XVIII. Sirena.

En estas tierras no existían criaturas tan magnificas como las sirenas. Los mares yacían congelados y bajo los glaciares solo se arrastraban animales irracionales, seres que serían devorados tarde o temprano por los hombres desesperados por alimentarse. Aun así, la dulce jovencita imaginaba como se verían las sirenas, sumergiéndose en la fantasía de sus libros viejos para ignorar con viveza la realidad fatalista que golpeaba regularmente a su puerta.

Su padre animaba sus fantasías con historias y falsas anécdotas, embelesándola con la idea de que algún día, ante ella se presentaría una sirena. Además, su padre tenía la mala manía de endulzar sus sueños y decía que, de haber nacido como una sirena, ella sería la más hermosa.

Lastimosamente esa dulce jovencita creció solo para entender que en su tierra no existían criaturas tan magnificas, porque el mundo estaba demasiado podrido como para poder recibirlas. Ella jamás vería una sirena, porque ellas jamás navegarían en las aguas de una nación abandonada y maldecida por Dios.

Las sirenas eran seres libres, que navegaban en los mares y se hundían en las profundidades sin rendirle cuentas a nadie; pero todos aquí eran prisioneros de la voluntad divina, eran herramientas del Todopoderoso y actores del teatro cósmico que regía sus vidas. Siendo esto así, la dulce jovencita entendió que las sirenas podían navegar en mares congelados, incluso nadar al lado de animales irracionales, pero jamás se dejarían doblegar ante la voluntad de lo divino.

Por ello, la jovencita también entendió qué, de ser una sirena, ella quizá no sería la más hermosa de todas, pero tal vez sería más libre de lo que es ahora. 

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