ÁRBOL AZUL

La boca de Connor sentía el rebosante sabor del alcohol que había pedido al cantinero. Estuvo sentado en un una esquina, bajo un ventilador, alejado de los demás durante dos horas y se le había ocurrido acercarse a la barra en el momento que vio vacía la cantina. A excepción de Connor y el cantinero, por supuesto. El cantinero contempló que Connor se veía deprimido, con el cabello revuelto, la camisa tenía unas manchas de diferentes tonalidades, un hedor que al aspirarlo delataba que no se había bañado en días y la barba sin afeitar de hace una semana.

El cantinero vio el reloj de su muñeca, era más de medianoche y era una suerte tener la cantina vacía sin ningún borracho soltando juramentos vulgares, sin gritar o llorando para que luego uno de sus amigos lo sacase. Solo le quedaba aquel hombre, las últimas dos personas que salieron había sido una pareja. El cantinero pensaba que ese sujeto era demasiado descuidado consigo mismo, no era la única vez que veía a tipos así, algunos tenían aspecto de vagabundo y eran menos aceptables.

El cantinero reconocía al hombre que estaba sentado frente a la barra. Había salido en las noticias y el periódico por los infortunios que tuvo que pasar. Incluso sabía su nombre.

Se acercó y le pidió a Connor que se marche a casa, pues aún lo veía lo suficientemente sobrio como para que fuese caminando sin tropezar. Connor no respondió de inmediato, suspiró y miró al cantinero.

—¿Cómo te llamas, amigo?

El cantinero, sorprendido ante la pregunta de él, se encogió de hombros. Aunque fue cortés en contestar, se estaba molestando por la demora que este le ponía.

—Ian. Mi nombre es Ian. Oiga, señor, sólo le pido que se vaya, quiero cerrar e irme a casa.

Connor bajó la mirada, mirando el vaso vacío. Volvió a suspirar pero esta vez fue un poco más fuerte.

—¿Tienes que hacer algo en casa? ¿Alguna mujer que te esté esperando, hijos o algún asunto pendiente, quizá?

Ian, el cantinero, no comprendió la razón de sus preguntas pero respondió a todo con una negación de la cabeza. No tenía esposa e hijos, mucho menos un perro, vivía solo. Tampoco tenía que hacer gran cosa, se sentía tan cansado que solo deseaba quedarse en su cama para descansar. Connor meneó despacio la cabeza, examinaba la situación en la que se encontraba y no sabía si era correcto o coherente lo que quería hacer.

Volvió a mirar al cantinero.

—¿Tienes algo de tiempo para escuchar mi historia?

Perfecto, un hombre de infortunios que desea contar una anécdota antes de cerrar. Los ebrios siempre tienen algo que contar aunque estén llorando por una ex novia o un idiota somnoliento con una sonrisa de loco, encerrado en sus fantasías y sin dejar de hablar. Ian tan sólo podía decirle que no y que se marche para tener el encuentro con su suave y cómoda cama. No obstante, cuando volvió a mirar el aspecto de Connor se compadeció. Lo que decían las noticias sobre él, era muy deprimentes y creyó que lo único que le quedaba era narrar lo ocurrido a pesar de que ya lo sabía. No obstante, Connor tenía una versión diferente: la verdadera.

Ian asintió con la cabeza luego de pensarlo mucho.

Connor sonrió forzosamente y golpeó suavemente la barra con el vaso. Ian interpretó la intención y volvió a llenarlo con licor.

—¿Crees en las fuentes de los deseos, Ian? —preguntó Connor, hablando con Ian como si fuese alguien muy cercano, como un amigo de mucho tiempo.

—Creía, señor, cuando era un niño—dijo Ian, alzando una comisura del labio—. Aunque eso ya quedó muy olvidado y he dejado de creer en esa clase de fantasías.

Connor asintió con la cabeza y bebió de un sorbo el vaso de alcohol. El cantinero volvió a llenar el vaso.

—Te haré creer de nuevo—susurró Connor. Miró de reojo al cantinero y después mantuvo baja la mirada en la barra, con los puños apretados—. Porque hace semanas encontré algo similar a una fuente de los deseos y a diferencia de las demás, ésta era maldita.

Connor no levantó la mirada para examinar la cara que tendría Ian con lo que dijo. Ian solo examinó a Connor, esperando encontrar algún indicio de la borrachera. Pero con tres vasos que lo vio beber, parecía no ser lo suficiente. Ian a veces se encontraba con tipos que contaban anécdotas mágicas y con imaginación bastante elaborada, que iban más allá de lo que conocemos. Sin embargo, era algo muy común con los borrachos y a él le hacía gracia escuchar lo mucho que parloteaban hasta que exageraban en medida y el chiste ya no hacía reír a nadie.

—Estaba de viaje por el bosque con mi familia, Ian—dijo Connor, continuando sin esperar a que Ian le dijese que siga—. Mi esposa había insistido en alejarse de la rutina por unos días, decía que se estaba volviendo loca. Me persuadió de hacerlo, recomendé un viaje a la playa, que hubiese sido de tan solo ocho horas. Mi mujer prefirió el bosque, le encantaba estar rodeada de la naturaleza, ¿sabes? —soltó una risita forzada, el recuerdo intensificaba sus intenciones de llorar pero siguió—. Llevamos a nuestros dos hijos: un niño de ocho y una niña de seis años. Acampamos tal y como lo pidió. No llovió en ninguno de los días que estuvimos ahí, eso fue lo mejor. Solo que una noche, me desperté.

»Uno podría haberse despertado porque escuchó algún ruido que parece alarmante, ¿no es así, Ian? —Preguntó al cantinero y este asintió con la cabeza—. Bien, sucede que yo no desperté por algún ruido extraño. Mi esposa dormía y sabía que los niños también, no quería arriesgarme a despertarlos sin razón, así que me vestí y salí de mi tienda de acampar para verificar algo que no era un ruido, sino algo que me atraía. Era como una energía que me llamaba, no sabría explicarte esa sensación, Ian, fue inefable para mí. Cuando salí, anduve a oscuras entre los árboles, no tropecé con nada a pesar de que no llevaba una linterna y la luna llena debía ser lo único que me iluminaba. Después de caminar algunos metros, me encontré con una luz azul eléctrico. Me acerqué más y pude ver que era un árbol.

»El árbol estaba cubierto de un azul tenue y las hojas de un azul exageradamente intenso, como si de luces led se tratara. Era una luz tan fuerte que podría haberme cegado, pero me encontraba maravillado. Cuando me detuve frente al árbol, sentía que me hablaba. No fue como una voz, aunque era algo similar a ello. Me dijo que tenía la oportunidad de pedir cuatro deseos. Cualquiera, quizá, habría vuelto corriendo al ver ese condenado árbol y yo debí haberlo hecho—Connor suspiró de nuevo, bebiendo lo que le quedaba del vaso e Ian volvió a llenarlo—. Pedí cuatro cosas: Una casa grande, un ascenso en la compañía para la que trabajaba, una mejor escuela en la que mis hijos pudiesen estudiar y cinco millones de dólares—Connor soltó una risita—. Debí pedir más. Bueno, luego de pedir mis cuatro deseos, el árbol desprendió un fuerte brillo eléctrico y todo se oscureció. En el cielo ya no estaba el resplandor de la luna. Fue tan rápido lo que ocurrió, que no supe en qué momento había vuelto a la tienda de acampar. Había amanecido.

»Al principio pensé que era solo había estado soñando, que todo lo vi era tan solo producto de un sueño. ¿Quién se encontraría un árbol azul iluminando en pleno bosque? Pensarían que estoy drogado. Ni siquiera me preocupé en volver al sitio en el que encontré el árbol para comprobar si era cierto. Nuestro último día fue la noche que vi el árbol, unas horas después estábamos guardando nuestras cosas e íbamos de vuelta a casa. Cuando detuve el coche frente a mí casa, quedé con total desconcierto. ¿Qué piensas que vi, Ian?

—¿La casa grande que deseó?

—¡Sí, exacto!, cuando miré lo grande que era... de dos pisos, desde afuera se veía lo espacioso del interior. Mi anterior casa no era pequeña y cabíamos mi familia perfectamente. Entonces, los niños y mi mujer se desabrocharon el cinturón y empezar a sacar las cosas que tenía en el portaequipaje. Me acerqué a mi mujer y le pregunté qué estaba haciendo. «Connor, ¿no es obvio que llevamos todo de vuelta a nuestra casa?» —Connor había soltado una risita, esa parte del pasado le daba gracia—. Yo había deseado y se cumplió. Me sorprendió saber que mis hijos estudiaban en una de las mejores escuelas de la ciudad,  mi jefe me había ascendido y los cinco millones de dólares los gané por un boleto de lotería. Todo se cumplió, Ian. Aunque lo más extraño, era esa parte de que todos los que me rodeaban, sabían lo que yo tenía. Me refiero a que de algún modo u otro, mi familia, amigos y vecinos sabían que las cosas que yo había deseado ya existían, como si ellos estuviesen programados mentalmente. Actuaban con total normalidad, como lo fue con mi familia al ver la casa, como mis hijos al decirme que los lleva a la otra escuela, sobre el ascenso que mi jefe me dio y de la forma en la que gané el dinero. A nadie le extrañaba que yo tuviera esas cosas tan repentinamente.

»Yo me sentía el hombre más afortunado del mundo, Ian. Iba haciendo futuros planes para el gasto del dinero. Aunque pensé que era mejor algunas cuantas cosas nuevas, así que le compré cosas a mi esposa e hijos. A mi mujer le regalé un coche nuevo y con tanto dinero de sobra, me regalé uno para mí también. Vendí el viejo auto y con los nuevos sería suficiente como para no tener problemas de movilización, sería más sencillo.

»Estaba feliz, Ian—dijo Connor con un tono melancólico—. Las mejores cosas las obtuve con facilidad. Pero...

Connor se secó las lágrimas, lo siguiente que quería contar era la peor parte. El cantinero seguía callado a excepción de la vez que el hombre le formuló una pregunta. Había estado escuchando con atención, no al principio, porque empezó con cierto aburrimiento. Pero... el árbol, el mágico árbol de los deseos llamó su atención. Connor no pidió que Ian llenase el pequeño vaso con licor.

—Como todo lo bueno llega, también puede desaparecer. No todo es permanente—acomodó sus brazos sobre la barra y reposó el puño en el mentón—. Dos semanas después de volver de mi nueva casa, en mi hora de trabajo, me dijeron que tenía una llamada para mí. Esa llamada era para notificarme que mi esposa había fallecido. ¿Sabes por qué, Ian? Porque el maldito cinturón de seguridad no cedió, como si se hubiese trabado con algo. Mi esposa esa misma mañana que murió, me comentó lo del cinturón y yo le respondí que después veríamos como arreglar eso con algunas quejas en el sitio donde lo compramos. Tuvo un accidente y lo único que la podía haber salvado de aquel choque que tuvo con el otro auto, pudo haber sido por el cinturón de seguridad. Ese detalle también lo mencionaron en el periódico.

Connor se tapó la cara con las manos. La noticia salió en el periódico al día siguiente e Ian lo leyó cuando se publicó.

—¡Es difícil decirle a un par de niños que su madre falleció! Ninguno de ellos lo aceptaba. Queríamos que ella esté de vuelta—Connor rompió a llorar y se limpió la cara con el dorso de la mano—. Fue trágico, pero tenía que afrontarlo y seguir adelante con mis hijos. No fue sencillo, había algunas cosas que mi mujer sabía hacer en casa y de las que yo no hacía. Me tomaría muchas semanas, aunque después no me servirían de nada.

»Tres semanas luego del fallecimiento de mi esposa, llevé a mi hijo a que juegue Baseball con sus amigos. Él era un gran fanático de los Red Sox, compartíamos esa misma pasión tanto por el equipo como por el deporte. Con los hijos de mis amigos y otros niños que mi pequeño conocía jugaba. Eran partidos amistosos, los demás padres se llevaban bien y veíamos a nuestras pequeñas estrellas del Baseball jugar con gran habilidad y destreza. Yo fui a los asientos con los demás padres para ver como mi hijo jugaba—Connor hizo una pausa y apretó la mandíbula—. Ese día había un sol muy radiante. Los niños solo estaban caladas unas gorras y el equipo para jugar no era suficiente como para protegerse de algún fuerte golpe, bueno, excepto para el receptor. Mi hijo era jardinero derecho y toda bola que iba directo hacia él lo atrapaba—se lamió los labios para humedecerlos un poco, también trataba de contener sus propias lágrimas—. Tendrías que haberlo visto jugar, Ian, ¡era de los mejores a pesar de su edad!, lo imaginaba jugando en la secundaria, preparatoria y de ser posible en caso de que no hubiese dejado la pasión por el Baseball, lo deseaba verlo jugar en la universidad.

»El lanzador arrojó la bola y el bateador del equipo contrario la envió lejos, en el sitio en el que mi hijo ocupaba. Lo vi alzar la mano para atrapar la bola... pero hubo un problema y sólo supuse que al levantar la mirada para atraparla, el sol no lo dejaba ver correctamente. Mi hijo no pudo atrapar la bola esa vez ya que le golpeó en la cabeza. Lo vi desplomarse luego del golpe, algunos padres se rieron, les dio gracia. Algunos niños también se burlaron. Yo... estaba muy preocupado, mi hijo no se levantó de eso, seguía tendido en el piso. Entonces salí corriendo a verlo—Connor buscó los ojos del cantinero—. Ian, mi hijo murió por ese golpe. Lo llevé en hospital y horas después, murió... ¡Murió, maldita sea, murió; la noticia se daría a conocer en el periódico al día siguiente! Fue entonces cuando reflexioné en ese árbol que vi en el bosque, ese árbol de mierda me había entregado muchas cosas buenas... pero era como si yo hubiera firmado un contrato en el que el árbol, en letras tan diminutas, me hubiese detallado que se llevaría algo a cambio. Era un precio, nada podía ser gratis, ¿no? Nunca predestiné eso; estaba sin dos de las personas que consideraba más importantes en mi vida.

»Después seguiría mi niña—la mirada de Connor se ensombreció, esa parte de los sucesos por los que tuvo que pasar no eran fácil de volverlas a revivir en su cabeza—. Eso lo sabía aunque no entiendo cómo. Velé a mi hijo y lo enterré cerca de la tumba de mi mujer. Después me preocupé por la seguridad de mi hija, la iba a proteger de todo. Había noches que no dormía, Ian. Mi propia hija me decía que necesitaba descanso, pero no hacía caso, me importaba protegerla. A ella y a mí nos iba terrible, la tristeza de la muerte de ambas personas nos embargaba de un silencio que lo veíamos como desconocido. Era inquietante, Ian. A veces mi hija me contaba que veía a su hermano y a su madre en sus sueños. Ambos los extrañábamos mucho. Y cuatro semanas después de la muerte de mi hijo en el campo de Baseball... seguiría su hermana.

Connor sollozó estando allí. Recapitular todo aquello lo estaba matando. Ian, al verlo en esa condición, no supo qué hacer. En otras situaciones similares en las que algunos hombres o mujeres inundaban sus penas y tristezas en alcohol para olvidarse de todo por unos minutos, sabía qué podía aconsejarles algo para que estén tranquilos, pero esta ocasión era muy diferente en todos los aspectos. Ian puso una mano en el hombro de Connor y él no la apartó. Se limpió la cara con el dorso de la mano y siguió con su triste historia.

—Era obvio que no podía dejar a mi hija encerrada en casa de por vida. Así que tomaba ciertas precauciones. No podía vigilarla en la casa, eso era cierto. Pero me preocupaba mucho en hacer lo posible para mantenerla con vida. Pero era imposible, cualquier cosa podía haberla matado, la muerte respiraba tan cerca de ella.

»Cuando volvíamos de la escuela, ella subió a su habitación a cambiarse. Yo iba preparando la comida para ponerla en la mesa y cuando la llamé, luego de unos segundos, escuché fuertes golpes. Alarmado, salí de la cocina y fui a ver qué había ocurrido... sólo para encontrarme con que mi hija debió haberse resbalado o tropezado arriba para después ir cayendo por las escaleras. Se había roto el cuello. No vi venir la idea de que a ella le pudiera pasar esa tragedia...

»Y no servía de nada llamar al hospital, ella ya no respiraba. Fue cuestión de tiempo para que la noticia de su muerte estuviera en primera plana, como todas las anteriores sobre mi familia.

Ian había leído las noticias de los tres familiares muertos de Connor. De esa manera sabía quién era él, aunque la profundidad que le había detallado Connor al cantinero no lo sabía nadie, Ian estaba recibiendo la versión completa de la verdad por lo que Connor tuvo que pasar. Pero la cosa no terminaba ahí...

—Me percaté de un patrón, Ian. Mi esposa murió a las dos semanas del viaje al bosque, mi hijo falleció por el golpe de esa bola tres semanas después de la muerte de su madre y mi hija a las cuatro semanas de que mi hijo cayera muerto. Ya entenderás lo que sigue...

—A usted le quedan cinco semanas.

Connor negó con la cabeza ante la respuesta predecible del cantinero porque no se había equivocado del todo.

—Me quedaban, Ian—corrigió Connor—. En estos días que me quedaban me preocupé en hacer lo posible por mantenerme con vida. Volví al bosque en el que acampé con mi familia para encontrar el maldito árbol y talarlo con una motosierra que compré. Supuse que derribando el árbol acabaría con mi maldición, pero al llegar, no encontré rastro del árbol. Había regresado al mismo sitio en el que acampé, y caminé por la misma ruta en la que anduve la noche que me desperté y lo encontré por primera y última vez. Ya no estaba, sólo apareció para desgraciar mi vida. Busqué en internet, pero allí no te da la solución a tus los problemas. Estuve durante tres semanas en buscar una solución y salvación que no existía para mí. Las tres semanas desperdiciadas fueron suficientes para rendirme y aceptar lo que vendría.

»El tiempo se acababa, mi muerte se aproximaba, reconocía un cuándo, pero no un cómo. Tenía miedo de que fuese una muerte peor que la de mi familia, no quería sufrir con mucho dolor así que un día decidí comprar pastillas para dormir y también medicamentos caducos. En estos tiempos, las pastillas para dormir no tienen el mismo efecto que antes. Entonces necesitaría usar algo más fuerte. Luego de conseguirlas, volví a casa y me las tomaría dejando una nota de que no soportaba más lo que pasó y me mataría. El inconveniente, fue que no lo pude hacer...

—No tomó las pastillas—comentó Ian, sonando su comentario entre afirmación y pregunta.

—Error—negó Connor con los ojos cerrados.

—Las tomó y no funcionó...

—Aún no aciertas—dijo Connor. Abrió los ojos y miró al cantinero, que tenía el ceño fruncido por la curiosidad—. Al dejar las bolsas, supuse que sonarían las pastillas en sus frascos. No escuché nada. Al mirar en las bolsas, destapé los frascos nuevos solo para asegurarme de una cosa que... hasta tú te volverías loco si te pasara.

—¿Qué cosa?

—Los frascos no tenían nada, estaban vacíos—contestó Connor y el ceño de Ian se pronunció más—. Eran nuevos, nunca abiertos antes y es como si se hubiesen esfumado. En la tienda me había asegurado que los tenía llenos pero de un momento a otro se ya no estaban. Volví a comprarlas, sin embargo volvían a desaparecer. Harto de eso, compré un revólver y luego de que aprobaran un permiso de tenerla, recargué el tambor con una bala. Al ponerla en la sien, bajé el martillo y al apretar el gatillo, esperé el disparo, pero... no pasaba nada. Revisé el arma nueva y se suponía que debía funcionar. Llené el tambor con balas y sólo descargaba disparos secos. Las balas no salían para explotarme la cabeza, Ian. Subí a la terraza de un edificio para lanzarme y mi fuerza de voluntad para hacerlo se había desvanecido, a pesar de que segundos antes anhelaba tanto hacerlo. Ayer intenté ahorcarme con una cuerda amarrada a una viga, lo intenté miles de veces, ¿para qué? Para que el maldito nudo se zafe por mucho que lo forzará.

»Entré en pánico, cualquier manera de muerte no funcionaba en mí. Aún no era mi hora, solo la muerte lo sabía. Pensaba que mis deseos se irían tarde o temprano, aunque en parte reconocía que nada desaparecería. Lo deseé y se quedarían aquí, aunque haya muerto. No me preguntes cómo sé eso, sólo está en mi cabeza... como si el árbol me lo hubiese susurrado.

Ian no iba a preguntar, aunque igual no interrumpió a Connor.

—Vendí la casa, los autos y pedí mi renuncia. Lo gracioso, es que mi jefe, del que muchos admiten que tiene fama de ser enojón, se mostró compasivo conmigo—soltó una risita, aunque eso no quitaba su verdadera tristeza—. Él me dijo: «Fuiste un gran trabajador para la compañía, Connor, tu labor no se compara con lo que has logrado aquí. Me veré obligado, tristemente, en aceptar tu renuncia. Si deseas volver algún día, te aceptaré en el mismo puesto que has ocupado». Recuerdo bien esas palabras, aunque yo era un trabajador regular, tuve mi ascenso pero no había ningún aumentó de complejidad en el cargo. Y en los días que me quedaban después del fallecimiento de mi hija no me presenté en el trabajo. Aun así, recibía mi paga.

»El dinero, lo mandé a distintas donaciones. No todo, me quedé con algo para los últimos días y en caso de que nada me ocurra. No podía disfrutar del dinero, tampoco de los deseos que el árbol me concedió, no me mostraba con el mismo ánimo de hace meses. Y vine a parar aquí, Ian, a tu destartalada y sucia cantina.

Ian no se ofendió con lo que dijo, a su cantina la llamaban de peores maneras ya sea por ebrios o sobrios, siempre destacaban las imperfecciones de su cantina. Connor pidió de nuevo que llenase el vaso de licor y el cantinero lo hizo.

—Aunque paré aquí, porque ya no sabía a dónde ir.

—Se habían agotado sus opciones —comentó Ian.

—Sí, aunque... Mi esposa e hijos tuvieron sus muertes entre el día y la tarde. Estuve esperando que algo me mate durante la mañana y tarde. No ocurrió nada.

—¿Usted piensa que se salvó?

—No, amigo mío. El árbol me concedió cuatro deseos—levantó sus cuatro dedos, que estaban algo temblorosos, probablemente los nervios de lo que vendría—. Cuatro personas en mi familia. Ya se llevó el precio de tres—bajó tres de sus dedos— y le falta una, la mía—bajó el dedo y soltó un suspiro—. Solo aplazó mi muerte por unas horas más, sé que al salir de aquí no seguiré con vida para ver el amanecer.

Connor señaló la esquina en la que estaba sentado, justo donde se encontraba un ventilador por encima de su cabeza.

—Estuve esperando a que eso me cayera encima y no llegó a pasar—Ian reaccionó impactado. Connor miró el reloj, en parte reconocía que le quedaba poco tiempo—. Es bueno que la muerte se compadezca de ti unos minutos para contar esto ¿no es así, Ian?, siento que me he desahogado. Me hayas escuchado o no esta historia y te la hayas creído del todo o nada, no importa, es genial haber narrar la verdad que me estuvo atormentando.

Connor puso sobre la barra un maletín negro que Ian no vio. Él lo abrió para mostrárselo al cantinero. Los ojos de Ian quedaron de par en par al ver la cantidad de billetes.

—Toma, quédate con la propina, Ian—dijo Connor levantándose de su asiento—. Fue el mejor licor que he bebido en años—hizo una pausa—. Haz lo que quieras con el dinero, no me sirve al lugar al que voy. Puedes darle arreglos a tu cantina o irte de aquí.

—Señor, yo...

—Si no lo quieres dáselo a alguien más—respondió Connor con amabilidad y una sonrisa embriagada—. No tengo a nadie que pueda quedarse con eso, mis padres fallecieron antes de que mi hija naciera y no tengo hermanos—Se dirigió a la salida y con algún que otro pie mal posicionado al caminar y la mirada algo borrosa, llegó con éxito a la salida y abrió la puerta, ojeando la calle y luego hacia arriba, al cielo—. Es hermoso ver la luna llena por última vez—se volvió al cantinero para sonreírle—. Hasta nunca, Ian. Si no muero, volveré por el dinero, ¿vale? Es la única razón por la que aún lo tenía.

Aquella broma solo fue cómica para Connor y estalló en risas.

Y antes de que Ian dijera algo, Connor salió de la cantina siendo tragado por la noche. Ian se quedó embobado con los muchos billetes que estaban apilados, debía haber miles de dólares. Connor ni siquiera le dijo la suma exacta de lo que le dio. Ian se apresuró para salir de su cantina y preguntarle cuanto había, empujó la puerta y entonces...

Ian y la luna llena vieron como la muerte arrasó a Connor con un coche a gran velocidad.

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