Cecil
Un día decides.
Resulta que un día decides.
Decides que has tenido suficiente de la crueldad de tus compañeros, de la total falta de empatía de los profesores, de la fría indiferencia de mamá y de las miradas cargadas de desprecio de papá.
Decides que ya has tenido suficiente de lo que todos esperan de ti, de lo que te imponen, de la insoportable sensación de asfixia que te agobia al enfrentar el mundo cada mañana.
Decides que ya has tenido suficiente de la puta medicación, del ritual diario de las píldoras para desayunar y de las pastillas para cenar.
Lo odias.
Así que huyes. Te vas. Desapareces una noche con lo poco que puedes cargar en una mochila; te marchas a un lugar donde nadie te conozca ni te quiera conocer. A morir. A vivir.
Destino incierto. Cuanto más lejos mejor. Dormir donde se pueda. Y aquel hotel, justamente, no era la opción que alguien en su sano juicio hubiera elegido. Elisa no lo sabía entonces. Quizás se dejó seducir por los módicos precios, o por la imponente recepción, inmensa, elegante, de corte victoriano. Pero allí se terminaba todo rastro de opulencia.
El edificio se alzaba en los límites de uno de los barrios más sórdidos y conflictivos de la ciudad. Lo habían construido a mediados de los años veinte, con la intención de convertirlo en un establecimiento de lujo. Pero el transcurso del tiempo y la creciente miseria truncaron toda aspiración de grandeza. Muchas cosas habían pasado en ese hotel. Demasiadas. La clase de cosas que uno preferiría no saber.
Elisa no conocía ninguna de esas historias. Estaba allí porque necesitaba un lugar para pasar la noche, y era lo mejor a lo que podía aspirar con el poco dinero que había robado. Quizás ni siquiera así: luego de casi una semana, había decidido que se largaría esa misma tarde, escabulléndose por la recepción. Solo necesitaba volver por sus cosas al mísero cuarto que le habían dado, en uno de los últimos pisos.
Pero algo la inquietaba.
Elisa se detuvo a mitad del pasillo, sin saber bien por qué. Paseó su mirada por el ancho corredor. Resultaba extraño, pues, aun estando todas las luces encendidas, un halo gris de penumbra se pegaba como una mancha a los muros, empapándolos.
Elisa avanzó apresurada, echando miradas ansiosas por encima del hombro. Las paredes agrietadas y desvaídas, arruinadas por la humedad, se cernían sobre ella con todo el gélido peso del edificio. Había algo extraño. El hotel entero le había parecido escalofriante desde el primer día, pero aquel pasillo...
Centró la mirada, caminando a un ritmo al que poco le faltaba para transformarse en una carrera. El ascensor aguardaba más adelante. Estaba lejos. Demasiado lejos. ¿Siempre había sido así de largo aquel pasillo? Las lámparas parpadeantes, repartidas en prolijos intervalos, parecían extenderse por kilómetros enteros hacia las remotas puertas de metal.
Elisa se mordió con fuerza los labios. Llamó al ascensor, presionando repetidamente la tecla.
Esperó.
A su derecha, el pasillo se extendía como un túnel negro, la distante boca más oscura aún. Las luces en el techo eran apenas un tenue resplandor que moría antes de alcanzar el suelo.
El ascensor no llegaba. El botón titilaba en inerte silencio, marcando la espera con la burla de un reloj.
Así, mientras la ansiedad la carcomía, Elisa creyó ver algo en la lejana boca del túnel. Un movimiento irregular. Una sombra. No llegaba a distinguir qué era... pero se acercaba. Podía sentirlo.
Cerró los ojos, tapándose los oídos.
«No es real, lo sabes, no es real. No es real, no es real, no es real, no es real, no... es...»
El elevador resonó con un estruendo en la caverna del pasillo. Elisa entró atropelladamente, presionando el botón de su piso.
No sucedió nada.
Volvió a apretarlo, una, dos veces.
La puerta del elevador seguía abierta, como si una mano invisible la retuviera.
Pasos. De pronto oía pasos. Lentos, pesados, arrastrándose con lentitud por las desvencijadas baldosas del corredor.
Elisa presionó todos los botones, desesperada. No le importaba qué piso, solo quería largarse de allí.
El ascensor no se movió.
Los pasos sonaban cada vez más próximos.
Elisa apretó los puños, clavándose las uñas en las palmas. Asomó un poco la cabeza, apenas, observando hacia el pasillo.
Vacío.
Ni un alma.
Pero las luces...
La primera lámpara, en la lejana entrada del túnel, se apagó. Una sección del corredor quedó sumida en una penumbra impenetrable... y luego otra. Y otra...
Las luces se extinguían en una espantosa e inexplicable sucesión. La oscuridad avanzaba por el pasillo, lenta pero segura, como si un enorme animal se arrastrara hacia ella, cubriendo el mundo con su sombra. Los pasos se oían cada vez más cercanos, y había algo en el aire... Una especie de sonido; un chillido tan agudo que prácticamente escapaba al rango de audición humana.
Elisa cubrió con más fuerza sus oídos, refugiándose en el ascensor. Volvió a presionar todos los botones, aporreándolos, golpeándolos con el puño. La puerta seguía abierta.
La última luz del pasillo se apagó. El chillido mutó a un lamento desgarrador, inhumano. La luz trémula del ascensor comenzó a parpadear, sacudiéndose.
Elisa se dejó caer al suelo, cubriéndose la cabeza con ambas manos, gritando ella misma a su vez. Entonces, de repente, la puerta se cerró.
El elevador se puso en marcha.
Silencio. Segundos como horas sumidos en un bendito silencio.
Elisa se levantó a trompicones. El corazón le latía con tanta fuerza que el pecho le dolía. Estaba mareada. Miró a su alrededor, tiritando. El elevador ascendía suavemente, a un ritmo casi relajante. La luz del techo, a un metro de su cabeza, resplandecía inocentemente.
Elisa cargó el hombro contra una de las paredes, levantando la mirada hacia el espejo.
Y la vio.
Estaba parada justo detrás suyo, una sombra alta, retorcida, informe. Un frío abrumador la atravesó como la hoja de un cuchillo.
—No es real... —susurró Elisa, sin atreverse a voltear, sintiendo el ardor de las lágrimas en sus mejillas—. No es real... No es real... No es real...
Gritó cuando unos dedos fríos como la muerte se cerraron sobre su cuello.
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Cecil
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