Reencuentros en el sótano

Cuando Macario regresó a casa observó que varias cosas habían cambiado: el jardín de margaritas que con tanto esmero su madre había plantado, ahora era un rosal gigante que cubría toda la fachada; también, habían cortado dos hermosos manzanos que estaban en la vivienda desde que tenía memoria, para dar paso a un camino adoquinado que llevaba al portón principal.

Tenía el corazón a mil antes de golpear. Después de unos minutos reunió valentía y dio tres suaves golpes en la puerta.

El recibimiento de sus padres había sido agradable. Un gran almuerzo lo esperaba junto a la mesa familiar que tanto había extrañado. La sonrisa de su madre iluminaba todo a su paso como si ella misma fuese una flama. Su padre había mantenido una amena conversación sobre pesca por horas. Entonces pensó que podría adaptarse nuevamente a su hogar.

Eso había sido hace dos días.

Ahora, el día era soleado y una brisa fresca golpeaba el rostro de Macario. Se sentía dichoso. Feliz de volver a casa. Ver a su padre, su madre, su...

Sólo tenía recelo de ver a alguien.

En la noche, ya cansado de una larga jornada de conversaciones y juegos con su padre, se dirigió a la cocina a tomar un poco de agua. Fue en ese momento que sintió la puerta del sótano cerrarse de un empujón. Recordó que había guardado algunas pertenecías antes de irse al internado, así que se dirigió al lugar y cerró la puerta.

La luz del sótano estaba encendida, pudo observar como varias cajas estaban acomodadas en pilas contra las paredes. También había algunos muebles viejos y baúles de su padre. Pero sus ojos se posaron sobre un niño que se asomaba desde un sofá.

Adrián, su hermano menor, estaba recostado sobre un mueble sosteniendo un libro de cuentos en las manos.

—¡Hola, Macario! —saludó—. ¿Cómo estás? He sentido que tratas de evitarme.

—¡Hola, Adrián! Me alegra verte de nuevo —murmuró con voz pausada—. ¡Lo siento!, no trato de evitarte, solo no había tenido tiempo de hablar contigo.

—Pareces nervioso, hermano—enfatizó Adrián —. Me estás evitando desde que llegaste a casa —dijo con un deje de tristeza en el rostro.

Adrián posó sus ojos sobre el libro y lo abrió en el medio, empezó a hojearlo sin determinar a su hermano. Un sentimiento de molestia abordó a Macario y trató de romper el hielo.

—¿Cómo estás? —Las palabras salieron de sus labios tímidamente, tratando de cortar la incomodidad que sentía.

—Bien, gracias por preguntar. —Hizo silencio unos segundos. Después, se levantó del mueble y se acercó a su hermano. Lo tomó por las manos y lo vio directo a los ojos—. Y... ¿Se fueron?

— ¿Quiénes? —preguntó Macario. Un temblor pasó por su cuerpo y soltó las pequeñas manos de Adrián. Se alejó de él fingiendo gentileza.

—Las voces —indicó dejándose llevar por la curiosidad—. Las que escuchabas en tu cabeza.

—¡Sí! —contestó seguro—. Hace seis meses no las oigo.

Adrián sonrió y dando unos cortos pasos volvió al sofá y se sentó.

—Me alegra que hayas vuelto, hermano. —Dijo cruzando las piernas—. Aunque creo que aún deberías estar en el internado—afirmó con seguridad—. Todavía no estás bien.

—¡Sí lo estoy, Adrián¡ —espetó molesto cerrando los puños—. Sé que parezco distraído..., es por los medicamentos.

El niño se recostó en el mueble y sin ver a Macario preguntó:

—¿Todavía los tomas?

—Todos los días. Creo que es lo que me mantiene, digamos sano —contestó—. Ya no hay de qué preocuparse.

—¿Crees que estás sano, Macario? —preguntó incrédulo.

— ¡Claro que sí! —afirmó —. ¡Estoy completamente curado!

Adrián, al escucharlo, se acomodó en el sofá como lo haría un gato. Después un gesto de preocupación apareció en su rostro.

—¿No me crees? —preguntó Macario.

—Sí, te creo.

—¡Me alegra! Ahora podremos volver a jugar; aunque... —Hizo una pausa y bajó la cabeza con arrepentimiento—. Esta vez no te lastimarás como la última vez. Lo siento por el accidente, hermanito.

—Eso ya pasó. No te preocupes, estoy bien —dijo—. Nadie lo recuerda. En casa no hablan del asunto desde lo sucedido.

—¡Perdón! ¿Podría hacer algo por ti? —suplicó. Los ojos de Macario se tornaron vidriosos—. Para que me perdones.

—Podemos jugar a las escondidas como solíamos hacer. —Adrián respondió con una sonrisa—. Siempre me gustó ese juego.

—Por supuesto.

El niño se levantó y caminó directo hasta Macario.

—¿Podrías hacerme un favor? —pidió el niño con inocencia en el rostro—. Es lo único que te pediré.

—Lo que desees —dijo Macario, y tomando a su hermano por las mejillas, le dio un beso en la coronilla.

Adrián tomó las manos de su hermano al escuchar a su padre subir las escaleras.

—No le digas a papá nada de esta conversación —suplicó mirando fijamente los ojos de Macario—. Creerá que sigues enfermo.

Recordó por qué había sido enviado al sanatorio.

Volvió a verse en la autopista manejando. La velocidad. Los desesperados gritos de Adrián. El choque impredecible contra un camión de carga. El cuerpo sin vida de su hermano entre sus brazos.

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