25 Minutos

En el suelo, una gota de sangre se unió a la anterior procedente de la vena rota de su brazo y Marco despertó empapado de sudor. La cuchara, todavía caliente, emitía pequeñas volutas de humo procedentes del poso de caballo de mala calidad y la sangre de la vena mal encontrada, formaba un pequeño charco al lado de la mugrienta alfombra verde que nadie había levantado para limpiar en, por lo menos, los últimos diez años.

Marco, consciente sobre de qué iba todo el rollo, se tumbó boca arriba ignorando todo el sentido común mientras la heroína galopaba libremente por su cuerpo como un caballo desquiciado.  Lo cierto es que, en lo más profundo de su mente, sabía que podía morir si una arcada mandaba el contenido del estómago hacia la boca y la gravedad “esa zorra inmisericorde” actuaba, haciendo bajar la combinación de vino barato y pizza congelada hacia sus pulmones.

En la mente del adicto, ahora llena de la paz de mil monjes tibetanos en profunda meditación, solo pensaba en que no importaba cuanto tiempo le quedase. Todo lo que importaba era cuanto tardaba cada segundo en seguir al siguiente y lo que sentía en ese momento, antes de que la ola implacable de la existencia lo dejara todo atrás una y otra vez.

En su estado, Marco trató de levantar el brazo herido para tocar la perezosa luz que desprendía la lámpara de papel con el elefante azul pintado a mano fumando de un bong. Pero apenas consiguió inclinarlo lo suficiente para que las gotas de sangre de la herida cayeran al suelo, goteando lentamente en la desembocadura del dedo índice.

Colgado en la pared sobre la pequeña tele encendida en el salón de la casa, un reloj polvoriento apenas sin pilas luchaba para mover la aguja de los segundos hacia el doce, retenida una vez más por el peso inmutable de la gravedad. El agonizante trasto marcaba las doce menos veinte de la noche pero al joven adicto que observaba el techo con los ojos abiertos poco o nada le importaba el tiempo.

Porque todo aquello, su lenta muerte y el cómo se ahogaba con un importe total de comida digerida que no llegaba ni a los cuatro euros ya era algo familiar para él. Había sentido varias veces como se quedaba sin sangre, como el charco empapaba la alfombra cuando se pinchó mal la vena. Recordaba sin mayor importancia como la comida sin digerir atascaba la entrada de aire a sus pulmones y como su cuerpo, demasiado aturdido por la heroína, no era capaz de expulsar el bolo alimenticio rosado responsable de su muerte.

Y no importaba nada de lo que hiciera, siempre regresaba al brazo tendido en posición inclinada para que la sangre, lentamente, formase el charco iniciando la cuenta atrás.

Claro que, había tratado de escapar. Bajo los efectos de la heroína cortada con solo sabe dios que, justo antes de que llegase al sistema nervioso central, se había lanzado hacia la puerta, saltado por la ventana e incluso hecho un torpe vendaje de emergencia como había hecho mil veces, cuando salvaba las vidas de los demás y no condenaba la suya a una muerte lenta sin final.

Pero la cuenta atrás era tan perra y cruel como la propia gravedad y siempre volvía de nuevo a ese momento, a ese lugar. A su sofá. Justo en el segundo exacto en el que el primer pinchazo, por los nervios y el mono, salía mal.

Y esa primera gota, empujada por una fuerza descarnada, bajaba por su brazo como la primera gota de lluvia de un día de tempestad. Solitaria, la primera de sus hermanas marchando en procesión hacia la mugrienta alfombra que nadie limpiaba.

Al principio, Marco había pensado que todo era un sueño, una pesadilla lúcida que terminaba en el momento en que su cara besaba el asfalto de la calle seis pisos más abajo con el dolor más intenso que nada que hubiese sentido nunca.

Pero no terminó la primera vez y tampoco la segunda. Si, podía escuchar los gritos de los transeúntes, el concierto de aquel odioso grupo de pop- rock local en la plaza cercana y el crujido de muchos de los huesos de su cuerpo al romperse contra el sucio suelo lleno de colillas y orín. En su segundo intento, había tropezado con los largos cordones desatados de las zapatillas y se había lanzado de una forma ridícula que, meditando en retrospectiva, le pareció que parodiaba un salto de cabeza de un nadador profesional.

La diferencia era que no entró en el agua con la elegancia de un delfín. En realidad, su cráneo poco acostumbrado a las caídas de decenas de metros, reventó como una calabaza demasiado madura esparciendo los sesos llenos de restos de éxtasis y heroína entre la basura del suelo y las colillas que él mismo había tirado durante los dos últimos años a ese lugar.

Las siguientes veces había sido más profesional, sentándose en el alfeizar, liando y fumándose un pitillo para, al cabo de unos minutos dejárse caer al vacío. Por supuesto, los componentes del cigarrillo volvían estar listos para la siguiente ocasión pero a partir de la sexta vez comprobó que su muerte era en vano. Ya que sin importar si era natural o provocada, volvía siempre al mismo momento, una y otra vez.

La aguja temblando en unas manos torpes. El dolor punzante que recorría su cuerpo. Y la gota de sangre bajando por su brazo hasta caer de su dedo índice.

En el estado divino de poder observar la propia naturaleza del tiempo. Marco había teorizado sobre si la primera vez había muerto y ahora, como fantasma, estaba condenado a revivir para siempre aquel momento. Atrapado en aquellos veinticinco minutos en los que podía elegir como morir o morir desangrado una y otra vez, mientras en el exterior, el tiempo se movía de forma cíclica y la niña de los globos que siempre gritaba al verlo caer estaba condenada a pasear con sus padres por aquella calle por el resto de la eternidad.

Desde luego, si aquello era el infierno, los encargados de joderlo todo lo habían hecho bien, pensó en una ocasión en la que se había quedado quieto en el sofá, sopesando sus opciones. No tenía heroína suficiente para una sobredosis, tampoco material de primeros auxilios para tratar la herida, ni siquiera un móvil operativo para pedir ayuda. Y por otro lado, las veces que había bajado a la calle y alguien llamaba a una ambulancia habían terminado con él perdiendo el conocimiento…

Y esa gota traviesa de sangre bajándole por el brazo hasta caer de la punta del dedo índice al suelo, donde poco a poco se iría formando un charco entre las marcas de humedad, comida y las colillas y envases que convertían un piso que antes estaba lleno de amor, risas y prosperidad en un jodido vertedero.

No obstante, a la hora de la verdad y cuando estaba más cerca de morir y repetir una vez más el ciclo era cuando descartaba que aquello fuese un castigo. Más bien parecía que al igual que él, el tiempo se había roto. Como si sus leyes fueran las mismas que las de la agonizante manecilla que intentaba, una y otra vez, completar su ciclo una vez más.

Si aquello era cierto, la mayor pregunta que pasaba por su mente como una estrella fugaz era: ¿Se habría roto el tiempo del mundo? Pero muchas otras revoloteaban en medio del puesto como cuervos alrededor de un cadáver.  

¿Pasearía aquella niña con sus padres una y otra vez para toda la eternidad? ¿Tocaría aquella mierda de grupo local sus versiones hasta que se les cayeran las manos en un suelo lleno de sangre?  ¿Y habría alguna forma de arreglarlo?  Cuanto más tiempo pasaba, más dudaba que algo así estuviese en sus manos.

Porque… ¿Qué era él? Nada más que un desecho, un subproducto roto por una vida que nunca había pedido. Hacía tiempo, había sonreído y caminado hacia el futuro con esperanza y honestidad a pero… mazazo tras mazazo, todo había terminado con él cambiando la esperanza por prioridades vulgares: Concretamente si estaba en esa realidad alterada y, si no lo estaba, como podía alcanzarla de nuevo y acurrucarse en aquel sofá para volver a su lugar seguro.

Pero la sangre que bajaba por su brazo ya no era una gota: Era río, era cascada. Y el reloj, atrapado en la agonía de una carrera sin final, se detuvo marcando la hora de su muerte una vez más. La cabeza de Marco se ladeó cuando perdió el conocimiento y el charco de sangre, perezoso, comenzó a deslizarse debajo del sofá.

Marco despertó con el sudor empapando su frente entornando los ojos a causa de la luz de la lámpara de papel. Aquella lámpara de papel amarillento y el elefante estampado le recordaba a tiempos mejores, tiempos en los que había existido una segunda y tercera oportunidad.

Perezosa, la segunda gota de sangre se unió a la primera y cayó de forma amortiguada en la alfombra.

Y Marco pensó que toda su vida se iba con ella.

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