Progenie

                  

La habían casado. Así lo exigía la tradición a su edad, y así lo había decidido su padre. Ahora le debía obediencia a su marido, tan distinto a lo que ella deseaba. Obedeció, complació e hizo fuerza por ignorar lo que se revolvía en su pecho y tensaba sus manos.

Se descubrió confesando sus deseos a las sombras que la visitaban de noche, mientras su marido roncaba. Ellas balbuceaban rimas en otro lenguaje, pero se hacían entender. Supo que algo se retorcía en su interior y sintió asco, dolor y un vínculo.

Sus padres, su marido y sus hermanas sonreían. Ella sintió que la habían usado para dar un fruto a la bestia de su marido. Y odió y amó a ese fruto y deseó que fuera una rebelde que, guiada por ella, comenzara una transformación. A medida que su vientre crecía, también lo hacían extrañas imágenes en su mente, donde los hijos osados escupían fuego y volaban con las aves del desierto.

Él esperaba que le trajeran a su primogénito, al heredero de lo que estaba construyendo y de lo que él era. Ya sabía su nombre, quién sería y qué haría. De las mujeres se ocuparía su esposa. El grito de las comadronas interrumpió sus pensamientos. Sobresaltado, gritando también, corrió hacia la sala de parto.

Se despertó cubierta de un líquido violeta, y sintió aroma a quemado. Ya no había rastros de las comadronas. Reconoció a su marido en lo que quedaba de un esqueleto carbonizado. Giró hacia el caballo de escamas violetas y alas, éste abrió la boca y una lengua bífida la tocó, cubriéndola de baba morada. Se hundió en sus ojos, cerró los suyos y abrazó a su hijo.

Cuando cabalga por el cielo los hombres corren a esconderse. Algunas mujeres, aquellas que a la noche escuchan más allá del viento y de la arena, se quedan. Y la reina de escamas baja, y se las lleva.

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