Migajas (R)
Lorenzo llevaba tres meses trabajando en aquel Resto-Bar de mala muerte. Apenas salió de prisión empezó a buscar empleo. Pero, ¿quién contrataría a un ex convicto?
El lugar se prestaba para todo tipo de delitos —igual que el dueño—, no fue difícil convencerlo; estaba ebrio y necesitaba de alguien que limpiara su vómito antes de abrir.
No estaba ahí solo por necesidad, también para dominar esa parte de sí mismo que lo puso entre rejas. Una parte que, si no tenía problemas iba directo hacia ellos. El día que cruzó por la chirriante puerta, lo supo.
No tenía a quien demostrarle lo mucho que podía hacer con su segunda oportunidad. La familia lo abandonó, pues se avergonzaba de su pasado y de quién era.
Estaba solo, necesitado de alcohol y violencia, pero despertaba todos los días sabiendo que serviría cantidades ridículas de alcohol, y terminaría interviniendo en varias peleas. Era su autocastigo, pero no lo admitiría en voz alta.
—¿Las malditas ratas, otra vez? —Se quejó al ver las pequeñas migajas de pan esparcidas por el piso de la cocina. A diferencia del dueño —que también se quejaba—, compró un par de ratoneras.
Ahora, se encontraba ahí con el piso nuevamente sucio, las trampas intactas y ningún roedor a la vista. O eran más grandes de lo que esperaba, o más inteligentes que el dueño y todos los borrachos juntos.
Todos los días hallaba migajas. Hasta que se cansó y olvidó el asunto, pues lo que pasase o no en aquel lugar no era su problema.
Una noche, el cocinero se retiró por la tormenta que golpeaba a la zona. No había señales del dueño, ni de nueva clientela. Así que, Lorenzo cerraría el lugar como de costumbre, pero una hora antes.
El silencio y el vacío inusuales en aquel sitio, permitieron que escuchase sus propios pensamientos. Y la tentación le estaba gritando fuerte ese día.
Tomó un vaso e iba por la botella de Ron, pero un sonido desde la cocina lo distrajo.
—Salvado por las ratas... ¿En serio?
Entre divertido y avergonzado, se dispuso a ir lento y silenciosamente al sitio; esta vez no se le escaparían.
Al llegar, lo primero que notó fue la puerta trasera abierta. ¿Una rata podía hacer eso? Lo siguiente, fue el congelador abierto. No, definitivamente no era una rata, al menos no de cuatro patas.
—¡Mierda! —exclamó cuando vio al culpable de aquellas migajas—. Lo siento, no debes repetir eso, ¿está bien? —agregó al darse cuenta de su error.
Con la cara sucia y un saco exagerado; el niño de cinco o seis años, miraba desconfiado del adulto frente a él. Esa expresión, no la hacía alguien que sentía temor de no saber lo que podría pasarle, sino quien tenía la certeza de lo que eran capaces de hacerle. Algo se rompió dentro de Lorenzo.
—Entonces... —No tenía idea de qué hacer o decir, pero debía ganar su confianza. Lentamente y sin quitar la vista sobre el niño, cerró el congelador. Afuera llovía, pero dejaría la puerta abierta para que no se sintiera acorralado.
Se sentó en el piso recostando su espalda en el congelador. El niño suavizó su semblante, pero siguió alerta.
—Mi nombre es Lorenzo, pero mis amigos me llaman "Enzo" —dijo, aunque no tenía ningún amigo—. ¿Cómo te llamas?
Silencio. Eso fue todo lo que consiguió. Le preguntó por sus padres, la dirección de su casa o un teléfono, pero el niño no dijo una palabra.
Intentaría con algo que sabía no fallaría.
—¿Sabes lo que se me antoja? —preguntó sin esperar que respondiera—. Una hamburguesa con papas fritas, mmmm.
El niño se relamió los labios y su estómago rugió.
—Bien, tomaré eso como un sí —dijo, aunque nunca le preguntó.
Un rato después ambos platos estaban listos. Le ofreció uno y lo tomó dudoso, pero no quitaba la mirada sobre Lorenzo, ni tocaba una sola papa.
—Puedes comer tranquilo —Y fue entonces cuando entendió que esperaba su permiso. Empezó a engullir con ansias la hamburguesa y a meter puñados de papas en su pequeña boca—. Oye, despacio. No hay prisas, nadie vendrá por estas...
—¡Lorenzo! ¡Más te vale que estés ahí dentro, desgraciado!
La voz y los golpes del dueño en la puerta de entrada, interrumpieron la lluviosa noche.
—...horas. —Terminó la frase viendo preocupado los ojos verdes del niño. Ambos sabían que, si los descubría estarían en problemas... bueno, en más problemas—. Quédate aquí, iré a...
—Y yo pensaba que la puerta trasera estaba de adorno —comentó el viejo, arrastrando las palabras. Era dueño de un Resto-Bar, pero se emborrachaba en otros lugares para no consumir toda la bebida él solo. A eso le llamaba "autocontrol".
Lorenzo se levantó del piso y rápidamente puso al niño tras él, escudándolo. Para su sorpresa, no se alejó.
—Jefe...
—¿Qué carajos tienes ahí? —Lo apuntó con su dedo.
El niño asomó la cabeza y lo descubrió.
—¡¿Qué hace ese parásito aquí?! —Pudo ver los platos a medio terminar en el piso—. ¡¿Lo estabas alimentando con mi comida?!
—¡Lo tocas y te mueres! —advirtió Lorenzo.
—¡¿Quieres volver a prisión, estúpido?!
—Esta vez valdrá la pena...
Se abalanzó contra el viejo y comenzaron una pelea, pero la ira lo consumió y terminó golpeándolo con frenesí.
El niño se puso delante de ambos y Lorenzo supo que era suficiente. El pequeño le extendió una mano con la llave de algún coche, y la otra con dinero arrugado.
—¿De quién...? Olvídalo, vamos —Tomó las llaves y guardó el dinero.
—Thomas...
—¿Qué? —La sorpresa de oírlo hablar lo descolocó, y quitó la vista de la carretera unos segundos para ver al niño. Su copiloto.
—Mi nombre es Thomas, pero mis amigos me llaman "Tommy" —dijo, aunque no tenía ningún amigo.
—Es un placer, Tommy...
Ahí estaba Lorenzo; sin el único trabajo que consiguió, por cumplir con una responsabilidad que no era suya, y aunque las cosas resultaran de esta forma, lo volvería a hacer sin pensarlo dos veces.
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