XXI. Runas.

Algo desconocido y aterrador siempre se arrastró desde las profundidades del mundo. Profesaba palabras inentendibles, dando pistas incongruentes mientras iba reptando por las grietas de la realidad, escondiéndose entre las brechas de la profunda oscuridad y evitando minuciosamente el tacto de la luz solar.

Este ser dibuja runas en la tierra, pinta jeroglíficos entre las grietas en espera de ser descubierto, o al menos, comprendido. Ahora bien, lo cierto es que dichas runas están escritas con brea, una sustancia tan oscura como la noche, y se dice que la persona que pueda darles lectura pese a la inentendible escritura, conocerá el castigo de Dios sin reparos ni clemencia.

No obstante, ninguna de estas runas tenía sentido, estaban torcidas y mal escritas, se diluían cuando las cavernas donde se encontraban escritas se llenaban de agua. Desaparecían en las tormentas, se volvían a escribir durante las noches secas solo para que el ciclo se repitiese cuando un diluvio volviese a caer e inundase las cavernas.

Por ello, nadie se preocupó realmente de que naciese alguien capaz de darle sentido a estos caracteres indescifrables y desatase la furia divina sobre sus cabezas.

Tristemente, alguien nació.

Un erudito, un maestro del entendimiento, del saber y la razón. Alguien capaz de dar coherencia a las oraciones diluidas, tejiendo narraciones enteras acerca de profecías, escenarios del futuro venidero que azotaría a los ignorantes del destino como un vendaval arrasando en pleno invierno.

Recopiló las runas, talló sus descripciones místicas en un báculo de madera; el cual se aseguró de esconder lejos de los ojos celestiales. Nadie debía saberlo, nadie debía ser conocedor de la verdad estridente que resguardaba con tanto recelo en dicho bastón, pues allí, justo en las cavernas se encontraba escrita la sentencia más inaudita de todas.

Una fórmula para matar a Dios. 

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