Memorias del alma 1


Abrió aquel día nublado, sus ojos por primera vez. Su pelaje era gris y sus orejas grandes para su pequeño tamaño. Habían más como ella en la apretada madriguera donde descansaba, además de una madre exhausta. Todos iban despegando sus párpados y dando comienzo a la vida. Salió a la luz y por primera vez contempló el vasto bosque donde había nacido. Caminaba suavemente tropezando con cada rama y asustada de las hojas y las aves que sobre su cabeza volaban, vivían, y al igual que ella, nacían. Pero pasaron las lunas y sus patas ya corrían en la nieve, en las piedras, junto con la manada, jugaban y cazaban.

Una noche de luna llena se erigió sobre sus cabezas. No era una noche como otra cualquier, los aullidos ahogados por el sueño se hacían sentir. Nada perturbó a la manada. Solo ella pudo notarlo, el aire estaba impregnado de un aura única. Eran casi palpables aquellos aromas silvestres, el suave olor de los pinos con la nieve cayendo entre sus copas, o el ácido de pelajes manchados de sangre, ya coagulada, pero algo más reinaba entre tantos olores. Cosas que solo sus sentidos podían percibir, como si estuveran dirigidas solo a ella. Consiguio dormir plácidamente con el resto de sus hermanos, bajo una luna extraña y una aurora boreal que se extendía a lo largo del cielo invernal.

Cuando se levantó sintió la nieve más fría que nunca, sus ojos captaron la claridad del día y se abrieron con cierto relampagueo, casi defensivo hacia su propio cuerpo. Cuando fijó la vista en las narices que se movían incisivas a su alrededor y algunos dientes blancos que le mostraban, se percató del cambio.

Ya no era un lobo, era una mujer en toda regla. Las cuatro patas se habían convertido en extremidades aún incomprensibles y el pelaje que la protegía del frío invernal de las montañas había desaparecido. Ante los ojos de su manada era una desconocida, pero por suerte no ante sus otros sentidos. Se colocó a gatas de la forma más primitiva que aquel cuerpo desarrollado le permitía, bajó la cabeza y el resto de sus hermanos hicieron lo mismo a modo de reconocimiento y respeto.

Un disparo se sintió en ese preciso momento, rajando el silencio ininterrumpido del descanso. Todos corrieron, dejando a la nueva mujer allí, sin poder correr a la misma velocidad. Desde lo más primitivo de sus pulmones gruñó, implorando que se marcharan. Un hombre apareció entre los árboles irrumpiendo en aquel sagrado claro, con una escopeta aún humeante entre sus manos.

—Lobos... tú... ¿cómo?—tartamudeo no supo decir si por el frío o por la sorpresa de encontrar a un mujer desnuda de pelos grises a gatas en la nieve

Ella no habló, tampoco sabía cómo, solo arrugó la cara enseñando los colmillos, carentes ahora del tamaño de la noche anterior.

—Tranquila—levantó la mano como si tratara de calmar a una verdadera fiera lista para matar

No era tan fuerte como antes, lo sentía en sus extremidades. Perdió el conocimiento, el frío había azotado su rosada carne como si le propinaran varios latigazos a la vez. Antes de tocar el suelo el hombre la sujetó y acurrucó contra su cuerpo. La llevó lo más rápido que pudo a su pequeña cabaña. La cobijó y aguardó toda la noche, si moría por el frío o vivía. En lo profundo de su ser quería ver otra vez aquellos ojos pardos que lo amenazaron anteriormente.

La noche pasó y cuando despertó se percató del hombre que yacía tumbado cerca de la chimenea. Se acercó, como lo hacen los animales en guardia, y lo olió captando hasta el más mínimo aroma. Saboreó cada uno de ellos, sangre de todo tipo, fuego, bosque, todo aquello le pareció delicioso. Lamió su mejilla suavemente sintiéndolo todo en su lengua. El palpitar de sus sentidos y sus pupilas cada vez más dilatadas, fue la primera imagen que vio aquel hombre al despertar. El cazador abrió los ojos sorprendido, pero no se movió. Se mantuvo calmado como cuando cazaba, algo se apoderó de él en aquel instante. La tomó por las muñecas y abalanzándose sobre ella logró que su desnuda espalda tocara el suelo.

Aguantó sus tobillos con las rodillas y presionó contra su cuerpo. Así la pudo observar desde arriba, como aún inmovilizada no dejaba de olerlo, morderlo y arañarlo. Se disputaban en fuerza.

¿Quién dominaría y quien yacería solo en el suelo?

Sentía aquel olor a animal salvaje emanando de esa mujer que yacía desnuda bajo él, aquello le provocó repulsión y excitación a la misma vez. Así mismo se levantó, se vistió y puso un abrigo de varias pieles sobre los hombros de ella. Agarró su escopeta en una mano, la de la joven en la otra y empujándola hacia fuera cerró la puerta tras de ellos. El frío les golpeó el rostros, ella comenzó a correr como si fuera un animal acabado de liberar, acostumbrándose a sus nuevas extremidades.

Una ráfaga de viento movió el cabello de la joven y llevó hacia el olfato del cazador, aquel mismo aroma lejano de sus recuerdos de infancia, sangrientos recuerdos de una manada. Él solo la miraba con cierta fascinación, pero igualmente molesto. Sabía que dentro de aquel cuerpo de carnes rosadas, se escondía una bestia salvaje.

La dejó acompañarlo en todo el día de caza. Mientras caminaban él le explicaba cómo había escuchado de aquel fenómeno pero no tenía ninguna idea de que era en realidad o su mecanismo. No sabía realmente si lo estaba escuchando o si al menos lo entendía, pero aun así seguía hablando. Nunca supo si fue por ganas de tener compañía y luchar contra la soledad o solo el deseo de deshacerse de ella y explicarle como.

Cuando regresaron comieron, tomó un baño continuamente interrumpido por la curiosidad de su compañera. Él durmió aquella noche en el suelo, nuevamente, cerca de la chimenea. Dejó libre la cama para la mujer, pero parte de él era muy consciente de que debía ser al revés.
Al despertar se encontró abrazado al cuerpo desnudo de aquel animal salvaje. Una repulsión y mil recuerdos rasgaron su mente, pero el impulso de empujarla fue opacado. Así se encontró oliendo su pelo y escrutando cada parte de su cuerpo. Ella se despertó y dio un salto, arrugando la cara en modo de amenaza pero rápidamente cayó desmayada. Su cuerpo golpeó duramente contra el suelo, con un sonido seco, que viajó por toda la cabaña.

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