EL CARAMELERO


Nadie sabe cómo apareció aquel extraño hombre de las golosinas. Tampoco cómo se fue, a excepción del detective Frank. Era un hombre que se hacía llamar Dylan, el Caramelero, que había causado una cadena de asesinatos sólo en los niños y nadie entendía cómo alguien de una apariencia tan amigable podía ser un monstruo.

El Caramelero era un sujeto de tez blanca con una estatura alta, iba con un traje blanco, un corbatín rojo y una paleta de frambuesa en el bolsillo de la chaqueta, sus manos estaban enguatadas de seda blanca y llevaba una melena rubia rojiza hasta los hombros. El detective Frank no olvidaría jamás la sonrisa que siempre llevaba, la voz como la de un payaso y unos ojos de un rosado intenso.

Pero el inicio de las muertes había empezado una semana de febrero, cuando se le llegó a Frank el comunicado del asesinato de los niños y él, al saber el número de muertos fue de inmediato a averiguar. Las autopsias que se sacaban eran muy raras y muchos dirían que nada como lo que sucedió fuera totalmente cierto.

En esa semana de febrero, pocos lo vieron, pero dijeron que vieron al hombre trajeado blanco por la acera frente a la escuela en la que los niños habían sido asesinados horas después.

Y por allí estuvo El Caramelero, con un semblante lleno de alegría y vida, como el hombre más afortunado del mundo, o como aquellos que se ganasen la lotería diariamente. Dylan entró por la puerta principal cuando había sido la hora de recreo de los pequeños. Los maestros se hallaban en una reunión importante, por lo que los niños no estaban a cargo de nadie y El Caramelero tuvo la oportunidad de ir a por ellos. Se dirigió al patio, con las manos en los bolsillos y cuando los niños lo vieron, lo miraron fijamente. '

Dylan, se detuvo a la mitad del patio y echó un vistazo a cada niño con sus ojos de rosa intenso.

―¡Hola, hola, niños, mi nombre es Dylan, el Caramelero! ―exclamó Dylan ese día para presentarse ante el público de menores. Su voz había sido lo suficientemente fuerte como para que todos le pusieran atención―. ¡Vengan, acérquense todos y les daré una gran sorpresa!

Al lado de él había un niño de unos ocho años aproximadamente, levantado la mirada y dirigiéndola hacia los bolsillos.

―¿Qué tine, seño? ―preguntó el niño. Dylan se percató que el pequeño no podía pronunciar bien las palabras―. ¿Jugetes?

―Algo mil veces mejor, mi queridísimo amigo―exclamó Dylan, su sonrisa se había ensanchado y los dientes blancos dio una apariencia más confiable. Los niños se habían acercado de forma tan obediente―. Estupendo, llegaron más niños de los que esperaba―Hizo una pausa, carraspeando un poco, algunos niños ya estaban preguntando lo que les iba a dar―. Tranquilos, tranquilos, no hay porqué impacientarse, de igual forma todos tendrán dulces.

Los niños al escuchar eso, rodearon al Caramelero para pedírselo. El hombre soltó una carcajada.

―Sí, se los daré―dijo Dylan―. Pero, ¿qué tal si lo hacemos como un juego? Los que respondan bien, ¡se llevarán una gran cantidad de dulces!

Ellos preguntaron cuál sería el juego y qué clase de golosinas podrían tener.

―Muy bien, ¿qué es café, dulce, dulce pero súper dulce que viene en forma de barra o en bolitas?

―¡Chocolates! ―gritaron al unísono. El bullicio había parecido como el de un ladrido al momento de responder, luego de que los niños lo pensaron mucho. Dylan había escuchado de uno de ellos Shocolate.

―¡Así es, chocolates! ―gritó El Caramelero emocionado. Sacó las manos del bolsillo y arrojó incontables barras de chocolate, los pequeños de inmediato saltaron intentando tomar una y otros se lanzaron al piso para tomar las que habían caído―. ¡Disfruten, disfruten de los dulces mientras puedan! Aquí vienen más―Metió las manos de nuevo en los bolsillos y lanzó otra gran cantidad de barras al aire. Los niños atrapaban los chocolates en el aire o en el piso. Después de que ya no hubo otro chocolate por el suelo, Dylan miró de reojo a los rostros de cada niño. Algunos seguían comiendo la barra o las tenían muy bien cuidadas en los bolsillos―. ¿Quieren más dulces?

Otro «» como un ladrido fue la respuesta para El Caramelero. Este sonrió enseñando los dientes, blancos como el papel y cristalinos como el vidrio.

―¿Qué es pequeño como el tamaño de una canica―preguntó Dylan―, de múltiples sabores y colores al igual que la envoltura?

―¡Caramelos!

―¡Así es, mis queridísimos amigos! ―de los bolsillos volvió a tomar un puñado de caramelos envueltos y los lanzó al aire para que después ellos los pudieran tomar. Arrojó lo suficiente para que la mayoría pudiera tomarlos. Volvió a meter las manos en los bolsillos del pantalón, los ojos resplandecían con un brillo rosa―. Última pregunta, ¿qué es redondo, de colores y se lo debe sostener de un palito para que no nos embarremos los dedos del dulce?

Aquí la respuesta fue algo variada, porque parecía que la mayoría dijo «Paletas», mientras que otros habían dicho «Chupetes». Eso no le importó a Dylan, la respuesta había sido ésa y de un momento a otro sus manos apuntaban hacia arriba y miles de paletas y chupetes volaban por los aires. Los niños se lanzaron para tomar los que pudieran.

―¡Eso ha sido todo por hoy, mis más queridísimos amigos! ―levantó la muñeca para ver la hora, aunque no había ningún reloj puesto en ese brazo―. Bueno, me la pase muy bien con ustedes, pero por ahora debo irme―. Trataba de sonar triste, pero eso sólo en la voz, la sonrisa nunca había desaparecido―. Y recuerden, que les haya dado golosinas será nuestro secreto―guiño el ojo― ¡Hasta nunca, que disfruten de las golosinas!

Y a pesar de que algunos corrieron tras de él para recibir más caramelos que podía guardar en sus mágicos bolsillos, al intentar buscarlo por los pasillos de la escuela había desaparecido.

Como un buen truco de magia.

Fue cuestión de horas para que los niños empezaran a fallecer. ¿De qué manera? Todo era por los dulces, los niños terminaron contando la verdad cuando llegaron al hospital, algunos ni siquiera llegaron. Mucho menos llamar al número de Emergencia. Cada uno de los que habían consumido los dulces de El Caramelero se habían enfilado en un sendero directo a la muerte.

Los chocolates admitieron que sabían deliciosos; que los caramelos de sabores, las paletas y chupetes eran los mejores que habían saboreado en la vida. No obstante, aquello los terminó matando, los chocolates contenían veneno. Pero las autopsias determinaron que no sólo se trataba de un veneno común, este había logrado agujerar los órganos, como si se tratase de ácido. La hemorragia interna y el punzante dolor era insoportable. Los demás dulces que Dylan el Caramelero había obsequiado, para sorpresa de muchos, había tapado los espacios del cuello. Había abundante caramelo que no sólo había bloqueado la garganta, sino que el caramelo se había expandido rompiendo la tráquea y los pulmones también sufrieron por la misma situación.

Sin embargo, los niños no habían sido los únicos en fallecer. Los padres de algunos de ellos compartieron el mismo destino, ya que sus hijos habían guardado un poco para que los comieran.

Esa oleada de muertes había ocurrido en las escuelas, y la historia era la misma, un hombre de traje blanco muy feliz repartía dulces luego de un breve y sencillo juego de Adivinanza. Las escuelas habían tomado medidas concretas, usando un sistema de vigilancia y seguridad más efectivo. Los recreos al aire libre se habían suspendido, los niños debían pasar únicamente en sus salones, es decir, que los recreos eran dentro. Debían llevar su comida y no salir. Los oficiales de policía aumentaron la vigilancia en cada instituto. Y los pequeños no debían quedarse solos, siempre tenían que pasar con un adulto.

El problema, era que los niños seguían muriendo a pesar de todo lo que se había elaborado.

Todos, de las mismas maneras.

***

El detective Frank había ido al hospital una noche. Una niña se hallaba en cama con el estómago muy adolorido; él quería hablar con ella especialmente. La habían llevado al Hospital y tanto Frank como los demás sabían que era cuestión de un par de minutos para que ella se fuera de este mundo. Frank había ido con brío hacia la habitación, tomando las escaleras en lugar del ascensor.

Iba con una libreta de apuntes y un bolígrafo en cada mano.

Al llegar a la habitación de la niña, sus padres voltearon a ver al detective en el umbral de la puerta. Los padres eran rubios, pero de tez un tanto bronceada. El detective sacó su placa y se las enseñó a los dos.

―Detective Frank, ¿me permiten un par de minutos para interrogarlos a ustedes y a la niña?

―Ve tú, cariño―dijo la mujer a su marido. El hombre asintió con la cabeza y apartó el brazo que había colocado en el hombro de su mujer―. Estaré con Lizzie hasta que...

Y se calló, las lágrimas sucumbieron rápidamente. La niña no estaba dormida, estaba con la mirada fija en la ventana.

El hombre acompañó al detective al pasillo.

―Mire, no quiero que me quite mucho tiempo, mi hija se encuentra mal y prefiero estar con ella.

―Sí, lo entiendo. Tampoco espero tardar mucho al interrogar a la niña.

―¿Cuáles son sus preguntas? ―dijo el padre, bastante apresurado e intranquilo. Por cómo estaban los ojos, Frank dedujo que también había estado llorando.

El detective levantó la libreta.

―¿Hace cuánto tiempo la internaron?

―Hace una hora―respondió el padre, encogiéndose de hombros―. La vimos agarrarse el estómago porque decía que dolía, que dolía mucho.

―¿Le preguntó sobre El Caramelero? ¿Le dijo algo?

―Sí, lo hice. Dijo que estuvo en casa por la tarde, luego del almuerzo.

―¿En su casa dijo? ―preguntó el detective Frank, intrigado. Empezaba a suceder más a menudo. El padre asintió con desgana a la pregunta y Frank garabateó unas líneas en la libreta―. ¿Le comentó que es lo que le dijo El Caramelero?

―Sí, le dijo a Lizzie: «Hey, pequeña Lizzie, soy yo, ¡Dylan el Caramelero! Y he venido aquí para dejarte una buena ración de tus dulces favoritos, ¿te gustan?» ―Hizo una pausa―. Le puedo enseñar las envolturas y caramelos que sobraron, detective.

―No, no hace falta―dijo sin levantar la mirada de la libreta. Frank veía eso inútil, las envolturas no tenían huellas y los caramelos al llevarlos al laboratorio no mostraban que estaban tocados y que no tampoco contenían algo extraño. Como si se tratasen de golosinas comunes y corrientes elaborados sin nada raro―. ¿Escuchó cuando el hombre habló en su casa o cuando entró tal vez?

―Jamás escuché un ruido.

―Déjeme hablar con la niña, ¿le parece? ―inquirió Frank. El padre de la niña asintió y lo dejó entrar.

Lizzie seguía con la mirada en la ventana. La expresión de su cara era endeble, el veneno del chocolate le dolía y lloraba, tenía los ojos rojizos. Ya no lo soportaba.

―Lizzie, mi amor, ¿lo que te pregunte este hombre se lo puedes responder sinceramente? ―preguntó la madre, acariciando el cabello de la niña.

Ella asintió con la cabeza y también dijo una respuesta afirmativa, pero que apenas se había escuchado.

―Hola, Lizzie―dijo el detective Frank, reemplazando el lugar de la madre en el asiento―. Me gusta tu nombre, es muy bonito.

La boca de Lizzie se había movido un poco, estaba forzando la sonrisa a medias para agradecer.

―¿Los dejamos solos? ―preguntó el padre de repente.

―Pueden quedarse si quieren―respondió el detective. Él se había percatado que la niña veía la ventana, por lo que se dio la vuelta en el asiento para ver la luna llena resplandeciendo entre unas nubes desgarradas―. Es hermosa la luna, ¿no lo crees?

Ella asintió, un poco más animada. El detective trataba de darse prisa, pero primera debía ganarse la confianza de ella para empezar.

―¿Puedes hablar, Lizzie?

―Un poco―su voz había sonado sibilante, muy débil y tenue.

―¿Me puedes decir lo que pasó cuando El Caramelero se metió a tu habitación?

La niña carraspeó, abrazándose el estómago para amortiguar el dolor.

―Salió de mi armario gritando que me dará dulces―contestó ella―. Respondí las adivinanzas y conseguí los caramelos.

―¿Te has enterado de que los demás niños se han puesto mal por comerlos?

―Sí.

―¿Entonces por qué lo hiciste de todas formas? ―preguntó el detective. La niña podía darle la respuesta que quería, los demás morían antes de que el llegase a la habitación del hospital.

―Sus ojos rosados―dijo ella Lizzie. El detective ya lo sabía, pero porque los padres lo habían comentado por el niño.

―¿Qué tienen?

―Son hipnóticos―contestó ella. Cada vez se veía más delicada.―. Sólo pensaba en comer dulces y mi boca se había hecho agua de sólo querer comerlos.

El detective pasó con rapidez esa respuesta en su libreta, había servido como algo clave y que ninguno de los niños había podido informarle. Los padres de la niña habían puesto atención a ese detalle también, aunque no sabrían que hacer con eso.

―¿Te dijo algo más?

―Antes de desaparecer en el armario, me dijo que...que... que disfrute... los dul...

De repente la niña comenzó a abrazarse más el estómago y tosió sangre sobre su almohada. El detective se puso de pie de un salto.

―¡Un médico, traigan un médico!

El padre gritó en el pasillo por ayuda, la madre había caído de rodillas y miró fijamente como la niña tosía sangre a montones.

Había sido inútil pedir ayuda, la niña no pudo sobrevivir a los caramelos de Dylan El Caramelero.

El detective Frank en el pasillo, apretó con fuerza la mano hasta que los nudillos se le blanquearon por la rabia.

Ésa sería la última niña en morir por culpa de ese caramelero, así lo había prometido. Frank volvió a su oficina y luego de elaboró un plan con la información que había recolectado. Después tuvo que levantar el teléfono repetidas veces para llamar a muchas personas. Lo hizo a media noche, despertando a muchos padres, pero Frank necesitaba hacerlo, el sueño podía conciliarse luego de que él haya podido dar El Caramelero.

***

Los padres de cada niño se habían mostrado impacientes y nerviosos. Por muy arriesgado que fuese el plan del detective Frank, pensaban no hacerlo, Frank llamó a cuarenta familias y sólo doce se ofrecieron a efectuar la idea de Frank. Frank había pensado con detenimiento cada cosa, por lo que esperaba que funcionara y que su jefe en la comisaria, le diera el permiso. Se había mostrado poco negligente a hacerle caso a Frank, pero luego él lo pudo persuadir para hacerlo.

Se cerraron las calles de la manzana que están alrededor de un parque, los que residían y trabajaban por ese sector tuvieron que abandonarlo en la mañana. Frank llamó a un estacionamiento donde vendían coches usados. Cuando el detective le habló al dueño de que necesitaba dos coches, espero que le cobrara, pero cuando el dueño le preguntó que para qué los necesitaba, el detective cambió la opinión del dueño.

―Si dos coches son suficientes para detener a ese maniático hijo de puta, por mí puede llevarse los que quiera, detective.

La propuesta nueva había sido grata, pero el detective sólo necesitaba dos.

Después, Frank fue el único en esconder cerca del parque. Pensaba que debía obrar solo que llevar a un montón de policías para un hombre. No obstante, creía que era arriesgado llevar a muchos. Y también sabía que no se iba a enfrentar a un hombre cualquiera que destacaba de peligroso, no, por supuesto que no. La mayoría debía saber que se trataba de algo mucho peor, que no se trataba de un hombre común que había regalado dulces a los niños, sino que lo hacía de una forma distinta. El bolsillo que tenía no sería lo suficiente como para regalar caramelos a más de cincuenta niños. Y eso que Lizzie le había comentado le pareció curioso, que Dylan había aparecido y desaparecido del mismo armario.

Aquello era algo más, pensó el detective. Y pensaba que era mejor no involucrar a demasiados. Era el detective Frank contra un ente con dulces tóxicos.

―Bien, es momento de que muevan el auto, cambio―dijo Frank por el Walkie Talkie.

―Entendido ¿crees que esto funcione?, cambio―respondió un oficial que se hallaba en una calle con el coche listo para hacerlo arrancar.

―Eso espero. Háganlo de una vez, cambio―ordenó Frank.

Las doce familias que se ofrecieron a ayudar, estaban en la zona de juegos que le quedaba cerca al detective. Se hallaba agazapado entre una hilera de coches. Todos en la manzana escucharon el rugido de un coche.

―Está acelerando―susurró Frank.

El coche usado, tenía el volante de tal manera que se mantenga inerte y así no se pueda mover un milímetro. Al otro lado de la calle, había el segundo coche que estaba apagado. Lo que sucedió después, fue que dejaron una piedra en el acelerador del primer auto y el oficial encargado quitó el frenó dejando que el coche vaya en dirección del que estaba apagado. El coche de ambos debió escucharse más allá de una cuadra. En ese instante, los padres, nerviosos y asustados luego de que el auto se haya estrellado contra el otro, corrieron de inmediato a verlos. Mientras que ellos se iban, dejaban a los niños a solas en el parque, había un total de veintiún niños que estaban tomados de la mano haciendo un círculo, con la mirada al suelo y cerrando los ojos con fuerza mientras llevaban puestas unas gafas de sol. Sus oídos se habían tapado con audífonos anti ruido.

El detective esperó a que los padres se alejaran, necesitaba que ellos estuvieran a la distancia adecuada para que...

Una figura blanca caminó por entre los columpios, en dirección a los niños. El Caramelero había aparecido de la nada. El detective Frank se puso las gafas de sol y empuñando su calibre reglamentario, se acercó con prisa hacia los niños.

«Si no veo sus ojos de la forma en que él quiere, todo estará bien.»

―¡Hola, mis niños, la diversión acaba de comenzar gracias a su fiel regalador de dulces: Dylan!

Ninguno le había hecho caso. Ellos ni siquiera sabían que él estaba a unos metros de ellos.

―¿Oigan, acaso no me han escuchado? ―gruñó El Caramelero, sin dejar de sonreír.

―Es porque no te escuchan―dijo Frank, que se había aproximado, levantando su arma para apuntar―. Alto ahí, Dylan, estás bajo arresto.

Para sorpresa del detective, Dylan se dio la vuelta sonriendo. Después pasó a reírse por la advertencia del arresto.

―¿Qué intentas, mi buen amigo?

El detective se acercó con cuidado, sin despegar la dirección del cañón de su arma.

―Arrestarte.

―¿Eres ingenuo? ―preguntó Dylan, ladeando la cabeza―. Tú no podría arrestarme―los ojos centellaron de un fulgor rosa―. Yo podría irme en un parpadeo...

Pasó por detrás de un tubo de bomberos y Dylan había desaparecido al moverse de izquierda a derecha, como si del lado derecho del tubo se lo hubiera tragado.

―... y aparecezco en otro parpadeo―susurró el Caramelero detrás del detective, justo cuando abría más los ojos de la impresión―. Sería inútil para usted intentarlo, ¿no lo crees?

Se dio la vuelta y apuntó al aire, Dylan volvía a desaparecer otra vez. El detective volvió a escuchar la risa de Dylan a unos metros y al darse la vuelta, apretó el gatillo de inmediato. La bala había errado, aunque no llegó tampoco a los niños.

―Eres lento, mi queridísimo amigo―dijo Dylan en algún lugar, su voz se escuchaba cerca―, ¿qué es redondo, con pelo en un lado, con ojos, nariz y la lengua fuera de la boca mientras está clavada en un bastón de caramelo? ¡No respondas, tan sólo es la forma en la que quedará tú estúpida cabeza!

Y cuando terminó de decir aquello, el detective sintió un enorme peso posarse sobre sus hombros, El Caramelero se había subido sobre él, lo soportaba, pero las manos apretaban sobre su corona y cuello, Dylan trataba de arrancársela como sea. Frank se movió contra los árboles y juegos del parque para que se golpeara, se le había caído la pistola por el susto y la estaba buscando. Cuando la halló, el detective se arrodilló y la tomó rápidamente. Era difícil apuntarle al rostro, por lo que puso el cañón del arma sobre la pierna de Dylan y disparó. La bala perforó al Caramelero y este cayó de bruces contra el suelo. Corrió detrás de un árbol y volvió a desaparecer.

El detective vio las manchas rojizas sobre uno de los columpios.

«Si se le puede herir, se le puede matar.»

El detective escuchó que algo se raspaba a su lado y vio que El Caramelero había conseguido un hacha en algún lugar. El hacha era similar a la que usaban los vikingos, sólo que era de colores. Siendo de dulce, eso no significaba que no pudiera cortar como si se tratase de un hacha real. Dylan cojeaba, la pierna seguía herida.

―¡Tendré tu cabeza sobre un palo de caramelo, te juro que lo haré, te juro que lo...!

El detective había disparado a quemarropa tantas balas sobre el Caramelero, apuntando principalmente en el pecho, piernas y luego en la cabeza. Aún le quedaban tres balas en la carga de la pistola. Del cuerpo de Dylan, Frank notó las manchas que se destacaban en cada agujero que le había hecho. Se acercó al cuerpo de Dylan y vio el último disparo que había ejecutado: la cabeza.

Lo que manaba de la cabeza, según su color, no era nada igual a la sangre, y por la familiaridad de aquello pensó que podría tratarse de otra cosa. El rostro de Dylan seguía con su sonrisa de oreja a oreja a pesar de los disparos. Frank se arrodilló y pasó el dedo por lo que creía que era algo diferente. Lo saboreó, sólo para verificar su idea, y no se había equivocado, el sabor de la sangre de Dylan el Caremelero era...

―Jalea de mora―susurró él. Miró de reojo a los niños que se habían mantenido quietos y esperaba que también con los ojos cerrados.

Cuando agarró el Walkie Talkie que se hallaba en su cinturón, una mano de Dylan apresó su muñeca.

―¡Sí, jalea de mora, el mejor de todos los sabores! ―dijo Dylan reluciendo su sonrisa y el hueco en un costado de la cabeza por el disparo le dio un gesto más tenebroso―. ¿Qué piensas de eso, mi queridísimo amigo?

El detective dio un respingo apartando la mano con un fuerte manotazo y, sin necesidad de levantarse, descargó las últimas tres balas que le habían sobrado.

Con eso había sido suficiente, ahora sí lo había sido. Frank pensó que debió dispararle en la cabeza antes, allí debió ser el punto débil. Después de haberlo matado, el detective se sentó por un minuto sobre el césped para descansar. Después comunicó a sus compañeros sobre el cadáver y les pidió que no hablasen de aquel cuerpo en la prensa, era mejor mantenerse callados y sólo decir que el supuesto asesino fabricaba los dulces envenenados, esa era una respuesta más satisfactoria y aceptable para los demás.

Y obviamente, el detective recibió premios 

Pero él y parte de los forenses sabrían que Dylan el Caramelero, había sido, nada más y nada menos, que un monstruo de caramelo.

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