Flores para Emilia
Hoy cumple años Emilia. Le llevaré algo bonito. Sencillo. Perfecto.
Sugestivo y colorido, como los trajes que viste. ¡Cómo le encanta llamar la atención!
A Emilia le gusta el azul y los regalos que solo quedan en nuestros recuerdos. La sorprenderé con unas hermosas hortensias. Le encantarán esas flores pequeñas y azuladas.
Si mal no recuerdo, fueron las mismas de su ramo de bodas, cuando se casó con mi tío Henry. Buen hombre, decía que la vida es una pequeña nota musical de una gran pieza sinfónica que Dios había creado. Que la humanidad hacía parte del todo absoluto, y cuando llegaba nuestra hora de sonar, teníamos sólo un fragmento fugaz en el tiempo. También decía que debíamos hacer sonar nuestra nota al compás de la gran pieza musical.
Era un pensamiento extraño, y bonito a la vez. Me hace pensar en lo frágil y efímera que soy, en lo absolutamente afortunada de estar viva. En el tiempo que vivió mi tío, no podía entrever la idea de ser una corta nota en la gran sinfonía. Sentía la necesidad de ser especial, pero con el pasar de los años, supe que no era más que eso: una pequeña nota.
Era un hombre bondadoso y gentil, hasta el último suspiro de su vida. Emilia nunca dejó de amarlo. Nunca se recuperó de la muerte de mi tío, y desde ese día ha vivido en soledad, encerrada en una pequeña casa a las afueras de la ciudad.
Viví con mi tío y Emilia toda mi infancia, y cuando fui una señorita, decidí estar al cuidado de él y Emilia. Lo hice porque me nacía verlos felices, y nunca me importó otra cosa sino su bienestar. Así como mi tío hizo lo posible por hacernos felices a nosotras dos.
Como dije antes, fue un hombre de gran corazón, lo poco que ganaba en la fábrica textil donde trabajaba era para la prosperidad de nosotras, y de personas cercanas a la familia que pasaban por necesidades. «El dinero no es lo más importante en la vida, es encontrar el amor verdadero y estar al lado de los seres que amas. Solo esto bastaría para ser feliz», decía.
¡Cómo extraño esas palabras tan bonitas saliendo de sus labios! Pero aún me queda Emilia, lo único bonito de mi mundo. ¡Las hortensias le encantarán!
Compro las flores en un pasillo comercial y me dirijo a verla.
La visito todos los días desde hace meses. Creo que le ayuda a mantenerse alegre verme cruzar la puerta y darle un besito en la frente. Pero la realidad es otra, es Emilia la que hace felices mis días, la que alegra mi vida con sus palabras de amor y la sabiduría de sus años.
A veces, me imagino que ha muerto, y la tristeza invade mi cuerpo como una sustancia oscura y viscosa que me sumerge en sufrimiento. Espero que nunca pase, ella es como un roble inquebrantable.
Voy tarde, así que tomo un taxi. Las calles en Bogotá son congestionadas en la mañana, no llegaré pronto. Y no aguanto las ganas de ver la carita de felicidad de Emilia cuando vea las flores para ella.
Llego al lugar, un espacio grande y ancho, silencioso y agitado, como muchos hospitales. Enfermeros y médicos pasan de un lado a otro apurados por citas y quehaceres. Una fila de personas, que es tan larga como una carretera, rodea las instalaciones. Cientos de personas esperan a ser atendidas sentadas en sillitas azules, frente a un televisor que presenta un magazín matutino.
Me dirijo a la ventanilla de visitantes a anunciar mi llegada.
La señorita al otro lado del compartimiento me informa que debo esperar un momento. Decido estar de pie, al lado de la ventanilla. Una hora después me hace seguir por unos pasillos largos y decorados con baldosines blancos. Reconozco el lugar, a pesar de ser la primera vez que los veo.
Llego a un cuarto grande y cándido, pero no está Emilia. Solo su doctor, sentado en un escritorio de roble cerca de un ventanal que da a la inmensa ciudad.
—¿Pasa algo, doctor? —pregunto, al ver que el hombre trata de evitarme la mirada.
—Señora, no sé cómo decirle esto —expresa mientras sus ojos se inclinan hacia el piso—, el hospital no va a permitirle nuevamente la entrada.
—No entiendo lo que dice, doctor —digo asombrada—. Mi tía, la señora Emilia Ramírez, está hospitalizada y soy su único familiar. Si no me permiten la entrada, nadie podrá velar por ella. Esto debe ser un chiste de mal gusto.
—Lo sé, señora —dice—. Hace tres semanas que usted sigue viniendo todos los días a visitar a la señora Emilia, pero...
—¿Pasó algo con Emilia? —pregunto con ansias—. ¡Dígame!
—Señora —dice y clava sus ojos oscuros en los míos—, usted debería saber.
—¿Saber qué?
Un largo silencio invade el lugar. El tiempo se detiene por segundos, y siento que la vida se me escapa con solo respirar.
—La señora Emilia murió hace tres semanas —concluye sin inmutarse—. Usted misma firmó el certificado de defunción.
El doctor se levanta de la silla.
El hospital no permitirá su ingreso de nuevo —remata—. Pero, si necesita ayuda psicológica, nosotros podemos brindársela, señora.
Lo veo con ojos asombrados, sin entender lo que dice. Sin querer, dejo caer el ramo de hortensias.
—Creo que se ha equivocado de persona doctor. Me está confundiendo —digo—. Debe ser otro hospital donde está Emilia.
«Tendré que ir a quejas y reclamos y exponer mi caso, antes de romperle la cara a ese idiota. Cómo se atreve a decir que Emilia está muerta, y en su cumpleaños», pienso dirigiendo mis pasos a la puerta del consultorio.
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