XI. Diamantes.
Sus ojos nunca fueron normales, tenían una condición que los hacía especiales. Eran cerúleos como el cielo, pero estaban salpicados por un tono zafiro y solían iluminarse ante el mínimo rayo de luz. Además, ante el reflejo del sol, cambiaban de forma y color como si de un caleidoscopio se tratase.
En ocasiones, su padre —que en paz descanse— decía que sus ojos eran como diamantes, tan preciosos e inigualables que nadie en estas tierras mineras podría siquiera soñar con adueñarse de ellos. Ah, pero es bien sabido que más de un hombre deseó obtener esos preciosos ojos de cristal, caballeros arrogantes y príncipes engreídos añoraron conseguir una sola mirada de esos magníficos diamantes.
Lo cierto es que ella no miró nunca a nadie, pues solo se veía a sí misma y nada más.
Cada día al verse en el espejo recordaba que sus preciosos ojos eran únicos, la belleza del zafiro y el lapislázuli nunca podrían ser comparables con la hermosura de sus diamantes. Entonces, entendió que no debía desperdiciar su mirada en infames e indignos, si tenía que dar cuento de otros entonces solo vería de reojo, pues nadie nunca sería lo suficientemente valioso para obtener una sola mirada suya.
Así fue hasta que un día sus diamantes se encontraron con una preciosa mirada esmeralda, acompañada por pequeñas pecas y sonrisas gigantescas. Esa dulce niña le devolvió la mirada con tanto anhelo, que por primera vez sintió que la esmeralda valía mil veces más que los aburridos y frívolos diamantes que ella poseía.
Desde ese día, se dio cuenta que solo aquellas esmeraldas serían dignas de su mirada cerúlea, que sus diamantes se habían entregado a la belleza infantil de la pequeña niña que se convertiría en su querida hermana.
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