Mi Mejor Maestro

#MiMejorMaestro.

Deprisa, deprisa. Tengo que escribir deprisa, ahora que lo recuerdo bien tengo que escribirlo en mi diario. Deprisa, deprisa, antes de que la niebla del olvido borre estos recuerdos para siempre.

Vivo con una joven que no sé cómo se llama. Es muy amable conmigo, me trata con cariño y respeto; sin embargo, cuando piensa que no la observo, a veces se pone triste. Acabo de leer en mi diario que tuve una hija, así que puede ser ella. Creo que se lo he preguntado alguna vez, es posible que lo haga todos los días, pero soy un viejo con la mente enferma que nunca se acuerda de escribir la respuesta en su diario.

Lo importante es que todas las tardes me cojo del brazo de la chica joven y damos un pequeño paseo. Siempre el mismo recorrido. Pues bien, lo que quería escribir es que bajando por la calle Capitanes Ripoll, al llegar al Paseo de Alfonso XIII (esto sí lo recuerdo, ¡ja!), cerca de donde ahora está el submarino, hay un edificio antiguo. Está sucio y descuidado por el paso de los años.

—¿Lo recuerdas? —me pregunta la joven todos los días—. Es el instituto Isaac Peral. Ahí estudiaste el bachillerato.

Y siempre me quedo mirando con cara de bobo, extrañado, mientras intento hacer memoria; pero hoy ha sido distinto porque hoy me he acordado. Me he acordado del profesor Venancio.

Apareció en mi memoria repentinamente como si lo tuviera delante de mí, con su pelo gris ondulado y sus ojos negros y penetrantes, con su bigote a lo Albert Einstein, explicando muy serio la lección desde el encerado: «Sea una función continua y acotada. Entonces, existe un punto en la recta real [...]».

Sabía ser paciente y comprensivo, tolerante; pero también muy exigente con las lecciones de matemáticas que impartía. Cada vez que terminaba la demostración de un teorema en la pizarra, dejaba la tiza y se volvía hacia nosotros observándonos fijamente durante unos segundos, como dejándonos saborear el resultado. Y yo le admiraba muchísimo porque esa mirada era la de un hombre de ciencia.

Y pensando en el profesor Venancio una multitud de recuerdos acudieron a mi mente a la deriva. Recordé su entusiasmo contagioso y que con él nació mi fascinación por el mundo maravilloso de las matemáticas, esa sed por el conocimiento que él me había inspirado. Fue esa pasión por aprender la que me llevó a estudiar en la Politécnica al terminar el bachillerato.

Años después me contaron que el profesor Venancio se había ido a trabajar a Madrid y desde entonces no supe nada más de él, salvo que un día en la librería Escarabajal leí su nombre en la portada de un libro de matemáticas. Yo sabía que él era bueno, pero nunca sospeché que llegaría a escribir libros de universidad.

Recuerdo que fui feliz perdido en los planos de los diseños de los barcos más extraordinarios y haber asistido orgulloso a ceremoniosas botaduras de elegantes navíos creados por mí. Yo fui ingeniero en los astilleros y en mi mesa de trabajo diseñé las quillas y los baos de buques que surcaron las aguas de todos los mares del mundo.

Y estos logros se los debo a la inspiración que sembró en mí el profesor Venancio. Sin duda, él fue mi mejor maestro.

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Este relato ficticio lo he presentado a un concurso de Zenda Libros sobre los maestros. Espero que os guste.

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