Bruja

El cielo era del color del plomo aquel mediodía, una cúpula inusualmente oscura, como si el mismísimo sol quisiera apartarse de lo que estaba por suceder allí. La llovizna caía tenue sobre la pequeña plaza del pueblo, recubriendo los adoquines con una viscosa y brillante película. La multitud, impaciente, se aglomeraba de a cientos en torno al cadalso coronado por la Cruz Verde del Santo Oficio.

Un fraile rezaba en silencio junto al alto poste central, donde la muchacha, atada, contemplaba impertérrita a la turba. El verdugo la observaba bajo la sombra de su capucha negra, esperando a que el secretario inquisitorial terminara de anunciar la sentencia.

—...acusada de participar en varias ocasiones del aquelarre, de realizar sacrificios y venerar al diablo en innombrables ritos oscuros... —El secretario la señaló con un amplio movimiento del brazo—. Se declara a sí misma culpable tras el interrogatorio, pero habiéndose negado a dar los nombres de sus hermanas y hermanos brujos que la acompañaron y asistieron. Por tales actos, el tribunal del Santo Oficio la ha encontrado culpable de herejía, entregándola aquí a las autoridades reales para que ejecuten la sentencia. Que así sea.

El secretario dio media vuelta, haciendo bailar los pliegues de su túnica oscura. Hizo una seña al ejecutor, quien alzó presto su antorcha. El fraile, un muchacho delgado de aspecto nervioso, se adelantó un paso.

—Señor secretario... por favor permitidme hablar una última vez con la muchacha.

—La bruja no abjurará, padre. —El inquisidor soltó un resoplido—. Perdéis el tiempo.

—Todas las ovejas, incluso las más descarriadas, merecen la oportunidad de regresar al redil.

—Esta ya ha tenido más de una oportunidad. —Observó a la chica, haciendo una mueca—. Pero como queráis. Ya sea la hoguera o el garrote, no hace ninguna diferencia. Obrad rápido.

El fraile asintió. Se situó ante la joven, que miraba a la muchedumbre con ojos apagados, ausentes, como si no estuviera allí. El chico tragó saliva al contemplar la increíble belleza de aquel rostro pálido, delicado, de cabellos lisos y negros como ala de cuervo. La llovizna, cada vez más fuerte, parecía formar un halo brillante en torno a su cabeza, enmarcando unos ojos azules y brillantes como el topacio. El fraile se acercó, hablándole en murmullos.

—Muchacha, muchacha, ¿me oyes? Mira hacia allí. ¿Ves al verdugo? ¿Ves su antorcha? —La chica no dio señales de haberlo escuchado—. Si no abjuras te quemarán viva. ¿Eres consciente de lo que eso significa? Por favor hazlo. Vuelve al seno amoroso del Señor y evítate este sufrimiento. Evítate una muerte tan cruel. Por el amor de Dios... hazlo.

La chica no dijo nada. Ni siquiera lo miró. Sus ojos recorrieron lentamente la multitud, deteniéndose en el secretario del Santo Oficio. Las comisuras de sus labios se torcieron, los ojos se le encendieron como las llamas que la aguardaban. Odio, supo el fraile. Desprecio.

—Muchacha...

La chica lo miró. El joven dio un respingo. Un candente resentimiento ardía en lo más profundo de aquellos estanques añiles. La muchacha apretó los labios. No dijo nada.

—Es suficiente, padre. Habéis hecho todo lo que estaba a vuestro alcance. —El secretario apoyó una mano sobre su hombro, negando con la cabeza—. No hay peor perjuro que aquel que rechaza el arrepentimiento. Que sea Dios, en su infinita sabiduría, quien la juzgue y le ofrezca el perdón.

El fraile se alejó del poste, cabizbajo. Volvió a tragar saliva, sintiendo que las tripas se le revolvían como un amasijo de sierpes. No tenía estómago para lo que estaba a punto de venir.

Unos metros más abajo, al pie del cadalso, la multitud contemplaba expectante la escena. Algunos puños se alzaron, algunas gargantas pidieron a voz en grito la justicia del fuego.

El secretario repitió la seña al verdugo, señalando a la joven con la cabeza.

—Vamos. Terminemos con esto.

El ejecutor obedeció. Bajó lentamente la antorcha, depositándola al pie del poste. Las llamas lamieron la paja reseca, las tablas y los leños cubiertos de aceite. La hoguera prendió al instante, levantando una nube de humo que se extendió como una bruma oscura sobre la multitud.

Hombres y mujeres soltaron una exclamación al ver las llamas ascendiendo, consumiendo todo cuanto tocaban. La danza del fuego, bella pero terrible, resultaba hipnótica. Más puños se alzaron en el aire. Vítores. Silbidos. Pero las exclamaciones se apagaron; fueron reemplazadas por un murmullo de confusión, primero, y de verdadero pavor después.

La chica los observaba desde toda la altura del cadalso, sus ojos brillantes como el mismo fuego que la consumía. No gritaba. Las llamas le devoraron los pies, los tobillos, las pantorrillas, liberando un repugnante hedor a carne quemada... pero no gritó. En ningún momento gritó.

No ella.

Un escalofriante alarido de dolor y terror surgió de boca del secretario inquisitorial. Y del verdugo.

Las piernas de ambos ardían en llamas.

Sus chillidos se elevaron sobre los gritos de la multitud, inhumanos, desgarradores. Corrieron sobre el cadalso, arrojándose al suelo, intentando apagar el fuego a manotazos. Un esfuerzo fútil.

La gente se echó hacia atrás, horrorizada, contemplando el imposible espectáculo bajo el cielo oscuro del mediodía. Las llamas consumían sus cuerpos a idéntico ritmo que aquellas que quemaban a la muchacha. Pronto superaron las rodillas, trepando hasta la cintura, el abdomen, los brazos y el pecho. Los dos hombres se retorcían en el piso, aullantes, la carne carbonizada desprendiéndose de sus huesos. Cuando algunos de los espectadores de las primeras filas también comenzaron a gritar, envueltos en flamas rojas, la multitud se desbandó en un caos de gritos y horror.

La pequeña plaza, húmeda bajo la llovizna, quedó repentinamente en silencio, cubierta por decenas de cuerpos que aún se convulsionaban sobre los adoquines.

No quedaba nadie con vida.

Excepto una persona.

El joven fraile, sentado en el suelo, contempló aterrorizado a la chica. No quedaba mucho de ella. La difusa silueta de una osamenta negra, carbonizada, humeante. La cabeza estaba vuelta hacia él, casi como si lo mirara desde las cuencas vacías de sus ojos derretidos. El fraile retrocedió, aún tumbado en el suelo, arrastrándose con manos y pies.

La boca de la calavera parecía sonreírle bajo la lluvia.

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Bruja

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Mis más sinceros y especiales agradecimientos a @Eli_MacNoel, quien se tomó la molestia de revisar y corregir este texto antes de su publicación en la plataforma. ¡Muchas gracias por la labor de edición!

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