Upír

Viernes por la noche.

Bendito viernes por la noche.

La penumbra saturada de focos fluorescentes del bar me hacía sonreír con toda la boca, apurando la quinta, sexta o séptima cerveza, ya ni sabía. ¿Pero qué importaba?

Lo único que interesaba era la noche, el alcohol, las carcajadas ebrias de Cristian y Helena, la música... y que al fin habíamos terminado de cerrar esa puta auditoría. Tres meses. Tres jodidos meses hasta última hora, trabajando los fines de semana, estresados hasta el cuello, casi sin dormir y comiendo cualquier porquería. Al fin se había terminado, al fin recuperábamos un poco el control de nuestras vidas. Había que celebrarlo. Ahora, que corra la cerveza; mañana, a la noche, un asado en casa con Cris, Helena y el resto del equipo. Nos lo merecíamos. Eso era lo único que me importaba en ese momento.

Bueno, eso y algo más.

Alguien más, mejor dicho.

Me había estado mirando toda la noche, sentada en su mesa en el otro extremo del bar. Apenas podía verla en medio de la oscuridad, la gente que bailaba borracha y los empleados que pasaban apurados con sus bandejas y jarras vacías, pero lo que llegaba a ver me gustaba. Y mucho.

—Esa te estuvo mirando toda la noche... —balbuceó Cristian, pasándome un brazo por encima del hombro.

—Cuidado, no te caigas —lo reprendió Helena, tambaleándose ella también un poquito.

—Tranqui... estoy bien. —Cristian miró su reloj—. Puta, que tarde se hizo... ¿Qué hacemos? ¿Nos vamos yendo?

—Vayan ustedes —dije, sin despegar los ojos de la mesa al otro lado del bar—. Yo me quedo un rato.

Cris esbozó una de esas sonrisas idiotas que tanta gracia nos hacían.

—Buena suerte. La vas a necesitar, eh. ¿Viste lo que es esa mina?

—¿Mañana a las 9? —me preguntó Helena, ignorando el comentario de su novio.

—Sí, obvio. Vengan antes si quieren, yo ya puse a descongelar la carne, la hacemos a fuego lento.

—¿Llevamos algo?

—Algunas bebidas nomás, si quieren. Ya compré todo.

—Buenísimo, después te transferimos la plata.

—Sí, no se hagan problema.

—Hey, creo que yo también me quedo —sonrió Cris, mirando en la misma dirección que yo—. ¡Que buena que está! Si no le vas a hablar vos, ya mismo voy yo y...

—Vaamosss. —Helena lo sujetó por el brazo y lo arrastró hacia la salida. Se tomó un segundo para mirar ella también, guiñándome un ojo—. Chau, nos vemos mañana.

—Chau.

Me quedé a solas en la barra, terminando mi cerveza. La chica me seguía mirando. Me hice el interesante unos minutos antes de juntar el valor para levantarme. Las dos o tres pintas de más hicieron que me tambaleara un poco. Mejor. El mareo siempre va acompañado de esa alegría sin sentido y de esa maravillosa sensación de desinhibición. Me iba a venir bárbaro.

Avancé a través del apretado grupo de gente que llenaba la pista. La música me retumbaba en las sienes como un martillo. Los gritos y las carcajadas eran casi igual de ensordecedores. El ambiente justo.

Sin embargo, cuando estaba a apenas un par de metros se me ocurrió pararme y mirar hacia los lados. El bar estaba llenísimo, pero la mesa de la chica, salvo ella, estaba vacía. ¿No andaría el novio dando vueltas por ahí? Volví a mirar. Parecía que no.

Carraspeé, sintiendo como el pulso se me aceleraba un poco. Ella me seguía mirando. Capaz me hacía falta otra jarra de cerveza...

—¡Hola! ¿Cómo estás?

—Hola. —La chica se reclinó un poco en su silla, sonriendo con los labios apretados—. Todo bien.

—Pero qué lindo acento... ¿Sos europea?

Asintió, mirándome fijamente. No dijo nada más.

—Eh... ¿Estás sola? ¿Me puedo sentar?

Volvió a asentir, estirando un brazo para invitarme a la silla a su lado. Me senté, sintiéndome estúpidamente orgulloso de mí mismo. Es que no era para menos. Ahora que estaba cerca la veía con toda claridad.

«Mierda...»

Sé lo exagerado que puede sonar, pero esa chica era sencillamente la mujer más hermosa que había visto en mi vida. No le veía prácticamente un solo defecto. El pelo ondulado le caía largo y rubio hasta los hombros, enmarcando un rostro blanco y perfecto. Ni siquiera en una de esas propagandas de cremas consiguen algo así. Llevaba un vestido negro de una pieza, bastante corto y pegado al cuerpo. No me animé a mirar demasiado del cuello para abajo mientras hablábamos, pero lo que se llegaba a ver... Dios.

¿Cómo podía ser que una mujer como esa me estuviera prestando atención a ? ¿Cómo estaba ahí sola, sin una horda de buitres encima?

—Seguro que no te suelen preguntar esto —dije, haciéndome el idiota—, pero... ¿venís muy seguido por acá?

Ella sonrió, la misma sonrisa apretada. Tenía los labios rojísimos, contraste que me hizo notar lo pálida que era. Parecía tallada en porcelana. Sus ojos eran marrones, o de un castaño medio raro. Era difícil asegurarlo con aquella iluminación.

Alcé una mano y pedí dos cervezas. Yo pagaba, por supuesto.

Hablamos un rato, las típicas estupideces. Que cómo te llamás, que de dónde sos, que a qué te dedicás, si te puedo comprar otro trago. ¿Kalina? ¡Qué lindo nombre! Sí, sí, yo vivo a unas cuadras nomás, ¿vos estás alquilando cerca del bar también? Ah, mirá que bien. ¿Y sos de Praga? ¿Qué te trajo a nuestro hermoso país? Ah, estás estudiando. ¿Medicina? ¡Que bien! ¡Y que bien que hablás español! Yo soy auditor senior en un estudio contable, hoy cerramos una auditoría que ni te imaginás lo que fue...

Al cabo de media hora, creo, me pedí otra cerveza, la segunda. Ella seguía con la primera. No la había tocado casi.

—¿No la vas a tomar? ¿Quéres que te pida otra cosa?

—Oh, ya he tomado bastante —dijo, sin siquiera mirar la pinta. Me miraba a mí.

Esos ojos... ¿Castaño rojizo? ¿Ámbar? No podía apartar la mirada. Y qué hermosa era... demasiado. Era como una escultura de mármol blanco e impoluto.

Como cualquiera podrá hacerse una idea, al principio me había acercado simplemente para ver si podía echar el anzuelo. O sea, Kalina no estaba buena, sino lo siguiente, y me estaba invitando a su mesa. ¿Quién no se hubiera arriesgado? Pero, al cabo de otra media hora me sentía tan a gusto hablando con ella que ni me lo podía creer. Kalina tenía un conocimiento bastante profundo de prácticamente todos mis temas de interés. Escuchaba las mismas bandas, había leído los mismos libros, había estado en todas las grandes ciudades y lugares que yo había visitado o ansiaba visitar. ¡Hasta sabía de cine y de fútbol!

—¿Sabés? —susurré, obnubilado—, es la primera vez que hablo con una chica tan parecida a mí... ¡Es como si te hubieran hecho a medida!

—Es curioso. Pienso lo mismo de ti.

Sus ojos resplandecían en la oscuridad, pícaros. El corazón volvió a golpearme acelerado en el pecho. Carraspeé. Tenía la boca seca, pese a todo lo que había tomado.

—Ehh... es un poco tarde. Creo que en una hora el bar ya cierra. Yo me debería ir yendo, pero... ¿te gustaría venir conmigo? Caminamos y te acompaño hasta a tu departamento... Si querés, claro.

—Claro que quiero. —Kalina se puso de pie. Era casi tan alta como yo—. Vamos.

Me dio la sensación de que todos los hombres, y hasta algunas mujeres, se daban vuelta para mirarnos cuando abandonamos el bar.

Afuera la calle estaba desierta, y hacía bastante frío. Yo llevaba mi abrigo, y se lo ofrecí en una torpe muestra de galantería, pero ella lo rechazó. Pese a que solo tenía aquel vestido, la temperatura no parecía molestarla. «No debe hacer mucho calor en Praga», pensé.

Caminamos un rato en silencio. Yo estaba bastante nervioso, pese a lo tomado que iba, pero ella se veía de lo más calmada. Seguía sonriendo, con aquellos labios rojísimos y apretados.

—Eres muy simpático —me dijo de repente, tomándome por el codo. Sentí que la piel se me erizaba—. La he pasado muy bien platicando contigo.

—Sí... yo también.

Llegamos a una esquina, bajo la sombra de un enorme edificio. Sentía como mi nerviosismo crecía de a ratos. Seguía haciéndome la misma pregunta una y otra vez, aunque cada vez me importaba un poquito menos. «¿Cómo puede ser que una chica así me esté dando cabida?».

Kalina giró la cabeza hacia mí.

—Oh, puedo darte mucho más que eso.

La miré, desconcertado.

—¿Cómo d...?

Kalina me besó.

Lo vi venir, pero estaba tan sorprendido que me quedé paralizado unos segundos. Podía sentir una de sus manos deslizándose por mi espalda, la otra acariciándome suavemente la mejilla. De repente, me acordé como se hacía eso y le devolví el beso con fuerza, con ansias.

Era increíble. No me podía creer que aquello estuviera pasando... pero sí, era real, lo más real del mundo. Y encima me había dicho que ella también vivía cerca del bar. Capaz, con un poco más de suerte...

De repente, los labios de Kalina se desplazaron de mi boca hacia mi mejilla, pasando luego hacia mi oreja. Se demoró un rato ahí, provocándome unos placenteros escalofríos. Yo ya no pensaba con demasiada claridad. Dejé que mis manos acariciaran la piel desnuda de sus hombros, de sus brazos. La sujeté con fuerza por las caderas, atrayéndola más hacia mí, pegando mi cuerpo al suyo. Llevé las manos hacia sus pechos cuando comenzó a besarme en el cuello, pero, de repente... dolor.

—¿Kal...?

Kalina me mordió. No fue algo suave, como los tiernos chupetones que me había estado dando antes; sus dientes se enterraron con violencia en mi cuello, perforando piel y carne.

Solté un alarido. Algo caliente me corrió cuello abajo, empapándome el pecho y la camisa. Me sacudí, espantado, pero no podía moverme. Los brazos de Kalina me tenían inmovilizado con una fuerza monstruosa, imposible.

Me sentí desvanecer. Mis piernas flaquearon. El cuello me dolía de un modo atroz. Pude sentir como si los tejidos, las vértebras, los mismos músculos, fueran triturados, succionados, arrancados a la fuerza de mi carne. Ya no veía. Iba a morirme.

Kalina me soltó.

Caí al suelo, rígido e indefenso como un bebé. Llegué a ver, apenas, unos zapatos negros de tacón pasando a mi lado. Alcé la mirada con un enorme esfuerzo, intentando hablar, pero ni siquiera eso podía. Kalina estaba de pie a unos dos metros, bajo la luz amarillenta de una de las luces de la calle. Su boca seguía roja, pero ya no sonreía. Me miraba, y recién ahí, bajo la luz del farol, pude notar aquello que me había llamado la atención en el bar. Sus ojos no eran marrones, ni ámbar, ni castaños... sino rojos, tan rojos como sus labios apretados y cubiertos de sangre.

Estiré un brazo hacia ella. Los dientes me castañeaban. Tiritaba.

—Ayu... ayud... ayudam...

Todo se oscureció. No podía oír nada. ¿Había muerto?

No...

No aún.

Seguía con vida.

Desperté luego de lo que me pareció una eternidad, ahogando un grito de pánico. Miré en todas direcciones. Aún estaba oscuro. No había ni rastro de Kalina.

Me puse de pie con dificultad, sujetándome el cuello. Tenía la piel cubierta de sangre a medio secar, pero, por algún motivo, la herida ya no me dolía. En ese momento me pareció lo de menos. Una loca me acababa de arrancar un pedazo de carne de un mordisco. Era una suerte que pudiera levantarme. Era una suerte que siguiera respirando.

Eché a caminar, tembloroso, balbuceando incoherencias. ¿Tenía fiebre? ¿Era la hemorragia? ¿O solo seguía en shock?

Observé a mi alrededor en busca de ayuda, alguien, algo, lo que fuera. No había ni un alma en la calle.

—¿Por qué? —murmuré, sujetándome el cuello—. ¿Por qué ella...? ¿Qué... qué carajo...?

«Tengo que llegar a casa

Estaba cerca. Solo a unas cuadras. Tenía que llegar, frenar la hemorragia y pedir una puta ambulancia. Doblé en una esquina, sujetándome a las paredes, y, entonces... la luz me cegó.

Me llevé las manos a la cara, intentando taparme los ojos. ¿Qué mierda estaba pasando? ¡Aún era de madrugada! Las estrellas se alzaban a mis espaldas, brillantes en el cielo, y sin embargo, por delante, el horizonte parecía envuelto en llamas.

Avancé a ciegas, cubriéndome la cara con el abrigo. No sé cuánto tiempo me llevó, pero logré entrar a trompicones en el edificio, refugiándome al fin de aquella luz imposible.

La espera en el ascensor se me hizo eterna. De repente me sentía terriblemente mal. La piel me ardía. Sudaba. Temblaba tanto que todo el cuerpo se me sacudía con violencia. Unas náuseas espantosas me atenazaban el vientre, pero lo peor era la sed. Era como si tuviera la garganta recubierta de cenizas. Nunca, jamás, había estado tan sediento en mi vida.

Entré a la desesperada en el departamento. La ventana del living estaba abierta. La luz de un amanecer al que aún le faltaban horas me cegaba. Cerré bruscamente la persiana, echando casi a correr hacia la heladera. «Agua. Agua. Agua...»

Me aferré a la botella con ambas manos, bebiendo entre estertores. El agua me corrió barbilla abajo, mezclándose con la sangre, pero la sed... La sed no se iba.

Caí de rodillas, bebiendo hasta casi ahogarme. No se iba... No se iba... ¡No se iba!

—¿Por qué... por qué? ¿Qué me...?

Una puñalada de dolor me atravesó el estómago. Me incliné sobre el suelo, vomitando el agua que acababa de beber. La agonía era cada vez peor, pero había algo... un... ¿un olor?

Alcé la cabeza con brusquedad. La puerta de la heladera estaba abierta, y allí, frente a mí, estaba la bandeja con la carne que había puesto a descongelar.

Un oscuro y primitivo instinto hizo que me abalanzara sobre ella. Tomé la carne cruda entre mis manos y la mordí; enterré mis dientes hasta desgarrarla, sorbiendo los jugos y la sangre con avidez. El dolor en mi estómago se redujo, la sed menguó poco a poco, reemplazada por la más dulce de las sensaciones, un éxtasis que jamás pensé que alguien pudiera ser capaz de experimentar.

Caí al suelo, boca abajo, con los labios y la barbilla empapados. No supe en qué momento exacto perdí la consciencia, pero cuando la recuperé ya era de noche; no de madrugada: de noche. Había dormido todo el día, y fue el golpeteo insistente en la puerta lo que me despertó.

—Hey, ¿estás? —preguntó la voz preocupada de Helena—. ¡Te mandamos un montón de mensajes!

—Dale, abrí —se sumó Cristian, irritado—. Trajimos cerveza y unos snacks. ¡El asado no se va a hacer solo!

Me llevé los dedos a la boca, palpándome los dientes. Los labios se me torcieron por sí solos en una sonrisa. Aún podía sentir el sabor crudo y metálico en la lengua.

—Sí... estoy. Ya voy.

Me puse de pie y abrí la puerta.

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Upír

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