III. Espíritus.

Puede oírlos. Incluso en la vasta neblina de su delirante consciencia, realmente puede oírlos. Los susurros son apenas audibles en su cabeza, pues se trata de un barullo de palabras fragmentadas que no completan ni una sola sentencia coherente, mucho menos entendible. Sin embargo, están ahí, casi imperceptibles como el aire que respiraba o los latidos menguantes de su corazón sangrante.

Estas voces lánguidas y abatidas narran las historias de su espada, cuentan como los destajo sin mediar palabra, relatan con vileza la falta de empatía en sus batallas. Son los espíritus de los hombres que mató, de las mujeres que cercenó, de los niños que enterró.

La dama de la guerra se arrastra entre tumbos a lo largo de las viejas mazmorras mientras el coro cacofónico le persigue como un centenar de manos invisibles, la disonancia reverbera entre los túneles hasta azotarle la espalda con saña. Su sangre va dejando un rastro con olor a mortecina que los espíritus se beben con deliciosa malicia, tragándose con deleite la esencia de su alma y aguardando pacientemente a que caiga de rodillas.

Están cerca, puede oírlos. Rasgan la piedra añeja y aúllan con fervencia cuando se tropieza, su piel se desgarra el triple, ellos gritan en un festejo silencioso de murmullos, silbidos e inquietantes gemidos quebradizos.

Todos son asquerosos, todos son escoria insignificante y su ruido discordante no le pone los nervios de punta. Así que no escapa de ellos, no escapa de su coro malévolo, lo cierto es que se escabulle de la bella melodía que se esconde entre los alaridos enfermizos y resalta como una fantasmagórica sinfonía.

La autora de la escalofriante tonada se desliza entre los pasajes con parsimonia, ignorante a los espíritus que se arrastran a tras de ella y gimen coléricos mientras se agrupan a su alrededor. No puede oírlos, no puede sentirlos, pero sus ojos comparten el mismo rencor ancestral por quien da tumbos entre la maleza y su espada gotea la misma sangre que ellos tanto ansían succionar.

"Morirás" el fin de la melodía trae esta sentencia, "Debiste matarme como a los demás" y con un movimiento silencioso, la dama de la guerra se convierte en el festín de un centenar de espíritus furiosos. 

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