Tazas de café

El café hervía a fuego lento impregnando con su aroma el granito negro de la cocina.

Amelia tomó una pequeña cuchara de metal con sus delicadas manos y revolvió la bebida con una calma ceremonial. Cuándo se percató que estaba en su punto, se dispuso a servirlo a los invitados.

La sala central y el vestíbulo están a reventar.

Pasó con una bandeja de plata y un deje de amabilidad ofreciendo la bebida a los presentes. Se sintió ignorada cuando cada uno de los invitados tomaba un pocillo sin dar un gesto de agradecimiento.

«Miserables», se dijo para sí misma y volvió a la cocina por las últimas tazas. Al volver a la sala principal escuchó una voz chillona sobre ella.

—Es la tercera taza que nos sirves, niña —reprochó la tía Carla—. ¿Nos quieres llenar de café?

—Lo siento tía. —Amelia bajó la cabeza y sintió las miradas de los invitados sobre ella—. Pronto bajará la abuela. No morirán por esperarla un poco.

—¡Cómo digas, malcriada! —refunfuñó y lanzó una mirada de desdén sobre la joven.

Era el octogésimo cumpleaños de la abuela, única de la familia que aparentemente le interesaba el bienestar de Amelia. La joven vivía con la anciana desde los ocho años. No era más que la sirvienta y dama de compañía de la vieja desde la muerte de sus padres.

Dando ágiles pasos volvió a la cocina y sirvió el último café. Aspiró el aroma intenso de la bebida y subió hasta la habitación de la anciana sin regar una sola gota.

Tocó a la puerta.

—Amelia —una voz ronca y esforzada se escuchó tras la puerta—. ¿Eres tú, niña?

—Sí, abuela —alzó la voz—. Soy yo.

—Pasa —pidió la anciana—. Te estaba esperando hace media hora ¿Qué dirá la familia por mi demora?

—No han dicho nada —contestó en tono alegre al cruzar la puerta—. Bueno, tía Carla está ansiosa por verte.

—Esa Carla, como me molesta su presencia —reprochó la anciana.

La luz del cuarto la ofrecía una lámpara en forma de araña que colgaba del techo. Había dos alfombras persas y una cama doble abrigada con un edredón relleno de plumas de ganso. Las paredes estaban decoradas con cuadros de flores y paisajes urbanos. También, un hermoso florero de cerámica y hortensias se señoreaba sobre un mesón de mármol que daba a un ventanal gigante. Sin embargo, las cortinas cerradas obstruían una fabulosa vista a un jardín muy bien cuidado que daba al solar.

Amelia inspeccionó a la mujer de huesos delgados y manos arrugadas atareada con tres vestidos: dos rojos de tiro corto y mangas largas que parecían el mismo y uno amarillo largo con lentejuelas.

La mujer posó la mirada sobre la joven y arrugando el ceño exclamó:

—¿Cuál te gusta? —su mirada seguía sobre la chica esperando una respuesta precisa.

—¡El amarillo! —afirmó sin ver los otros vestidos—. Saldrá con el color de tus ojos.

—Gracias —respondió tajante la demacrada anciana y pasó sus manos cansadas sobre el vestido—. Es espantoso. Me lo ha dado tu tía Carla. Usaré uno de los rojos.

Amelia, con semblante sereno, tomó la taza que traía en la bandeja y la acercó a la vieja.

—Te he traído café —dijo y esperó que la anciana la recibiera.

—Es la tercera taza que me traes hoy —excusó —. Déjalo encima de la mesa y ayúdame a vestir.

—Claro. —Soltó la taza y acercándose con gracia infantil a la anciana, la tomó por los hombros y la ayudó a levantarse—. Déjame ayudarte.

En ese momento la mujer se resbaló de las manos de la joven y cayó al suelo.

—Definitivamente no sirves para nada. Si no te digo que debes hacer no lo haces por tu cuenta —berreó con altanería y se levantó—. Malhaya sea el día que me tocó hacerme cargo de ti. Pobre de mí con una nieta tan torpe.

—Lo siento —bajó la cabeza en son de disculpa—. No fue mi intención.

—¡Lo eres! —chistó malhumorada—. Pásame el café.

Amelia acercó la taza a la anciana y ésta empezó a dar pequeños sorbos para no quemarse.

—Pásame el vestido —ordenó con tal grosería que Amelia apretó los dientes con tanta fuerza que sus encías sangraron. Caminó hasta los vestidos y tomó el que estaba encima—. Pero es para hoy ¡Que lenta eres!

—Sí, abuela. —Acercó el vestido a la anciana y lo tendió frente a ella para que lo aprobara—. ¿Éste está bien?

—No me gusta —dijo antipática—. Dame el otro.

La joven fue por el otro vestido y lo tendió entre sus brazos para que la luz del cuarto lo iluminara. La anciana se acercó, lo tomó con sus arrugadas manos y dijo:

—Me gusta. —Después examinó con desprecio a su nieta. Percató lo delgada y huesuda que estaba la muchacha. Sintió un poco de lastima— ¿Qué usarás para la fiesta?

—Un vestido negro. —Contestó sin inmutarse.

—No estamos en un velorio —afirmó odiosa—. Usa otro color.

—Algo azul.

—Verde. Y que sea largo —ordenó—. Ayúdame a vestirme el traje.

La anciana dio tres sorbos al café y dejó que su nieta le quitara el saco y los zapatos. Tomó otros dos tragos y le pasó la bebida a la joven.

—Pareces amargada, niña —dijo al tiempo que su nieta le quitaba las enaguas—. Estamos en una fiesta.

—Un poco —respondió con calma. Alzó la mirada y clavó sus ojos en los de la anciana—. Creo que todo será mejor a partir de hoy.

— ¿Qué cosas dices? —vociferó molesta. De pronto, sintió escalofríos al ver los profundos y oscuros ojos de la joven—. ¿Acaso no eres feliz?

— ¡Claro que sí! —Bajó la mirada y tomó el vestido—. Sólo es un decir.

No se escuchó otra palabra hasta que la anciana quedó vestida en el atuendo rojo.

La elegancia de la anciana era evidente ante los ojos de la joven. Se sintió desgraciada, ínfima ante el porte de su abuela. Deseo estar en su posición por unos segundos. Después, pensó que era mala idea.

Una odiosa expresión apareció en su rostro.

—Pensándolo bien usaré un vestido negro.

—Como quieras, niña —cuchicheó caminando hasta la puerta—. Deberías cambiarte antes de volver al salón.

Los invitados habían tomado café una hora antes que la anciana. Deberían estar muertos cuando anunciara su entrada en el gran salón. La abuela podría morir de dos formas: de un infarto al ver toda su familia muerta, o por el arsénico que poco a poco se había tomado en el café.


—Sí, usaré un vestido negro —aseveró antes que su amada abuela desapareciera tras la puerta.


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