Agua del Amazonas

I.

—¡Tenés que volver, Agua! ¡Nuestras casas!

La cara del guacamayo, que vino a interrumpir su baño, estaba descompuesta de susto. Agua sacó un poco más la cabeza del río y vio el humo negro que se subía hacia el cielo. Consiguió escalar por la barranca, pero las gotas que cayeron de su pelo áspero mojaron su terreno y volvió a resbalarse al agua. Lo intentó de nuevo, y esta vez sí consiguió llegar al pasto. A lo lejos, donde los árboles se condensaban, el más alto de ellos ardía entre un fuego anaranjado. Agua, carpincho joven, hembra, que, a diferencia de su familia, era la solitaria, esta vez fue asaltada por el miedo de perder a todos. A medida que corría con torpeza, el fuego se expandía. Juancho, su vecino, el guacamayo, sobrevolaba con la misma adrenalina el camino de Agua, hasta que vio que ella se quedó detenida por una hilera de enanos amarillos, que asperjaban la selva con sus mangueras gordas. Juancho tampoco pudo pasar el nubarrón de humo que oscureció su vista. Jadeó un poco, trató de planear, sintió el vértigo de la caída libre, se extendió todo lo que pudo, se elevó un poco, hasta que sus alas se debilitaron del todo y su vista se nubló. Agua sintió el peso de su amigo desplomado sobre su lomo. Vio acercarse a él las manos de uno de los enanos, y vio cómo lo colocaron en una caja con agujeros. Otro par de guantes aprisionó ahora su barriga, pero ella logró escurrirse.

Corrió ahora en sentido contrario. Pero hacia allá no estaba su casa, ni era la dirección en la que habían llevado a Juancho. ¡Dios mío! ¿Qué hacer ahora? ¿Tratar de pasar la barrera de enanos enmascarados para buscar a su amigo? ¿Inmolarse para tratar de salvar a su familia? El calor alcanzó su cola, y se hacía cada vez más insoportable. No podía respirar. Tenía que correr. ¿A dónde? Miró una vez más, y se alejó de todo lo que alguna vez fue su casa.

Volvió a la costa del río.

—¡Hilario! —gritó desesperada— ¡Ayudame!

El agua se removió y un par de ojos salieron a la superficie. Al verla respirar agitado, empezó a serpentear el lomo, y nadó hasta Agua, que al ver al caimán se puso a llorar.

—¡Agua! ¡Tenés que tranquilizarte para contarme qué pasa! —le dijo con toda la boca, pero al respirar el humo, entendió.

No era el primer incendio.

—¡Pero este llegó hasta mi casa! ¿Habrá llegado? ¡Tal vez el fuego tomó lo de alrededor, pero no a mi familia! —dijo con voz temblorosa, triste, muy triste, suponiendo una suerte casi imposible. — Y Juancho... —y no pudo decir más.

—¿Qué pasó con Juancho?

—¡Los enanos lo llevaron! ¡Todavía respiraba, yo vi!

—¿Están los enanos del bosque? —Hilario sacó las dos patas de adelante para acercarse más a Agua—. Cuando ellos están, siempre hay incendio.

Los enanos del bosque habían dejado de ser solo personajes de los cuentos, simples mitos, cuando fueron vistos desde el primer incendio, o en cada desastre de esas tierras amazónicas. Temibles y mucho más feroces de lo que había visto la Blancanieves de un tiempo lejano, para cada desgracia ellos, por casualidad, solían estar ahí, con sus botas enormes, sin dejar ver su rostro ni sus manos, como una secta maldita. Su obra más terrorífica era aquella de llevarse en cajas a los animales caídos, que nunca regresaban. Agua e Hilario nunca se imaginaron que esta vez le tocaría a Juancho, el chismoso, dramático, pero noble como ninguno. Hilario sabía lo que estaba sintiendo Agua. Él mismo se había quedado solo en aquel remanso. Sapiens infiltrados habían depredado a su familia. Él, tal vez por ser el de la boca más grande, siempre había logrado escapar. Se quebró en lágrimas, no de cocodrilo, sino de verdad, las de un caimán macho, al ver a Agua sin poder hacer nada. ¿Qué hacer para ayudarla? Invitarla a vivir en su río. Soportaría como un buen amigo todo lo que vendría después: los porqués sin respuestas, la sensación de haber podido hacer algo más, la culpa de no haberlo hecho, la certeza de que tenía que haberse quemado con ellos, haberse asfixiado con Juancho.

—¡Ya sé! —se irguió de pronto Agua—. ¡Vamos a buscar otro camino!

—Pero yo...

—¡Esta selva es gigante, Hilario! ¡El río es tortuoso, Juancho me dijo! ¡Tenemos que buscar otro camino rodeando todo desde la otra orilla!

Lo que Hilario no pudo decirle es que, aunque muy aligatórido, no dejaba de ser un reptil; sus patas eran muy cortas para hacer un viaje rodeando toda la Amazonía. Sin embargo, terminó haciendo lo que hace un buen amigo:

—Subite, carpincho. Te voy a hacer cruzar a la otra orilla.

No podían ir por el cauce porque no había forma de saltar algunas cascadas hasta mucho río abajo. Aunque Agua sabía nadar, se montó al lomo de Hilario, y navegaron hasta la otra barranca. Como el caimán sabía que las patas de un carpincho también lo traicionaban a veces, la hizo caminar hasta la proa, y abrió grande la boca para elevar a Agua hasta la tierra. Agua, que se había mojado un poquito, dejó escurrir las moléculas de río, mientras pensaba que no quería ir sola, pero que, si Hilario no quisiera venir, estaría en su derecho, y que además necesitaría siempre mojarse, no soportaría caminar arrastrando la barriga todo el viaje entre las hierbas y los troncos. Entonces, emprendería de todos modos el viaje sola, pase lo que pase; ya no tenía nada que perder. En lo que se dio la vuelta para despedirse resignada, Hilario ya estaba sacando la cola del agua:

—¡Vamos!

Entre un par de amigos que ya no tenían nada que perder, de pronto vieron que se tenían, y eso sí que no podía perderse. Y se fueron.

II.

Ya habían hecho medio semicírculo completo bordeando la corriente, cuando un movimiento de las ramas secas los asustó.

—No es nada. Seguro fue un tití de panza roja. Hay muchos de este lado de la orilla.

—Yo sé qué es —susurró Agua—. ¡Movete, bicho palito! ¡Ya sabemos que estás usando el mimetismo para engañarnos!

Y... ¡zas! Una mirada felina traspasó los ojos del carpincho petrificado.

—También hay muchos yaguaretés —prosiguió Hilario, mientras estiraba la comisura de su boca para que se vieran más piezas de su dentadura espeluznante.

Para ver qué depredador era más feroz, el yaguareté exhibió sus colmillos. Agua, inmóvil, como en una competencia de reinas de belleza, separó un poquito los labios y sonrió mostrando sus incisivos de roedor. Los depredadores feroces se miraron, y ahora sí el yaguareté abrió la boca de verdad, pero para desmoronarse en una carcajada. Enseguida, al ver los ojos achinados de Agua, rojos de llanto y humo, suspiró y se sentó. Movía la cola de un lado a otro, dando latigazos al aire. Hilario seguía sin bajar la guardia. Del otro lado se solía decir que los yaguaretés de este eran tan hambrientos, que se comían hasta a los lagartos más amargos.

—¿Qué hacen en estos territorios dos nadadores tan —qué calificativo usar— caminantes?

—Le sugiero que deje el sarcasmo —contestó con la mandíbula tensionada el caimán—, que mi amiga busca a su familia. Y también buscamos a un amigo secuestrado por los enanos amarillos. Ni siquiera sabemos si están vivos o...

Hilario no pudo decirlo. La felina aflojó los músculos y expandió sus pupilas.

—¿Incendio?

Agua asintió. La felina pensó un poquito y se levantó. Parecía estar decidiendo si depredar de una vez por todas al último capibara, o qué. Pero las orejas tan paradas la hacían ver más bien como un agente del servicio de inteligencia natural pensando en una pista.

—Hay una amiga que conoce un camino rápido. Se llama Gala y vive hacia la bajadita.

—¡Gracias! —los amigos se decidieron a proseguir.

—¡Eh! —les frenó.

—¿Le debemos algo?

—Es por allá, no por acá —y vio cómo los dos se miraron confundidos. —Síganme, les acompaño.

Y decidieron confiar. ¿Qué más quedaba?

—¿Agua es tu nombre, nombre?

—Es mi nombre, nombre. Mi mamá me dijo que nací en la tierra, pero en el agua fui engendrada, con mis triples gemelos.

—¿Todos se llaman Agua?

Su ingenuidad estaba bien disimulada por su aspecto carnicero. También su nobleza; ya era un largo trecho que había caminado a al lado de ellos con paciencia, tratando de llevar su ritmo paticorto.

—Hilario es por mi abuelo. Pero Rania tampoco es un nombre común. ¿Cuál es su historia?

—Es de época.

—¿Era de la época de alguna princesa o algo así?

—No, era una época en que el nombre estaba de moda.

Agua e Hilario se miraron. "¿Es de verdad?". ¿Quién no era raro en ese universo verde en peligro de desaparecer? Pero era encantadora.

Llegaron. Los arbustos eran un poco distintos, y en vez de precipicio había playa. Gala apareció haciendo piruetas. Su color rosa contrastaba con las aguas verdes, que en realidad eran transparentes, pero reflejaban el color de la selva. Saltaba al aire, se paraba sobre las aletas de la cola y avanzaba en posición vertical, se sumergía, se alejaba, se volvía a acercar. Entonaba una melodía suave con la boca larga como un pico. Rania también saltó al aire, se paró en las dos patas de atrás por unos segundos y desplegó sus manchas para bailar al frente de su amiga Gala.

—Es un delfín que contagia su felicidad —dijo Rania haciendo una reverencia hacia Gala.

Gala se detuvo al ver la sonrisa sospechosa de Hilario.

—¡Gala! ¡Acercate! ¡Es amigo! ¡Es vegetariano como yo!

—¿Es usted vegetariana? —preguntó él con su voz de tenor.

—Hay más variedad y más cantidad de alimentos. ¿Usted es carnicero?

—Solo no con amigos.

—Me complace mucho su amistad. Gala también es amiga. ¡Acercate, Gala! ¡No es tan vegetariano, pero es amigo! —el delfín se acercó—. Necesitamos un favor. En la otra orilla, río arriba, hubo un incendio. El conejo y la lagartija necesitan...

—¡Epa!

—¡Shhh! ¡Es sensible! ¿No ve que es rosadita? —susurró, y después siguió—: Necesitan rodear la zona central, donde viven los capibaras y los caimanes.

—Yo puedo ayudar —dijo con una voz de muñeca—. Pero no van a entrar todos en mis aletas.

—Nosotros sabemos nadar.

—¡Pero a esa velocidad, déjeme decirle señor sonrisas, no van a llegar en meses!

—Es cierto, Hilario. Un delfín siempre es más rápido.

—En realidad, me gustaría llamar al transporte masivo. Él puede ayudarnos también a velocidad máxima —giró la vista —. ¡Kamil! ¡Tenemos una emergencia!

La superficie del río apenas osciló, mientras se acercó el tal transporte masivo. Acercó la cabeza a la playa, y detrás de ella, un interminable cuerpo empezó a enrollarse frente a los cuatro. Una anaconda, larga como la manguera de los enanos, atemorizó a los viajeros.

—¡Basta de tanta desconfianza! ¡Aquí todos somos depredadores! —Agua se irguió y pensó: "¡Cierto!"— ¡Pero todos estamos en riesgo de ser depredados por el fuego y los sapiens! ¡Vamos a unirnos y buscar a la familia del carpincho para que nunca dejen de nacer triples Aguas y nunca se extingan!

—¿No era conejo?

—¡Para que su especie se reproduzca como conejo!

Agua se montó en Gala. Hilario se acomodó en el lomo de Kamil. Todavía había lugar.

—¡Subite, Rania!

El yaguareté pensó en que sus preciosas garras de animal print podían mojarse, y le dio vértigo. Hilario, que era sabio y se dio cuenta, ofreció su lomo, para que las estelas no pudieran ni rociar en lo mínimo su elegancia.

—¿Me van a traer de vuelta al cumplir la misión?

—Depredador de tres pisos —sonrió Agua al verlos zarpar.

III.

Desde la mitad del río ancho y caudaloso que iban cruzando, ya se podía ver el humo denso que dibujaba formas diabólicas en el cielo de Sudamérica. Pero a medida que se acercaban a este lado de la orilla, la vista se hizo aún más tenebrosa.

—¡Los enanos!

Estaban los amarillos, había miles de ellos, acomodando un montón de cajas con agujeros distribuidas a lo largo de la costa. Un grupo de ellos iba apilonando las cajas en su monstruo metálico con ruedas. Las cajas tenían distintos tamaños. Se oía un griterío de compueblanos aullar, gruñir, gorgojar, gritar, desde el interior de las cajas. Kamil se detuvo afligido y empezó a ondular el cuerpo en el agua para poder flotar. Dudó de querer seguir.

—Hay que seguir —dijo Agua. —Me pareció escuchar la voz de Juancho.

A esas alturas ya todos conocían la historia de Juancho el guacamayo, y la familia de carpinchos del centro.

—Pero... ¡hay enanos!

—No les tengan miedo a los enanos —dijo Gala.

—¿Cómo no tenerles miedo, si donde hay una desgracia, están ellos?

—En realidad, son amigables.

—Gala dice eso porque ella sabe comunicarse con los sapiens. Pero a mí me siguen dando miedo, como el agua. Yo no creía en ellos, pero ahora puedo ver que sí existen. ¡Muero de miedo!

—Parecen sapiens. Tienen su forma, hacen sus ruidos, pero están envueltos de tanta coraza, que no podemos ver qué hay en el fondo.

—¡Peor si son sapiens, porque son los más altos depredadores!

—¿Pensás que no van a entrar en esta mandíbula llena de colmillitos preciosos?

—Mis garras pueden hacerles pedazos también.

—Yo me trago uno entero y termino de digerirle la semana que viene.

—Yo... —Agua pensó un poco— tengo miedo, pero necesito ayudar a mi familia y a Juancho. ¿Alguien quiere ayudarme? Si no se puede, no importa. Yo entiendo.

Agua, que no tenía garras, colmillos, boca grande, y ni siquiera tenía un aspecto feroz, sino más bien tierno, decidió tirarse al agua y enfrentar de alguna manera a los enanos y llegar al centro por el otro lado, que ya estaba menos lejos que antes.

—¡Esperá, Agua! —dijo Gala—. Todos pensábamos que eran ellos los que provocaban los desastres. Pero en el año 2019, hubo una serie de incendios muy grande, cuando ustedes todavía no habían nacido. Muchas especies quedaron atrapadas, no pudieron salir. Muchos se fueron en aquellas cajas. Lo cierto es que, cuando todo estuvo mejor, la mayoría de ellos volvió. Volvieron sanos, gorditos, y hasta con nuevos huevos y nuevos cachorros. Algunos ni siquiera querían quedarse, sino querían volver con los enanos.

—¡Pero no tenemos certeza!

—Tenemos dos opciones. Volver por donde vinimos sin saber qué pasó con la familia de Agua y con Juancho, y vivir con esa duda hasta extinguirnos, o arriesgarnos, tratar de salvar, o por lo menos saber algo.

¡Plum! Se tiró Agua al agua. A su paso dejó más estelas que un crucero. Se deslizó al agua Hilario a seguirla. Rania, "¡vamos!", no quiso bajarse del lomo. Kamil y Gala, a paso más lento, se pusieron a los costados para acompañar y cuidar en el río a la particular manada.

IV.

El viaje por tierra no pareció tan largo. Era un poco incómodo, sí, pero los cereales que les habían dado para el camino eran muy ricos. El monstruo metálico no se comió a nadie.

—Entendieron que soy vegetariana y me trajeron unas galletitas sabor ave. ¡Son muy ricas! —habló la caja de arriba.

—Yo estoy muy mareado. Creo que... ¡guac! —contestó la de abajo.

—Respirá hondo, Hilario. Es el movimiento. Escuché que falta poco. Jamás me imaginé que cruzando la orilla iba a tener esta aventura... Agua, ¿estás bien?

—Estoy callada, porque quiero saber si escucho a Juancho. O a mi familia.

Cuando se detuvieron, abrieron las puertas de atrás del metálico con ruedas. Por uno de los agujeros, Agua vio que uno de los enanos se sacó los guantes. Gruñó en un lenguaje extraño, tal vez portugués humano. Sí, parecía sapiens.

Alguien levantó la caja y la bajó al suelo. Agua podía ver una selva chiquita, pero tan hermosa como su centro de la Amazonía. Se llevaron la caja de Hilario. A lo lejos, abrieron la caja, e Hilario, sin chistar, se metió a un pequeño lago. Con cara de asco, un sapiens se puso a limpiar la caja. Varios ojos sobresalieron del agua para ver quién era el nuevo.

Hacia otro costado abrieron la caja de Rania. Varios otros felinos, elegantes como ella, la recibieron en un rincón precioso, entre flores y piedras, pero le pusieron un candadito, por si se sintieran inspirados a ejercer la cadena alimenticia en aquel lugar.

Abrieron la caja de Agua. El enano se sacó el casco, los guantes, y la ropa amarilla. Se quedó con unos shorts del color de las hojas. Agua salió tranquila. La mano del sapiens acarició su lomo, y se sentía delicioso. Gala tenía razón: eran rescatadores. Empezó a caminar, un poco temblorosa. A ella la dejaron explorar.

—¡Agua! ¡Llegaste!

—¡Juancho, el pajarraco! —el carpincho recibió los aletazos de cariño, y algunas lágrimas gordas mojaron sus cachetes de alambrera.

—¡Tu familia! —y el guacamayo se dirigió hacia un camino de tierra.

Una sabana dentro de la vegetación, pequeña pero cómoda, estaba en el centro del refugio de animales. En el medio de todo, una laguna, solo para los carpinchos, rebosaba de tantos cachorros peludos. De lejos apareció la mamá de Agua, y detrás el papá.

—¡No sabés cuánto esperamos, con cada puerta que se abría del camión, que fueras vos la que saliera de una caja de transporte!

Y detrás de ellos, todos los mamás y papás del grupo, y los trillizos Agua, y muchos otros trillizos, cuatrillizos, y hasta octillizos de la familia, porque todos los adultos de la manada eran papá y mamá, y todos los pequeños eran hijos.

Pasó poco más de un año. Se habían acostumbrado a la residencia más chica, pero cómoda. Entonces, llegó el momento de la reinserción. Hicieron el viaje de retorno, esta vez más tranquilos. Hilario tuvo vértigo todo el camino. "¡Guac!". Pero llegó bien. En su remanso habían crecido nuevos peces. Él iba a extrañar el afrecho del refugio, pero los manjares de su mansión no estaban mal. La geografía cambió un poco. había cascadas, y también había nuevos diques. La naturaleza nunca se queda quieta.

Juancho y la bandada tomaron nuevos árboles. Organizaron coros en las ramas negras in memoriam de los árboles sin hojas. Al lado de ellos, brotes de unos centímetros, finitos, flexibles, pero fuertes, se elevaban sin pausa hacia el sol.

Rania se quedó en esta orilla. Quería vivir sola por el momento. También había recuperado su casa, pero no sentía apego al suelo del otro lado. Solo le hubiese gustado quedarse con un poco más de galletitas de las manos que la acariciaron, como gata, hasta hacerle elevar el lomo.

El centro de la selva estaba hermoso. Mucha vida nueva enverdecía todo el territorio de los carpinchos. Agua disfrutaba de todos. No faltó ninguno. Ese fue el trabajo de los enanos, que resultaron no ser enanos, sino sapiens comunes, y que también resultaron ser gigantes de corazón.

Los cuatro, Agua y Rania por tierra, Juancho por el aire, Hilario por el río, se fueron hasta el lugar donde Gala y Kamil les habían dejado hacía muchos meses. Rania los llamó. Tardaron un poco en llegar porque estaban en la otra orilla, pero los oídos de Gala eran agudos. Kamil se enrolló al lado de sus amigos. Rania y Gala nunca se olvidaron. Tampoco olvidaron aquellas piruetas que sabían hacer cuando se llenaban alegría por verse. Agua, entonces, después de haber sentido que lo perdía todo, aprendió lo hermoso de saber que no le faltaba nadie.

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