Rusalka

Esta historia obtuvo el segundo lugar en el Concurso de Relato Breve organizado por  @Vanesa9200


1.

Anton cerró la puerta a sus espaldas y atravesó corriendo el porche, perdiéndose tras la densa línea de árboles del bosque. Estaba oscuro, muy oscuro, y hacía frío, pero no le importaba. Se dejó caer de rodillas sobre la hierba, tapándose los oídos.

No había caso.

A sus espaldas, desde la casa, le llegaban los gritos desbordantes de ira, reproche y desprecio. Le pareció escuchar el ruido de un mueble al volcarse, quizás la silla donde Viktor estaba sentado. Luego, un cristal estalló. ¿Un plato esta vez? ¿Un vaso? ¿O la bandeja de porcelana donde su madre había servido la cena? Le había llevado tanto tiempo prepararla, había puesto tanto empeño al servirla... Él la había ayudado, seguro de que todo saldría bien esa noche, de que no volvería a sentir el miedo estrujando su corazón.

No era justo.

Cerró los ojos con fuerza, presionando aún más sus oídos. La noche era helada, pero las lágrimas se sintieron cálidas en sus mejillas cuando se echó a llorar.

—No es justo... —murmuró, sorbiendo por la nariz—. No es justo, mamá...

—¿Por qué lloras?

Anton dio un respingo. Cayó sentado sobre la tierra, sus ojos increíblemente abiertos. Estaba muy oscuro, pero el rostro risueño y simpático frente a él parecía resplandecer en la penumbra.

—¿Quién... quién eres?

La niña sonrió. Estaba acuclillada ante él, las manos apoyadas sobre las rodillas. ¿De dónde había salido? ¡No había más que bosque tras su casa!

—Mi nombre es Ivalera. ¿Por qué lloras?

Anton no contestó. Estaba mudo de asombro. De repente se había percatado de la extraña, imposible, apariencia de aquella chica. Su piel era blanca y perlada, tanto que casi brillaba en la oscuridad. Igual impresión le daban sus cabellos dorados y sus ojos, de un intenso verde musgo, los cuales lo observaban llenos de infantil curiosidad. Un extraño vestido de hojas y ramas la cubría del cuello a las rodillas... pero lo que Anton no podía dejar de mirar eran las enormes alas de mariposa que sobresalían a sus espaldas, plateadas, traslúcidas. Las movía intermitentemente, como un cachorrillo meneando la cola ante su dueño. Anton estaba paralizado.

—¿Qué... qué eres? —balbuceó, reformulando la pregunta.

La niña alzó una ceja, divertida.

—¡Vaya modales, pequeño humano! ¿Cómo reaccionarías si alguien te preguntara a ti qué eres?

Anton se quedó callado, mirándola. No sabía qué decir.

—Mi nombre es Ivalera —repitió la niña, alzando un dedo—. Y soy una rusalka.

¿Rusalka?

¿Una... rusalka?

—¿Un hada de los lagos? —preguntó Anton, incrédulo—. ¿Cómo las de los cuentos?

—Sí, de los lagos y de los bosques. Así nos llaman a veces. ¿Y a ti, pequeño humano, cómo debo llamarte?

—A... Anton.

—Un bonito nombre, Anton. Mucho gusto.

La niña le extendió una mano, sonriente. Anton le miró los dedos. Eran largos y delicados, con unas uñas nacaradas y afiladas como zarpas. Alzó la vista hacia sus ojos verde musgo, sin atreverse a darle la mano. ¿Era real lo que estaba viendo?

—¿Eres un amigo imaginario? —le preguntó.

Había escuchado a los adultos decir que, en ocasiones, los niños tenían amigos imaginarios. Él nunca había tenido uno, y, hasta dónde sabía, sus compañeros de clases en la ciudad, tampoco.

Ivalera volvió a alzar una de sus finas cejas rubias.

—¿Un amigo imaginario?

—Sí, he oído que...

La niña le dio un bofetón en la cara. Anton estuvo a punto de caerse de espaldas al suelo.

—¡Oye! —exclamó furioso— ¿Qué haces?

—¿Eso te pareció imaginario? —se rio Ivalera.

—Bueno... —Anton se acarició la mejilla, desconcertado y divertido—. No. Creo que no.

—¡Así me gusta! Y ahora dime, Anton. ¿Por qué lloras?

—¡No estoy llorando!

—Estabas hace unos segundos.

—No... no quiero hablar de eso.

Se oyó un nuevo ruido en la cabaña. Más cristales. Ivalera frunció la carita, acariciándose el mentón con un largo dedo nacarado.

—Ya veo. ¿Problemas en casa?

—Te lo dije, no quiero hablar de eso...

—Como quieras. —La rusalka se puso de pie, desplegando sus hermosas alas. Anton la observó, maravillado—. ¿Jugamos entonces?

—¿Jugar?

—Es mejor que llorar, ¿no?

—Sí... —Anton sonrió—. Creo que sí.

—¡Anton! ¿Dónde mierda te has metido? ¡ANTON!

El niño se dio vuelta. Una silueta caminaba de un lado a otro en el porche, furiosa. Anton bajó la vista.

—Lo siento... pero no puedo jugar ahora. Debo ir a casa. Ya es hora de irme a la cama. Mañana tengo que levantarme temprano.

—Ya veo. —Ivalera observó interesada hacia el porche—. Bueno, estaré aquí si quieres jugar conmigo mañana.

—¿En serio?

—No hay muchas casas en esta zona del bosque. —El hada se encogió de hombros, un gesto desconcertantemente humano—. Y los animalillos, los árboles y las aves son bastante aburridos. Será bueno hablar con alguien para variar. ¿Qué dices?

Anton sintió que sus labios se curvaban en una tímida sonrisa. Asintió, secándose las lágrimas con la manga.

—Me encantaría.

2.

—Torre come a alfil —dijo triunfal Ivalera, moviendo la pieza sobre el tablero—. Y... ¡jaque!

Anton frunció el ceño, cargando el mentón sobre la palma de su mano. La tierra del bosque se sentía helada bajo la capa de escarcha que comenzaba a cubrirla, pero toda la atención del niño estaba puesta en el pequeño tablero a cuadros. Movió al rey hacia una posición segura, soltando un suspiro de fastidio.

—No me imaginaba que las rusalkas supieran jugar al ajedrez —dijo.

—¿Qué, acaso piensas que los seres humanos tienen el monopolio de los juegos de ingenio?

—¿Monopolio? Creo que escuché esa palabra el otro día en la escuela...

—Caballo a torre.

—No se te da mal esto... —murmuró Anton, lamentando la pérdida de otra pieza. Creía llevar la ventaja hasta hacía unos momentos, pero la chica de ojos verdes era tan buena como él, mínimo.

—A ti tampoco se te da mal. Eres bueno —contestó ella, casi como si le leyera la mente—. Supongo que debes tener práctica, jugando con otros niños en tu escuela de humanos.

—Pues... la verdad no. —Anton se revolvió, incómodo—. Los chicos de la escuela... ellos se burlan de mí por jugar al ajedrez.

—¿En serio? Cretinos.

—No sé... Supongo que no es muy común que a los niños de once años les gusten estas cosas.

—Patrañas. Debes tener algún amigo al que le guste jugar. ¡Después de todo, el ajedrez es el rey de los juegos!

Anton movió su reina en silencio, la vista clavada en las piezas.

—No tengo muchos amigos.

Ivalera lo contempló unos instantes en silencio. Sonrió tiernamente, tomando su torre.

—Pues ahora tienes una amiga. Y puedes jugar al ajedrez conmigo cuando quieras. Y ya que estamos... ¡Jaque mate!

—¿Qué? —Anton miró perplejo a su rey— ¡No!

—Pues sí. ¡Mate!

—Mierda... —Anton derribó al rey con su dedo índice—. Deberíamos jugar a otra cosa.

—¿A las escondidas? —Ivalera se puso de pie, estirándose como un gato. Las alas a sus espaldas se abrieron con elegancia, traslúcidas y argénteas como un rayo de luna. Anton no pudo más que admirarla.

—Ehhh... creo que ya está muy oscuro para las escondidas. Ojalá pudiéramos ir a casa... ¡Tengo muchos juegos en la computadora que te encantarían!

Ivalera movió sus alas, curiosa.

—¿Computadora?

—Sí. Videojuegos, ya sabes. —Anton sonrió—. ¡Tengo muchos! Mis favoritos son los RPG's fantásticos. Estoy jugando a uno genial ahora. Tiene elfos, magos, enanos, ¡oh, y también rusalkas! Viven en los lagos y en los bosques, y tienen alas, como tú. Pueden conseguirte ingredientes para pociones, y ayudan a los hombres si...

—Anton... — Ivalera le sonrió dulcemente, mostrando unos dientes un tanto más agudos y afilados de lo normal—. ¡No tengo ni la menor idea de lo que me estás hablando!

—Oh, qué lástima... Me encantaría mostrártelo, pero... no sé cómo reaccionarían mamá y Viktor si te vieran...

—¿Viktor? ¿Tu papá se llama así?

—No. Él... él no es mi papá.

—Ya veo.

Se quedaron callados unos segundos, mirándose. Anton carraspeó.

—Lo siento... se está haciendo tarde... y le había dicho a mamá que la ayudaría con la cena hoy.

—Claro, claro, ve. Oh, y Anton... —Ivalera lo abrazó, dándole un suave beso en la mejilla—. No te preocupes. Todo estará bien.

Anton se quedó muy quieto, sintiendo las pequeñas manos sobre sus espaldas. Alzó torpemente las suyas, devolviéndole el abrazo. Podía sentir la fragancia del cabello del hada; estaba húmedo, como si recién saliera del agua, y olía a flores, a hojas, a rocío.

—S... sí —tartamudeó—. Todo está bien. ¿Nos... nos vemos mañana?

—Nos vemos mañana.

Anton observó al hada desaparecer entre los árboles. Su piel, su vestido de hojas y sus cabellos refulgían con un tenue destello plateado en la oscuridad. Alzó una mano, saludándola, y luego corrió alegre hacia la casa en los límites del bosque, con el estuche del ajedrez bajo el brazo. Sentía el pecho henchido de alegría como hacía tiempo no le pasaba. Atravesó el porche a la carrera, ingresando como una tromba en la cocina.

—¿Mamá? —llamó—. ¡Aquí estoy! ¿Te ayudo con la cena?

Su madre no estaba en la cocina, ni tampoco en el living. Una parte muy dentro suyo supo al instante donde la encontraría, incluso antes de escuchar los sollozos. Subió las escaleras con el corazón en un puño, asomándose al dormitorio.

Su madre estaba sentada en la cama, llorando. Se cubría el rostro con las manos, pero era imposible ocultarlo. Anton pudo ver las marcas negras en torno a los ojos y en el pómulo.

—Mamá...

Estiró una mano hacia ella, aturdido. Como tantas otras veces, no sabía qué decir, no sabía qué hacer. Su madre lo vio de repente, parado en el umbral. Se levantó, lívida, y le cerró la puerta en la cara.

Anton se quedó allí, de pie, inmóvil en el pasillo. No sabía qué decir. No sabía qué hacer.

3.

La tarde de juegos se convirtió poco a poco en un bello ritual. Prácticamente todos los días, cuando el sol comenzaba a ocultarse, Anton corría hacia los límites del bosque a reunirse con Ivalera. A veces, llevaba su tablero de ajedrez, o el de damas, o su mazo de naipes. Otras, jugaban a las escondidas, juego que la pequeña hada parecía amar más que ningún otro. Anton también improvisaba rayuelas sobre la nieve, enseñándole las reglas a la siempre curiosa rusalka.

En otras ocasiones, simplemente hablaban. Hablaban durante horas enteras. Anton abría su corazón como nunca había hecho con nadie en su vida, y ella lo escuchaba, lo acompañaba; estaba allí sin pedirle nada a cambio.

La reunión anterior a aquella noche, luego de que Anton lograra al fin vencerla, se habían prometido que jugarían una nueva partida de ajedrez. Pero el niño no apareció hasta varias horas más tarde.

Ivalera lo esperaba con los brazos en jarras, sus alas sacudiéndose enérgicas. Un gesto de desaprobación latía en sus grandes ojos verdes.

—¡Llegas tarde, Anton! —le reclamó, inflando las mejillas—. ¡Me prometiste la revancha ayer! ¡Espero que estés listo para...!

El hada calló. Anton caminaba con la cabeza gacha, los hombros encorvados hacia adelante. Ivalera se inclinó un poco, intentando verle la cara.

—¿Anton? ¿Estás bien, Anton?

—¿Te parece que estoy bien? —estalló él, alzando la cabeza.

El precioso rostro de Ivalera se contrajo en una mueca de dolor. El ojo derecho de Anton era un hoyo negro y tumefacto, hinchado como una manzana. Su labio inferior, partido, no dejaba de sangrar.

—¡Anton! ¿Qué te ha pasado?

Él no contestó. Se dejó caer al suelo, abrazándose las rodillas. Sus hombros temblaban al ritmo sordo de las lágrimas. Ivalera se acuclilló a su lado, igual que el día en que se conocieron. Apoyó una mano sobre su hombro. No dijo nada. Y eso estaba bien. Anton no necesitaba palabras en ese momento. Necesitaba que lo escucharan, que lo entendieran. Necesitaba un amigo. Aquel que nunca había tenido ni en su casa ni en la escuela.

—Mamá era feliz antes —sollozó—. ¡Éramos felices! Me encantaba verla sonreír cuando tocaba el piano, cuando preparaba el desayuno, cuando me abrazaba. Dejó de sonreír cuando papá se fue, y luego, cuando vino Viktor, creí que había vuelto a ser feliz... pero estaba equivocado.

Anton se quedó callado unos segundos. Su cuerpo se sacudía con violencia. Ivalera apoyó la cabeza sobre su hombro, acariciando su mano con sus largos y afilados dedos.

—Nunca sé qué decir, nunca sé qué hacer, pero anoche... anoche no quise dejar que mamá estuviera triste... ¡No quise dejar que sufriera otra vez! —Levantó el rostro, para que pudiera ver bien sus labios partidos, el cardenal tumefacto en su ojo—. Pero no lo logré. No lo logré...

El hada lo abrazó. Lo atrajo hacia ella, susurrando palabras dulces a su oído, dejando que llorara, que gritara, que expulsara toda la hiel de su interior. La luna brillaba muy alta cuando Ivalera, bajo el soplo helado de la brisa, dijo:

—Huye conmigo al bosque.

Anton la miró.

—¿Qué?

—Huye conmigo al bosque —repitió ella—. Déjalo todo atrás. Déjalos a todos atrás. No han hecho más que lastimarte, aquí en esta casa, y en esa escuela en la ciudad. Déjalos. Huyamos.

Anton se la quedó mirando, desconcertado. Una parte de él quería hacerle caso; quería tomar la mano que le ofrecía y desaparecer para siempre en el bosque. Pero esa no era una salida. No podía hacerlo. No podía abandonar a su madre.

—No puedo hacerlo... —susurró—. No puedo.

—¿Estás seguro?

—¡No! ¡No lo estoy! —sollozó Anton—. Pero no puedo... no puedo...

Ivalera no dijo nada. Se quedó abrazada a él, acariciando sus cabellos, durante lo que parecieron horas. Cuando la silueta iracunda apareció en el porche, llamándolo a gritos, el hada lo sujetó por las mejillas, mirándolo a los ojos con sus orbes verdes como el musgo.

—Anton... ¿Qué puedo hacer?

Él no pudo sostenerle la mirada.

—Nada, Ivalera... No hay nada que nadie pueda hacer.

4.

Anton apenas durmió esa noche.

Era el primer día de un fin de semana largo. Su madre aprovecharía para ir a la ciudad a hacer la compra de todos los meses, quizás anhelando la oportunidad de alejarse de la casa. Viktor, en cambio, se quedaría a reparar la pared de la cocina que habían estropeado durante su última discusión. Anton no recordaba si había sido un plato, o una silla, o la bandeja de acero con el almuerzo... pero ¿qué importaba?

Su madre estaría durante horas afuera. Y él debía quedarse allí con Viktor, a solas, ayudándolo.

Sentía náuseas de solo pensarlo.

No podía dormir.

El sueño le llegaba intermitente, mezclado con visiones confusas de Ivalera. Su dulce voz le pedía que escaparan juntos, que dejaran a todos atrás, perdiéndose para siempre en las profundidades del bosque. Dormitaba durante minutos apenas, pero que aun así se sentían como eternidades. Luego despertaba, aterrado, empapado en sudor, contemplando la imagen de su madre que lloraba desconsolada, el rostro destrozado oculto entre sus manos.

El sol ya había salido cuando logró dormirse de verdad. Una terrible equivocación. Estaba rompiendo las reglas, no se estaba portando bien. Debía levantarse temprano, a la hora que Viktor siempre les exigía tanto a él como a su madre.

Y, sin embargo, el puño de Viktor no lo despertó.

Anton abrió los ojos sobresaltado, observando por la ventana. Era de día. El sol brillaba en su cénit. ¿Cuánto había dormido? ¿Por qué no estaba ayudando a Viktor con la pared? Bajó las escaleras en pijama, observando ansioso hacia la cocina. Un resplandor rosado, efecto de la luz blanca del mediodía contra los muros y suelos níveos, parecía provenir de allí.

—¿V... Viktor?

—Hola, Anton.

Anton se detuvo en seco. Quiso hablar, pero no pudo. Quiso apartarse, pero sus pies se habían convertido en plomo. El brillo rosáceo que había visto desde las escaleras, tenue en el umbral de la cocina, provenía de la luz reflejada en la sangre que empapaba muros, suelos y techo.

Anton sintió el amargo sabor de la bilis trepando por su garganta. Se llevó la mano a la boca, intentando retener las náuseas. No pudo.

Toda la cocina estaba salpicada de un rojo brillante y goteante que parecía engullirlo todo. Las herramientas estaban desparramadas por el suelo en un caos metálico, destornilladores, sierras y martillos; era como si flotaran en aquel mar escarlata. Anton vio un brazo, justo junto a sus pies descalzos. Una pierna yacía más allá, los músculos desgarrados y el hueso blanco y triturado sobresaliendo del muñón.

El cuerpo decapitado descansaba en el centro de la estancia, con el estómago abierto en un amasijo de anguilas carmesíes; y allí, sentada con las piernas cruzadas sobre el torso, estaba Ivalera. El hada lo miraba directo a los ojos. Tenía algo entre los brazos, como si acunara un bebé, algo redondo y ensangrentado. Anton pudo distinguir un mechón de cabello, un ojo, unas encías con apenas un par de dientes.

—I... Iv... Iva...

—Listo. Ya está hecho. —La rusalka sonrió, mostrándole unos dientes agudos y afilados—. Ahora ya no tienes por qué tener miedo, Anton. No debes preocuparte. Estás a salvo.

Estaban a salvo.

Y así lo encontró su madre, horas después, cuando regresó de su visita a la ciudad.

La mujer, con su rostro gris y demacrado, cubierto de cardenales ya amarillentos, abrió la puerta con gesto inexpresivo. Avanzó a través del living, extrañada ante el silencio sepulcral que reinaba en la casa. Llamó a su esposo y a su hijo, una, dos veces. No obtuvo respuesta... pero cuando alcanzó al fin el umbral de la cocina, deseó jamás haberlo hecho.

Las bolsas de la compra cayeron al suelo, derramando su contenido sobre las baldosas recubiertas por el tenue reflejo rosa. El estruendo de frascos y botellas al romperse no consiguió amortiguar el grito de espanto que retumbó entre los muros.

Anton, sentado sobre los despojos sangrientos, se balanceaba suavemente de adelante hacia atrás, con la cabeza acunada entre sus brazos. Lentamente, como si nada, alzó una mano y se abofeteó a sí mismo en el rostro.

—¿Eso... te pareció... imaginario?

—¿A... Anton?

El niño volvió sus ojos verde musgo hacia ella.

—Listo. Ya está hecho. Ahora ya no tienes por qué tener miedo, mamá. No debes preocuparte. Estás a salvo.

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Rusalka

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