preguntó por qué tenía tanto miedo. Había cosas mucho más terribles para temer. Los humanos, por ejemplo, que vienen con aparatos a infestar su casa. Siempre había sospechado que sí existen. Estaba demasiado ansioso por saber qué era una planta, hasta que, sin darse cuenta, tenía los dedos de tela blanca puestos en la arena donde jugaba Sicarius. Cuando Sicarius salió, la cosquillita de las ocho patas ya no lo asustó.

La noche siguiente, Pacmán temía un poco y se ilusionaba a la misma vez. El giro del picaporte lo inquietó menos. Feliscatus ya no tenía ningún reparo en recibir caricias y leche.

—¡Mira, Alma! ¡Yo sabía que no iba a abandonar la arena, porque es su hábitat natural! Se debe sentir como en su casa del desierto. Alumbra aquí —. Luna sacó el celular y acercó más la vista. Pacmán, menos tembloroso y más curioso, se acercó también observando el mismo punto donde Luna dirigía su vista. Se colocó detrás de la tuna. Y, ¡clic!, se encandiló con el flash. Las niñas se dieron media vuelta, Luna enfocó desde el frente el celular con su derecha, hizo un número dos con los dedos de la izquierda, frunció la boca, y, otra vez, ¡clic!, una selfie.

Inteligencia Sobrenatural había puesto un observatorio para investigar a las supuestas entidades que visitaban cada noche el edificio abandonado con sus objetos raros. Desde 1902 nadie subía a la torre; los humanos tenían una aversión incomprensible a ese mundo que era tan normal. Pero, mejor. La existencia humana era desconocida e inexplorada, y muchos no creían en su presencia. Inteligencia selló el piso y lo llamó "Área 133". Ningún fantasma tenía permiso de pasar. Pero no desalojaron a la familia de Pacmán porque era él quien tenía la capacidad de captar aquellos espectros especiales. ¿O solo tenía mucha imaginación?

Ya de noche, abrieron la puerta.

—¡Tiene que estar detrás de la planta! —Feliscatus se quedó esperando la leche.

—Es muy arriesgado, Luna. Además, tal vez sea solo un efecto de luces de tu celular.

—¡Claro que no, Alma! ¡Está muy claro en la foto! ¡Mírala otra vez! ¡Ahí, detrás de la tuna, el fantasma salió en la toma!

Pacmán se bajó y miró desde sus espaldas el aparato. ¡Qué apuesto era, pálido y atroz! Se vio por primera vez en una pantalla. Se movió para ponerse otra vez detrás de la planta, esperando salir en una nueva foto, y en el camino se tropezó con el plato. Alma quiso correr. Pero Luna giró buscando de dónde venía el ruido. Y, recordó servir la leche.

—Muéstrame, gatito, dónde está el fantasma.

—¿No tienes escrúpulos, Luna?

Pero Feliscatus ahora tenía alimento que beber y la indiferencia era su mejor virtud. Luna se acercó a la planta. Volvió a enfocar la cámara frontal. Pacmán hizo un dos con sus dedos de sábana, y frunció el agujero de la boca, como había aprendido de Luna.

Otra mañana, cuando regresó mamá, miró extrañada la mosca de goma rebotar, y a su hijo esquivar los saltos de Sicarius, pero no por horror, sino entretenido en un juego lleno de risas.

—La maestra me envió un audio diciéndome que tu proyecto escolar fue muy interesante. ¿De dónde sacaste tanta información sobre el desierto, sus arañas y sus tunas?

Pacmán solo sonrió. Mamá se acercó a la heladera para tomarse un jugo. Pegada en la puerta había una fotografía impresa con dos niñas, una asustada y otra sonriente. En los brazos de la más pequeña, Feliscatus. Sacando las patas de la arena, Sicarius con su mosca. Y por detrás y un poco arriba, Pacmán con cara de pato y haciendo "paz y amor" con los dedos.

Cuando el jefe de Inteligencia acudió al llamado de mamá y vio la foto, dijo:

—Se perdió el respeto. Los niños ya no asustan y los fantasmas ya no tienen miedo.

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