La abuela Soledad

Llegaba el hermoso mes de mayo y un sol radiante iluminaba cada una de las calles del pueblo. En unas semanas, con el verano, se llenarían de visitantes que querían disfrutar del bullicio de las fiestas. En verdad, la abuela Soledad prefería la placidez de este día de entresemana de mayo, con sus calles soleadas pero tranquilas. A ella le gustaba el silencio.

Mañana era día de mercado y acompañaría a su nuera al mercadillo. Ella y su hijo la cuidaban, como ella había cuidado de él de joven. La familia, la familia siempre estaba ahí para protegerla y se sentía afortunada por eso.

La abuela Soledad vestía de negro desde que su marido había muerto. Y no era sólo por el qué dirán. Aunque las chismosas siempre estaban al acecho —y en su tiempo fue algo que le había preocupado—, a estas alturas de la vida «no le impotaba ni un comino», como ella aseguraba. Vestía de negro porque desde que él había muerto, en su interior vestía y vivía de negro. Vestía de luto en el alma y la piel, y la vida no era otra cosa que una plácida espera hasta reunirse con él.

Había ya tomado la diazepina y el paracetamol para el dolor, en general, porque cuando no dolía una cosa, dolía otra. Dentro de una semana visitaría el consultorio para ver «a la chica», a Laura la doctora, y comentarla los achaques, la cadera y mil cosas más.

A media mañana, con lentitud, fue caminando para salir a la puerta de su casa. Allí siempre había sillas para sentarse, tomar un poco el sol y ver la vida pasar. Se animaba haciéndolo y se mantenía entretenida hasta la hora de la comida. «Hacía tiempo», como ella decía.

Aquel día, sin embargo, pasó por la solitaria calle un viejo. Apoyado en un bastón, andaba despacio y con torpeza,. No conocía a ese viejo. El hombre se agotaba y, al llegar a la altura de su portal, se paró para descansar.

—Buen hombre, siéntese usted aquí un ratito conmigo, no se fatigue demasiado.
El viejo sonrió agradecido y con un pequeño esfuezo se acercó a la silla más cercana para dejarse caer con torpeza.
—Usted no es del pueblo.
El viejo volvió a sonreir:
—Hace muchos años que no vengo por aquí. Yo nací en Cartagena, señora. Déjeme contarle un recuerdo. Cuando yo era un niño, y no tendría más de catorce años, veraneaba en la playa, en La Manga del Mar Menor. Hace sesenta años, uno de aquellos veranos fue el mejor de mi vida. Recuerdo a una niña con el pelo corto y alboratado...
La abuela Soledad frunció el ceño.
—Sí, señora: alborotado, muy alborotado. Esa niña siempre iba con una camiseta y un bikini y, a menudo, andaba descalza. Recuerdo que estaba muy morenita. Aquella niña era caprichosa y presumida y yo la llamaba «la Ratita Presumida». A mí me tenía loco, me encantaban sus piernas y yo entonces habría hecho cualquier cosa por ella.
—¿Y que pasó?
—No pasó nada, no pudo ser. La vida, ya sabe usted cómo es...
Y, con su vista cansada, fijándose bien en el viejo, entre las montañas de arrugas, la abuela Soledad consiguió identificar unas facciones que recordaba vagamente. Se sintió entonces embriagada por la dulce fragancia de los recuerdos del pasado, recuerdos bonitos, llenos de belleza.
—Tú eres mi primo...
—Han pasado sesenta años, prima Soledad. ¡Toda una vida! Te hiciste mujer, ahora peinas canas, pero tú...
—Yo, ¿qué?
—Tú sigues teniendo cara de ratita presumida —dijo el viejo con una sonrisa.
El cansado corazón de la abuela Soledad comenzó a latir más rápido.
—¿Y tú qué hacer aquí, primo?
—Enviudé hace un tiempo, y me he venido a vivir al pueblo —suspiró—. Ahora me perdonarás. La vida es corta y siempre hay mucho que hacer. Tengo prisa.

Y levantándose con dificultad, temblando mientras se sujetaba con  sus manos donde podía para erguirse, reanudó su torpe caminar, muy lentamente, apoyado en su inestable bastón, no sin antes volverse unos segundos para despedirse.

—Me voy a toda velocidad —dijo riéndose—. El tiempo apremia.

La abuela Soledad miró la figura del viejo alejarse en la calle iluminada por el sol radiante de mayo. Al volver a entrar en casa, le pidió a su nuera aquella camisa blanca de algodón que llevaba tantos años sin ponerse...

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