Alegorías y cavernas
La rutina de Rebeca era larga, monótona y aburrida. Pero necesaria.
Se levantaba todos los días al amanecer, apurada por la bota de su padre contra sus costillas. Claro que, "amanecer", solo era una forma de decirlo. En el Refugio siempre era de noche. La única luz de su mundo era el frío foco halógeno en el techo, iluminando las paredes gélidas y húmedas que los protegían del Exterior. También estaban los otros focos, los fluorescentes, de bajo calor y con el espectro de luz necesario para las verduras.
La primera tarea de Rebeca era revisar los brotes en el área de cultivo. Se sentaba ante el mesón lleno de bandejas con tierra fresca y comprobaba el estado de tomates, zanahorias y legumbres, acomodando las bombillas fluorescentes a la altura justa. Los cultivos maduros iban a parar a los estantes de la pequeña cocina, a la espera del almuerzo o la cena.
—Al menos el agua no es un problema para nosotros —solía jactarse su padre, lleno de orgullo.
El Refugio contaba con una vieja bomba de agua que él mismo había instalado, un cilindro metálico con una palanca curva en su parte superior y una pequeña canilla de latón. Cada mañana, luego de revisar las verduras, Rebeca accionaba la bomba. El pozo era muy profundo, y a lo largo de los años había ido haciéndose más difícil. Pasaba horas enteras allí, llenando los baldes de aluminio con el agua justa para la semana, ni más ni menos.
Luego tocaba regar los cultivos y limpiar a fondo el Refugio. "No quiero ver ni una sola mota de polvo" amenazaba su padre. Rebeca obedecía, y, cuando terminaba, preparaba el almuerzo. Era su primera comida del día. Lujos como un desayuno eran impensables.
En las largas horas antes de la cena volvía a trabajar con los cultivos, remedaba las ropas de su padre y limpiaba un poco más. A veces, se quedaba mirando los desgastados escalones que ascendían hacia arriba, hacia la gruesa puerta de hierro negro. Su padre solía enfadarse cuando la atrapaba así, absorta en las escaleras.
—Sabes muy bien lo que te espera afuera si sales— le advertía en tono lúgubre—. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?
Rebeca asentía en silencio y volvía a sus quehaceres. Su padre era el único que salía. Se había vuelto tan peligroso que había empezado a hacerlo cada vez con menos frecuencia, cada dos o tres meses, vistiendo siempre su gastado traje de "astronauta". Rebeca siempre rezaba por su regreso. Pese a todo... era lo único que tenía en el mundo; su reducido mundo de hormigón, bombas de agua y luces fluorescentes.
Su padre volvía. Siempre volvía. Dejaba el traje de astronauta en un pequeño cuarto especial, para desintoxicarlo, y le mostraba lo que había traído. Focos de repuesto, linternas, pilas, medicamentos, latas de conserva... todo extraído de sótanos, depósitos subterráneos y otros Refugios, aquellos cuyos ocupantes llevaban ya mucho tiempo muertos. Las cosas del Exterior estaban demasiado contaminadas como para siquiera tocarlas sin la protección adecuada.
En cierta ocasión le trajo un peluche. Un pequeño oso de felpa con un gran corazón rojo cocido en el pecho. Durante años fue su tesoro. Su amigo.
—Las cosas están cada vez peores ahí afuera... —mascullaba su padre, entre toses, quitándose cuidadosamente el traje—. Esa puta ceniza no para de caer. Ya casi no puede distinguirse la noche del día.
Rebeca recordaba cómo era el día. Tenía apenas siete años la noche que bajaron al Refugio, pero aún recordaba la luz del sol, el cielo azul y los árboles. Había sido tan feliz en la granja, correteando entre el maíz y el trigo, persiguiendo aves, cazando mariposas, jugando con su perro y sus amigos. Aún recordaba la voz dulce de su madre, llamándola para almorzar; recordaba sus manos suaves acariciándole la cabeza, alzándola en brazos. ¿Había pasado tanto tiempo?
—Extraño a mamá... —comentaba a veces, durante alguna cena en silencio.
Su padre torcía la boca en un gesto de rabia, pero, aun así, ella podía ver la profunda tristeza en sus ojos.
—Han pasado diez años, Rebeca. Déjalo ya.
—No puedo...
—Pues inténtalo.
—¿Tú no la extrañas?
—Claro que la extraño. —Su padre parecía a punto de echarse a llorar—. Pero, ¿qué sentido tiene lamentarse? ¿Qué podemos hacer? Ella había ido a la ciudad esa noche. Estaba fuera cuando sucedió... no pude ir a buscarla, no había tiempo. Tuve que traerte aquí abajo. Habríamos muerto si no lo hubiese hecho. ¿Lo entiendes?
Rebeca recordaba aquella noche. Era como un sueño. Se veía a sí misma en la cama, durmiendo. Veía a su padre entrando de repente en la habitación, su rostro alterado, confuso, la mejilla manchada de sangre. Veía como la levantaba en brazos, como descendían juntos al Refugio, cerrando la gruesa puerta negra para ya jamás volver a salir.
—¿Lo entiendes? —volvió a preguntarle.
—Sí.
La mano de su padre cruzó la mesa como un látigo, dándole una cruel bofetada. Rebeca se cayó de la silla, llevándose el mantel, los platos y los cubiertos al suelo.
—Pues si lo entiendes no vuelvas a mencionarlo... —le dijo con odio, atragantado por la tos—. Ahora, sé una buena niña y levanta este desastre.
Rebeca obedeció. Formaba parte de su rutina. Obedecerlo. En todo. En todo lo que le ordenara, en todo lo que él quisiera.
Los días transcurrían. La rutina se repetía cíclica, infinita, una y otra vez. Levantarse al alba. Cosechar las verduras. Bombear el agua. Regar. Limpiar cada rincón del Refugio. Preparar el almuerzo. Asistir a su padre en lo que necesitara. Preparar la cena. Irse a dormir. El foco halógeno en el techo, sucedáneo de un sol que aún no olvidaba, marcaba el ritmo artificial de su vida.
—El cielo era azul —le susurró a su oso de felpa una noche, alzando apenas la voz por encima de los ronquidos de su padre—. El sol era cálido. Los pájaros cantaban en los árboles y las plantas crecían en el suelo, en la tierra, no en bandejas de plástico. Había gente, mucha gente. Tenía amigos... No hacía falta ninguna luz fluorescente, ni ninguna linterna, ni la bomba de agua. Todo era distinto. Todo era mejor.
Su padre le hablaba ahora del cielo negro y brumoso del Exterior, de la tierra muerta, de los árboles marchitos, de la lluvia de ceniza gris que envenenaba todo cuanto tocaba. Si estaba viva en esos momentos era gracias a él, que la cargó en brazos hasta el Refugio la noche en que todo sucedió, que cuidó de ella, que le enseñó poco a poco todo lo que necesitaba saber para sobrevivir. Debía ser agradecida.
—Debemos ser agradecidos —le dijo al peluche, intentando convencerse, intentando contener las lágrimas—. No importa lo que pase, no importa lo que haga. Es papá. Debemos ser agradecidos.
Un día, el padre de Rebeca enfermó.
La tos que venía arrastrando desde hacía semanas se transformó en un silbido ronco y entrecortado que retumbaba en su pecho. La fiebre lo aquejaba. Estaba débil, pálido... y ya no podía salir al Exterior. Las verduras que con tanto esfuerzo cultivaban pronto comenzaron a escasear. Habían agotado las conservas. Rebeca estaba desesperada.
—Tengo que salir, papá —le dijo una noche, mientras le colocaba un trapo húmedo sobre la frente—. Tengo que salir al Exterior y traer comida, medicinas, tengo que...
—No. —Su padre la miró con una intensidad increíble tras sus ojos febriles—. Tú no sabes cómo son las cosas afuera. No puedes salir. No debes.
—¡Tengo que hacerlo! —replicó ella, haciendo un enorme esfuerzo por no ponerse a llorar— ¡Estás enfermo! ¡Tengo que salir!
—He dicho... que... no...
—Papá... lo siento... pero no puedo obedecerte. —Rebeca respiró muy hondo, apretando el paño con delicadeza—. Estás demasiado débil. Si no salgo por medicinas pronto... algo puede pasarte. Debo hacerlo.
—No...
—Esta noche voy a ajustar tu traje a mis medidas, creo que puedo adaptarlo bien para...
—¡NO!
Su padre se incorporó de un salto de la cama, cruzándole el rostro de un bofetón. Rebeca cayó bruscamente al suelo. Su cabeza rebotó contra el duro concreto, abriéndose la frente. Observó confusa la mancha roja bajo su cara, sintió el doloroso bulto punzante donde debía estar su ojo derecho.
—¡Te quedarás aquí! —rugió su padre, su voz rota por la tos. Pese a lo débil que estaba, su figura se erguía sobre ella como la sombra de un gigante— ¡Me obedecerás! ¡No saldrás! —Se agachó y la agarró por el cabello, levantándola de un tirón—. ¡Harás lo que te digo!
Rebeca sintió que algo se rompía dentro de ella. Y ya no pudo contenerse.
—¡Suéltame!
Lo empujó, sacándoselo de encima con una fuerza que no creía poseer. Su padre cayó de espaldas contra la cama. Se quedó allí, mirándola con la boca abierta, incrédulo.
—Rebeca...
—¡No volverás a ponerme una mano encima! —lo interrumpió ella, gritando, hiperventilando—. ¡No volverás a darme órdenes! ¡Saldré si debo salir! ¡Lo haré!
—Voy a perderte... —susurró él. Las lágrimas le corrían por el rostro demacrado—. Te perderé igual que perdí a tu madre...
—Han pasado diez años, papá —le dijo, irónica—. Ya déjalo.
Su padre no parecía escucharla.
—Quieres abandonarme... a mí... que tanto te he cuidado, que tanto te he amado...
Rebeca soltó una carcajada histérica. Apretaba tanto los puños que la sangre comenzó a manar entre sus dedos.
—¿Cuidarme? ¿Amarme? ¿Tú? —Se llevó una mano a la camiseta, rasgándola de un tirón. Sus pechos quedaron al descubierto... y con ellos las marcas oscuras y amoratadas de unos dientes—. ¿Esto es cuidarme? ¿Esto es amarme? ¿Cómo... cómo te atreves?
Su padre se cubrió el rostro con las manos, como si no quisiera ver aquello. Entonces se levantó, casi de un salto, abalanzándose sobre ella. Por un instante, Rebeca pensó que volvería a golpearla, que se le echaría encima, inmovilizándola por las muñecas contra el suelo... pero no lo hizo. Pasó de largo a su lado, rumbo al pequeño cuarto donde guardaban y limpiaban el traje. La puerta se cerró bruscamente a sus espaldas.
Rebeca quería gritar, quería llorar, pero se contuvo. Se dejó caer boca abajo en su cama, apretando el rostro ensangrentado contra el colchón. No creía que pudiera volver a hacerlo jamás, pero, sin saber cómo, se quedó dormida.
La lámpara halógena en el techo marcaba el ritmo artificial del día y la noche.
Pero, aquel día, Rebeca no se levantó al alba. La voz áspera de su padre no la despertó. Abrió los ojos muchas horas después, confusa, adolorida.
—¿Papá?
Se levantó con dificultad de la cama, sintiendo un dolor insufrible en el ojo derecho. La ceja se le había hinchado hasta adquirir un tono entre azulado y negro. Se aplicó presión con un trapo húmedo, y luego, con manos temblorosas, se cambió la camiseta desgarrada por una limpia.
Miró a su alrededor. El gran espacio rectangular del Refugio estaba vacío. Allí estaba el área de cultivo, con sus bandejas y macetas ya casi agotadas. A un costado, las camas, la bomba y la pequeña cocina.
—¿Papá? —volvió a preguntar, golpeando la puerta del baño.
No había nadie allí. Rebeca volvió la cabeza hacia la pequeña habitación donde guardaban el traje. El corazón le latía con fuerza. Una parte en lo más recóndito de su ser aún no podía creer lo que había hecho la noche anterior. Se acercó ansiosa a la puerta del cuarto.
—Lo siento, papá... —susurró, con la vista clavada en el suelo—. Lo siento mucho. Ha... hablemos. Tenemos que hacerlo. ¿Papá? ¿Puedes salir?
Rebeca golpeó quedamente la puerta con sus nudillos.
—Papá... sal por favor... Te lo ruego. Debemos hablar... —Tomó el picaporte y abrió la puerta—. Yo...
No hizo falta que entrara en la habitación. Se quedó de pie en el umbral, inmóvil, sus ojos alzados hacia el techo.
Los pies de su padre se balanceaban lentamente en el aire. Tenía el cuello ladeado en una extraña posición, casi como si quisiera salirse del cinturón que lo apretaba. Su rostro amoratado parecía observarla desde arriba, dolido, acusador.
Rebeca cayó de rodillas al suelo. No gritó, no lloró, no dijo nada. Se quedó allí, de rodillas, incapaz de apartar la mirada del cuerpo que colgaba de las tuberías. No supo cuánto tiempo estuvo así. ¿Todo el día y toda la noche? Tal vez. Siempre estaba oscuro en el Refugio.
Pero ya no podía seguir allí.
Se alejó a trompicones de la habitación, medio corriendo, medio arrastrándose. Tomó el oso de felpa entre sus brazos y atravesó el Refugio, directo hacia los gastados escalones de concreto. Una vocecilla en su interior le advirtió que no lo hiciera. No podía salir así al Exterior, no sin el traje. Era la muerte. Pero Rebeca ya no pensaba. Quería huir. Quería terminar con todo aquello de una vez y para siempre.
Subió los peldaños a tropezones, quitó los gruesos cerrojos de acero de la puerta, los cuatro que tenía, y la abrió de un tirón.
Rebeca se cubrió el rostro con el antebrazo.
No podía ver.
Todo era blanco.
Todo era...
Azul.
No supo exactamente cómo, pero logró avanzar unos pocos pasos sobre la hierba, abrazada a su peluche. Los sonidos la envolvían. Pájaros, cigarras, la brisa suave y refrescante. A su alrededor, los campos rebosaban de un trigo tan alto y dorado como la niña en su interior aún recordaba. Sobre su cabeza, inmensas nubes blancas cubrían un cielo tan azul que parecía irreal. Cuando alcanzó la sombra de un enorme roble, su copa cargada de miles de hojas verdes, se sintió desfallecer. Cayó sentada sobre la hierba, mirando a su alrededor con gesto ausente, apagado. Sus dientes castañeaban. Temblaba.
—Oye... ¿Estás bien?
Rebeca volvió bruscamente la cabeza. Un joven vestido con jeans, camisa y sombrero, la observaba con curiosidad. Llevaba guantes de trabajo, y una gran bala de heno bajo el brazo. Rebeca se llevó una mano a la boca. Sintió cómo su cuerpo se inclinaba, cómo su frente tocaba la hierba. Dejó caer el peluche. Y lloró.
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Alegorías y cavernas
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