La espera

Felisa retocaba su rostro en el espejo cuando sintió el gélido aire calársele en los huesos.

Su semblante apagado la disminuía en la oscuridad del cuarto. Se dirigió a la ventana y la cerró. Había transformado su rostro lastimado con ayuda de cosméticos; sin embargo, una indiscutible amargura se reflejaba en sus ojos grises. Podía camuflar los golpes, soportar el dolor físico, pero le era absurdo resistir el sufrimiento que abordaba su alma.

Terminó de cubrir las contusiones y se dirigió a la cocina a revisar las ollas. La cena estaba lista. Había preparado unas brochetas de camarón con pasta y lo acompañaría con un Pinot Blanco que tenía especialmente para ese día.

Mientras esperaba a su esposo, decidió cambiarse de ropa. Se atavió un elegante vestido azul de tiro largo y abertura en la caída. Había gastado gran parte de sus ahorros para comprarlo sin saber si valía la pena verse hermosa para él.

Terminó de engalanarse.

Cuando estuvo en la sala adornó una mesa de palo que servía como comedor en fechas especiales. Puso un mantel blanco y unas velas que compró en la mañana. También, prendió aromatizantes y arregló los últimos detalles.

Todo era perfecto.

Se sentó en una silla de madera frente a la mesilla y examinó el celular. No había mensajes ni llamadas. Anselmo, su esposo, había prometido llegar temprano y celebrar su aniversario.

Había prometido tantas cosas.

No se entendía, su miedo a dejarlo, su temor de estar sola.

El hombre la golpeaba con sevicia, como a un saco de boxeo. Llegó a pensar que la iba a matar. «¿Qué puedo hacer? ¿Quién más podría amarme?», meditaba con la mirada clavaba en la puerta principal, con los codos sobre la mesa y un anhelo en el alma.

La media noche llegó lenta y apacible sobre las velas que había acomodado con tanto anhelo. Y sobre sus ojos taciturnos y su delgado cuerpo, llegó el cansancio de una espera perpetua.

Las tres de la madrugada marcó el reloj cuando percibió a alguien pretendiendo con manos torpes abrir el portón. Felisa no se movió. De repente la puerta se abrió y un hombre ebrio de ojos desorbitados se asomó. Traía una cerveza en la mano izquierda y una camisa desapuntada en la parte superior. Un paquete de cigarrillos se asomaba sinuoso desde el bolsillo de un pantalón con la bragueta abierta.

No soportó verlo. Le dio asco. Ira. Tristeza. Miedo. Decidió levantarse de la mesa cuando el hombre espetó:

―¿A dónde va? ―Cerró la puerta y se dirigió a la mesa―. Ya estoy acá ―aclaró con voz borrachina y tomando una silla se sentó frente a la mujer.

―Traeré la cena ―dijo Felisa con voz suave.

Se dirigió a la cocina. Al llegar prendió la estufa y mientras esperaba que se tibiara un poco la comida, alistó los platos.

Unos minutos después sirvió la cena y volvió a la mesa. Colocó el plato más lleno frente a su esposo, puso la botella de vino en el centro y se sentó. Empezó a comer con nerviosismo disimulado con sonrisas. Anselmo esperó unos minutos antes de empezar a cenar, se apuntó los botones de la camisa y luego tomó el tenedor con un poco de pasta aferrado.

Un desagradable gesto apareció en su rostro y acto seguido escupió.

―¿Qué es esto? ―Se acercó a la mujer mirándola intimidante y prosiguió―. Felisa, ¿cuándo va aprender a cocinar, malparida? ― Su mano se trasformó en un puño que dirigió directo al rostro de la mujer.

Felisa se derrumbó, como sus anhelos.

―¡No me pegue más, Anselmo! ―suplicó con ojos llorosos tendida en el suelo―. Pensé que la comida había quedado bien.

El hombre veía a su mujer desde la altura, sentía que era insignificante a sus pies.

―Levántese. Y no llore que le pego más duro ―despotricó mirándola con desprecio.

La mujer estaba paralizada de miedo.

Anselmo la tomó del cabello y la levantó como a una maleta de viaje liviana. Felisa gritó de dolor cuando sintió una cachetada que le hizo zumbar los oídos.

―¡Cállese malparida que la escuchan los vecinos! ―ordenó iracundo mirándola con resentimiento.

―¡No me pegue más, Anselmo! ¡No me pegue más! ―suplicó temblando de miedo―. Se lo ruego, déjeme ir a dormir y hablamos mañana. Por favor.

El hombre soltó a Felisa y volviendo a la mesa tomó uno de los platos y lo estrelló contra el suelo quebrándolo en pequeños trozos.

Pareció que se había calmado y volvió a sentarse. Bajó la cabeza de forma arrepentida y notó la hermosura de su mujer.

Felisa permanecía de pie frente a su esposo temblando desconfiada.

―¡Quítese el vestido! ―ordenó Anselmo. Su semblante era severo y autoritario.

Felisa se desvistió con lentitud hasta quedar en bragas y corpiño. Anselmo se dirigió a la habitación y con un gesto la obligó a seguirlo. Después, la tomó del cabello y la llevó a la cama.

La desnudó sin su consentimiento.

El hombre desapuntó su pantalón y empezó a desvestirse. Estando desnudo, tomó a su mujer y la penetró. Unas lágrimas salieron de los opacos ojos grises de Felisa.

Cuando el acto sexual terminó Anselmo cayó rendido. Felisa quedó tendida sobre la cama junto al hombre. Esperó un momento para estar segura que dormía.

Pasó una hora cuando la mujer empezó a limpiar su cuerpo. Tenía un moretón reciente del golpe que le había dado Anselmo en la cena. Fregó cada parte de su cuerpo como si de una violación se tratase y lo secó con una toalla limpia que había en el tocador. Se puso una bata y volvió al cuarto.

El hombre se cubría con un edredón dejando ver su rostro plácido, igual al de un niño después de obtener lo que desea.

Se dirigió a la cocina. Tomó un cucharón y la olla a presión donde había cocido los camarones. Comió las sobras mezcladas con las lágrimas que le brotaban a cántaros y sintió que se tragaba su dignidad.

Escuchó un ruido proveniente de la habitación. Con la olla en la mano se dirigió al cuarto. Se alivió al verlo dormido. Acomodó su cuerpo en la esquina de la cama y contempló al hombre.

«Nunca va a cambiar», pensó. Raspó lo que quedaba en la olla con el cucharón y se lo comió.

Felisa cambió su semblante y se dejó consumir por el rencor que llevaba guardado por varios años. El hombre tenía el rostro apacible, amable. Lo odió como nunca había odiado nada en este mundo.

Asió con fuerza la olla para estrellársela en la cabeza hasta matarlo. En ese momento Anselmo abrió los ojos.

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