De cuadros y sombras

1.

—No sé en qué estabas pensando exactamente —murmuró Juliette, observando la pintura con los ojos muy abiertos—, pero creo que podrías tener algo interesante aquí...

Christophe no dijo nada. Se rebulló en su silla, sirviéndose otra copa de coñac. Juliette lo miró con gesto de desaprobación.

—Oh, genial, sigue haciendo eso.

—¿A qué has venido? —la ignoró él, vaciando la copa de un solo trago. Se sirvió otra—. No te veía desde el funeral.

La mujer paseó su mirada por la habitación sin ningún disimulo. El apartamento estaba hecho un desastre. Sucio, descuidado, gris. Había botellas vacías tiradas por todas partes, algunas despedazadas en algún rincón.

—Los chicos de la academia me dijeron que no vas hace semanas. Estaba preocupada.

Christophe se encogió de hombros. Bebió.

—Al menos no has estado del todo ocioso. —Juliette regresó su atención a la pintura. La estudió con un gesto que era una mezcla de repugnancia y admiración, si tal cosa era posible—. Ha sido un cambio bastante... radical. ¿Qué pasó con tus paisajes y praderas, Chris?

Eso, ¿qué había sucedido con los paisajes? ¿Dónde estaban las flores, praderas y bosques que con tanto amor había pintado para Amelie?

Christophe observó de reojo el cuadro, montado sobre un gastado caballete. Parecía imposible, pero había sido un trabajo de apenas unas horas. Había despertado de madrugada, gritando, con las imágenes de la terrible pesadilla aún danzando en su cerebro. Antes de que se diera cuenta, la pintura estaba lista en todo su horrible y violento esplendor.

Mostraba a un hombre tumbado en una bañera, cuchillo en mano, con la cabeza echada hacia atrás. El torrente que manaba del corte en su cuello teñía de rojo las aguas. Tenía los ojos y la boca abierta, congelados en una expresión que, pese al horror que transmitía, poseía una belleza inquietante.

Alrededor de la bañera, todo era contornos y sombras... incluyendo una apenas perceptible en la esquina inferior: una extraña silueta fundida en la penumbra. Aún no estaba del todo seguro por qué había pintado ese detalle.

Juliette, por su parte, estaba plenamente enfocada en el Hombre Degollado, como él mismo había comenzado a llamarlo en su cabeza.

—¿Cómo conseguiste este juego de luces y sombras? —Alzó un poco la mano, como si quisiera tocar el lienzo, pero al instante la bajó—. Tus trabajos anteriores eran luminosos, Chris, pero esto... Pese a lo oscuro que es, la iluminación es increíble... mira como se refleja la luz en la piel y en el agua. Y el aura que transmite... es poderosa. Nunca había visto algo así antes. —Se volvió hacia él—. ¿Por qué pintaste algo como esto?

Christophe no dijo nada.

—Chris... ¿Qué estás...?

—Tuve un sueño, Juliette. Solo un sueño. No estoy pensando en nada raro, si es lo que quieres saber.

—¿Un sueño?

—Una pesadilla, en realidad. Te imaginarás de qué trataba. Cuando desperté, tuve que pintarla.

Tuvo que pintarla, efectivamente. Fue como si sus manos tuvieran voluntad propia. Nunca había terminado un trabajo tan rápidamente antes. No había cometido ni un solo error, ni una sola pincelada fuera de lugar. Era como si la obra, si así podía llamarla, se hubiese derramado de su mente al lienzo por sí misma.

—Así que te inspiraste en una pesadilla —dijo Juliette. Parecía más tranquila—. Dudo que a Amelie le hubiese gustado, pero repito... creo que tienes algo con mucho potencial aquí. Hace poco, Louis abrió una nueva galería en el centro, ¿te lo había contado? Tiene organizada una exposición de aquí a dos semanas y está buscando nuevas obras para presentar. ¿Has pensado en volver al negocio de una vez?

Christophe se levantó de la silla y se acercó a la ventana. Era un día casi tan oscuro y lúgubre como su cuadro. Casi.

—No es una buena idea, Juliette. Ni a Louis ni a sus asistentes les gustará algo como esto. Es obsceno.

—Sí, lo es... pero también está magistralmente pintado, y no se parece a nada que otros artistas estén haciendo. Entiendo de estas cosas, lo sabes. Permíteme presentarle el cuadro a Louis y te aseguro que encontrarás un comprador. —Volvió a contemplar el deplorable estado del apartamento—. Lo necesitas.

Christophe volteó hacia la pintura. La observó durante un largo rato. Y de repente comprendió que no soportaba mirarla. No era solo la vívida encarnación de sus pesadillas, sino que Juliette estaba en lo cierto: Amelie habría odiado algo tan sombrío. Cerró los ojos.

—Haz lo que quieras. Preséntala como una obra tuya, si así lo deseas. Solo llévatela de aquí.

—Jamás haría algo como eso —lo reprendió ella—. Pero se lo comentaré a Louis. ¿Tengo tu permiso?

—Ya te dije que puedes hacer lo que quieras.

—¿Y eso incluye llevarme la pintura? ¿No sería mejor que...?

—Sí. Llévatela. Ahora.

Christophe volvió a su silla, tomando la botella de coñac. Estaba vacía.

—Chris. —Juliette lo miraba desde la puerta, con el cuadro envuelto en una tela bajo el brazo—. Yo amaba a Amelie tanto como tú. Era mi querida hermana pequeña... pero ya ha pasado más de un año. —Señaló la habitación con un amplio movimiento del brazo—. Supéralo. Supéralo y recompone tu vida. No puedes seguir así.

La puerta se cerró.

«Recompone tu vida...»

Christophe arrojó la botella vacía contra la pared. Observó cómo los restos de licor se deslizaban lentamente hacia el suelo.

Bajo la tenue luz de la habitación, casi parecía sangre.

2.

El pincel se deslizó con la suavidad de una caricia, delineando sus tersos contornos sobre el lienzo. Un toque de luz. Un toque de sombras.

Más sombras.

La cuerda colgaba de una viga apenas visible en la penumbra. Descendía tirante hacia abajo, rematada en un nudo grueso, ajustado. El hombre tenía los ojos fuera de sus órbitas; la boca, desencajada, dejaba escapar la lengua hacia afuera. Sus miembros estaban pintados con tal destreza que casi se podía apreciar cómo se sacudían, el agónico movimiento de los estertores finales.

Y a un costado, al igual que en el cuadro del Hombre Degollado, al igual que en todas las pinturas que llenaban la habitación... había una silueta. Una figura alta, retorcida, vaporosa.

Christophe se alejó unos pasos, aturdido. Los ojos del Hombre Ahorcado estaban pintados de tal forma que era como si miraran directamente al espectador. Lo mismo ocurría con el Hombre que Salta, con el Hombre en las Vías y con el Hombre del Rifle. Ojos suplicantes clavados en los suyos. Una sombra esquiva contemplándolo todo desde las tinieblas.

¿Por qué seguía obligándose a pintar aquello? ¿Por qué no había destruido aún todas y cada una de esas abominaciones? ¿Por qué seguía empeñado en replicar las tortuosas visiones de sus pesadillas? ¿Por qué, en nombre de todos los cielos, seguía teniendo esos malditos sueños cada vez que cerraba los ojos?

«El mal atrae al Mal»

La voz le llegó como un susurro en el viento. Era una voz femenina, una hermosa, amada, voz femenina.

Christophe se tambaleó en la oscuridad. Estaba rodeado de sombras, como siempre que se sumergía en las tierras oníricas... pero esta vez no se veía a sí mismo cometiendo los actos indecibles de sus cuadros.

Esta vez no estaba solo.

Ella lo contemplaba a lo lejos, muy a lo lejos, en el fin del mundo. Christophe la veía, podía verla como si fuera la última estrella del universo brillando en el vacío. Corrió hacia ella, llorando, gritando, intentando alcanzarla. No había caso. No importaba cuánto lo intentara, no importaba cuánto lo anhelara con cada fibra de su ser, jamás la alcanzaría. Pero su voz seguía llegándole, de todas partes y de ninguna a la vez.

«El dolor, la ira, la tristeza, ese deseo que sientes de acabar con todo... Debes superarlo, Chris. Debes hacerlo. El mal atrae al Mal.»

Christophe despertó de repente, empapado en un sudor gélido. Ya casi era de noche. Los últimos rayos del sol se derramaban sobre el Hombre Ahorcado. No llegaba a ver las abyectas figuras del resto de los cuadros, pero sabía que estaban allí, todas, acechándolo.

El teléfono sonaba.

—¿Hola?

—¡Chris! Soy yo, Juliette.

—¿Juliette? ¿Qué sucede?

—Vengo de ver a Louis. ¡Le ha encantado tu cuadro! Me ha prometido que lo presentará al público en la exposición de mañana, y quiere que vengas.

—¿Yo? ¿Ir? —Christophe miró al Hombre Ahorcado por encima del hombro. Se sentía repentinamente inquieto—. No... no es una buena idea.

—Tonterías. Es una gran oportunidad para ti, y te vendrá muy bien salir de ese apartamento.

—Hay algo malo, Juliette...

—¿Qué?

—Hay algo malo en estos cuadros...

—¿Algo malo? ¡Es una obra soberbia! Louis me dijo que es la pintura más perturbadora y original que ha visto en años. Está cansado de la pretenciosidad que reina en el ambiente, y tu trabajo rompe con eso. Te aseguro que habrá más de un interesado en compr...

Christopher colgó el teléfono.

Se dio vuelta muy lentamente. Ya había oscurecido del todo. Su apartamento era una amalgama de los tonos negros de la noche y amarillos de las farolas. Apenas distinguía el caballete, los lienzos apoyados contra los muros. Pero la presencia de sus pinturas, la imagen infernal que proyectaban, era casi tangible.

3.

Yacía tumbado en el suelo, boca arriba, los ojos vidriosos clavados en el techo. ¿Estaba consciente? ¿Había salido del espectral estado de la vigilia? ¿O seguía dormido? Su mano sujetaba una botella, podía sentir su tacto pegajoso contra la piel. También sentía el sabor agrio del licor en la boca, pero aquella imagen...

Aquella imagen no podía ser real.

Unos ojos ardientes como brasas lo observaban desde arriba, perdidos en un mar de tinieblas. Las muñecas le escocían. Giró un poco la cabeza sobre la alfombra sucia, notando al fin la sangre. Sí, sangre. Flotaba en un lago color escarlata, de espaldas, a la deriva. El pavor lo invadió.

—¿Estoy soñando?

Los ojos en la penumbra resplandecieron con el brillo de lo que solo podía ser una sonrisa.

—¿Chris? —Unos golpes resonaron en la puerta— ¿Estás ahí? ¿Chris?

Christophe parpadeó.

Un acuciante dolor en la espalda le indicó que llevaba un buen rato tumbado. Se incorporó, vacilante, mirando confuso en todas direcciones. Era de noche. ¿De noche? ¿En qué momento había dejado de pintar? ¿En qué momento se había quedado dormido? ¿Qué hacía tirado en el suelo? Maldijo al ver que aún sujetaba la botella. La lanzó hacia un lado, furioso.

—¿Chris?

—¡Sí! ¡Ya voy! —Carraspeó, conteniendo el súbito y desagradable reflejo del vómito—. Maldita sea... ya voy.

El rostro blanco y malhumorado de Juliette lo miraba bajo el umbral.

—Estoy hace más de diez minutos llamándote.

—Lo siento... estaba durmiendo.

¿En verdad era así? ¿Había estado soñando de nuevo? Por todos los cielos, cómo le dolía la cabeza.

—Me doy cuenta —le dijo Juliette, arrugando la nariz. El pestazo a alcohol era evidente incluso para él—. En fin, no importa. ¿Puedo pasar? ¡Traigo importantes noticias!

Christophe se hizo a un lado, masajeándose la frente. Juliette cruzó la puerta, pero se detuvo en seco al ver lo que la aguardaba al otro lado. Cuadros. Había cuadros repartidos por todo el apartamento. Estaban sobre la mesa, el sofá, en el suelo, cargados contra las paredes. Decenas de ellos. Todos representaban una variante del mismo y terrorífico acto. Juliette tragó saliva.

—El cuadro que me diste ha funcionado muy bien, Chris... Pero... ¿no has considerado un cambio de tema?

—Sigo teniendo las mismas pesadillas —aseguró él, sin mirarla a los ojos—. Pintarlas es... un modo de desahogarme.

Una vil mentira. No era una forma de desahogarse. Simplemente no podía evitarlo.

—Eso está bien... pero ¿no has pensado en ver a alguien? Un especialista, quiero decir. —Miró el cuadro que tenía más cerca, el cadáver despedazado de un hombre sobre las vías—. Estos son trabajos de verdadero nivel, pero...

—¿Qué es lo que quieres, Juliette?

Christophe no la quería allí. No quería a nadie allí. Y eso incluía a las malditas pinturas. De haber podido, las habría destruido, todas y cada una. De haber podido...

—Tu cuadro. El cuadro que Louis presentó ayer en su exposición.

—¿Qué pasa con él?

—¡Ha sido un éxito! —Juliette sonrió—. El propio Louis quiere comprártelo. Te ofrece diez mil francos, Chris. ¡Diez mil francos!

—No... —Christophe negó con la cabeza—. No...

—¿No qué?

—No podemos vender ese cuadro.

—¿Estás loco? ¿Cuándo fue la última vez que te ofrecieron diez mil por una pintura? Es tu o...

—¡No podemos venderlo! —Christophe se abalanzó sobre ella, sujetándola por los brazos— ¡No podemos venderle estas pinturas a nadie!

—Christophe... me haces daño. ¡Suéltame!

—¡No podemos venderla! ¡No podemos!

Juliette se lo sacó de encima de un empujón. Lo miró, enfadada, frotándose los brazos.

—Juliette...

—¿Has visto el estado en el que te encuentras? ¿Te has mirado en un espejo? ¿Has visto como tienes este lugar?

—Yo...

—Necesitas ese dinero, Chris. Y necesitas decidir qué harás con él. —Señaló, acusadora, las botellas desparramadas por el suelo—. ¿Seguirás ahogándote en alcohol, lamentándote por Amelie? ¿Seguirás fantaseando con la idea de volarte la cabeza, como tan bien expones en estos cuadros? ¿O tendrás las pelotas para salir adelante? Piénsalo. Porque no cancelaré la venta. Ni siquiera te cobraré comisión. Necesitas ese dinero. Necesitas decidir.

Juliette abandonó la habitación. Chris se quedó a solas, temblando de pies a cabeza.

«Amelie...»

Se acercó a zancadas al caballete, recogiendo un cuchillo de la mesa. Lo alzó ante el lienzo, apretando los dientes, dispuesto a destruir aquella abominación. No era la primera vez que lo intentaba, pero, como las anteriores, no lo hizo. Algo que no alcanzaba a comprender, que jamás comprendería, le impedía hacerlo.

4.

El cuadro estaba terminado.

Christophe pestañeó varias veces, confuso. Estaba de pie ante el caballete, pincel en mano... pero no recordaba en qué momento se había puesto a trabajar. ¿Acaso lo había hecho estando dormido? ¿Era eso posible? En los cuadros anteriores había pintado como un poseso, trasladando las visiones de sus pesadillas con un ímpetu inusual. Pero lo recordaba; recordaba haber preparado las acuarelas, cada uno de los trazos que iba dando sobre el lienzo. Recordaba haber pintado, con toda delicadeza, la figura borrosa en las esquinas inferiores.

Ahora, en cambio...

Sintió náuseas al contemplar la escena. Un hombre yacía de espaldas sobre una especie de altar, los brazos abiertos en cruz. Ambas muñecas estaban tan rasgadas que prácticamente podía verse el hueso. La sangre manaba como una fuente de las heridas, rojo sobre negro, llenando el cuadro. Pero el muerto no era el único protagonista de semejante composición. Lo que antes había sido prácticamente imperceptible, una mera insinuación, podía apreciarse ahora en toda su macabra magnitud.

Había una sombra de pie ante el altar, observando el cuerpo del desgraciado que se había quitado la vida. Ahora podía verla bien, y lo que vio lo llenó de horror. ¿Él había pintado eso? Era la silueta de lo que parecía ser un hombre envuelto en llamas negras, con dos resplandecientes brasas en lugar de ojos.

Christophe retrocedió, sintiendo un escalofrío como un puñal recorriéndole la espalda. Era la misma sombra que había visto el día en que Juliette lo visitó. Era la sombra que siempre lo había observado en pesadillas, cada vez que se contemplaba a sí mismo quitándose la vida. Era la misma sombra que, ahora, inexplicablemente, se había hecho visible en cada uno de los cuadros que atestaban la habitación.

Christophe sintió que los pies le fallaban. Dobló una rodilla en el piso, experimentando el dolor de cabeza más atroz que había tenido en su vida. El teléfono sonaba. ¿Desde hacía cuándo? ¿Lo había escuchado la primera vez?

Haciendo un esfuerzo enorme, se incorporó y se aferró al auricular.

—¿Ho... Hola?

—¿Christophe? ¿Estás ahí? ¿Me escuchas?

—¿Juliette? —La voz de su cuñada sonaba agitada, temerosa—. ¿Qué sucede?

—Algo terrible ha pasado, Chris... ¡Algo terrible!

—¿Qué? ¿Qué ha sucedido?

—Es Louis... Chris, él... él está muerto.

Christophe se quedó en silencio unos segundos. Su dolor de cabeza se había vuelto insoportable.

—Louis... ¿Louis está...?

—Lo encontraron en su casa, en la bañera. Dicen... dicen que lo hizo él mismo... ¡Se abrió su propia garganta con un cuchillo!

Christophe cayó de cara al suelo, su rostro blanco como la cera. El aire en el apartamento se había vuelto pesado, opresivo, asfixiante. La voz de Juliette sonaba a través del auricular, colgando de la pequeña mesa.

—¿Chris? ¿Estás ahí? ¡Chris!

Christophe se sentó, cargando las espaldas contra la pared. Quiso volver a tomar el teléfono, y entonces lo notó.

Una profunda línea carmesí abría su muñeca derecha.

Observó atónito el corte, intentando alzar la mano. Fue imposible. Incrédulo, notó que tenía otra herida idéntica en la muñeca izquierda. La sangre se le escapaba en borbotones espesos, interminables, empapando el suelo, la pared y sus ropas.

—Pero... ¿qué? ¿Cómo...?

De repente, un extraño olor a humo, a cenizas y azufre llenó la estancia. El contorno de una pisada se formó sobre la sangre en el piso.

Casi sin fuerzas, Christophe alzó la mirada, intuyendo al instante lo que vería.

Dos ojos como ascuas lo contemplaban desde un mar de llamas oscuras.

«El mal atrae al Mal...» pensó Christophe, intentando sostener aquella mirada roja.

No pudo hacerlo.      

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De cuadros y sombras

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