VIII. Cripta.

Entre las grietas del mundo y deslizándose hacia el filo de la realidad, yace oculta una cripta. Se encuentra enterrada bajo las ruinas de una existencia marchita, un mundo primitivo, corroído hasta tal punto que solo quedaron los escombros de una sociedad antigua, pilares manchados con sangre seca y cenizas.

Lo curioso es que incluso cuando este mundo colapsó, la cripta prevaleció.

Ningún iluso tendría porque saber algo así, pues solo había un hombre que podría dar cuento de los inenarrables hechos que ocurrieron en este mundo muerto. Por ello, no hay ser humano que tuviese el conocimiento —ni la osadía— de poner un pie en estas catacumbas, pues de llegar a hacer algo así, significaría que habría nacido un hombre o mujer con la suficiente sabiduría como para hallar uno de los mundos que fueron destruidos por el destino y por el propio Dios. Algo inaudito.

Aunque se crea o no, la verdad es que si había alguien vagando en esta cripta. El ser que habitaba esta tierra de nadie —como bien se dijo— no era humano, ni hombre, ni mujer; el ser que yacía arrastrándose entre las tumbas era una abominación que nació aquí, la única vida que surgió desde las cenizas del pasado.

Se forjó desde los huesos de los cadáveres viejos, su carne es la carne de los muertos, tejiendo cada parte con suturas mal cosidas que no realizó por sí mismo. En realidad, el poder que dio vida a su existencia de retazo malformados vino de la mano de Dios, quien ensimismado por la tragedia que azotó esta realidad, intentó dar vida a lo que ya estaba muerto.

Quien vaga esta cripta no es otro que un hijo de Dios, un hijo maldito, un hijo que nació muerto y aun así se arrastra entre los pasadizos como si estuviese vivo.  

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