Cuentos de la Tierra Vieja

Al emerger de las aguas aquel día de primavera, Aletes se sentía optimista. Decididamente, cuando tuviera que hibernar echaría de menos los rojos amaneceres del planeta Tierra. Era fascinante contemplar el sol del sistema solar elevándose majestuoso sobre el horizonte de la inmensa sabana africana.

En las orillas del lago Turkana dos cocodrilos le miraban de reojo. Aletes hizo un gesto en su rostro alienígena que podía ser interpretado como una sonrisa. "Si esos dos vuelven a acercarse demasiado, se llevarán otra sorpresa", pensó mientras en su cuerpo colosal uno de sus siete tentáculos acariciaba un bastón eléctrico que podría proporcionarles una buena descarga a esos dos insensatos. Y no sería la primera vez.

Aletes, como buen abgal, era un anfibio y aquellas tierras tan secas y áridas de la sabana no eran el lugar ideal para él. Por suerte, por la noche había llovido torrencialmente y el suelo estaba húmedo. Sin duda, hoy podría ser un buen día.

Cuando llegase la estación seca no podría salir más a la superficie. Tampoco volvería a su añorado planeta Abzu. Por el contrario, se quedaría aquí en el sistema solar, sumergido con su nave en los fondos del lago esperando a que mejorase el clima. Entonces, como buen anfibio hibernaría, claro, pero antes aprovecharía unas semanas para ordenar sus notas y seguir trabajando en su enciclopédico ensayo: El origen de las especies inteligentes.

Mientras Aletes alcanzaba la tierra firme su mente pensaba en sus investigaciones científicas. Él quería clasificar de forma sistemática las especies inteligentes de la galaxia. Todas.

Aletes, el viajero eterno, había vagado errante por numerosas estrellas de la galaxia, siempre de planeta en planeta, siempre conociendo mundo tras mundo y, después de mucho observar los distintos ecosistemas de la galaxia, después de conocer a otros seres inteligentes, una inquietante pregunta permanecía en su cabeza:

¿Por qué las especies inteligentes de la galaxia eran todas tan raras?

Es decir, ¿por qué siempre que encontraba un ser inteligente era tan anormal? Él mismo era un anfibio del planeta Abzu, un planeta donde no había otras especies de anfibios. Ellos, los abgal, eran los únicos. 

Tenía sus teorías. La inteligencia era un raro don, un regalo inesperado que premiaba a aquellas especies que habían evolucionado bajo condiciones muy específicas. La inteligencia era la respuesta de un animal frente al estrés, una adaptación útil en la mayoría de entornos. Por lo tanto —razonaba—, la mayoría de las especies inteligentes de la galaxia habían estado sometidas a numerosos cambios en su medio ambiente, y a un enorme estrés medioambiental.

Cada vez que un animal sufre una crisis ecológica, o se adapta o desaparece, o evoluciona o se extingue. Para sobrevivir desarrolla adaptaciones, como aletas o un caminar erecto. Evoluciona. Cuando un ser vivo cambia continuamente de medio, entre las muchas adaptaciones posibles que pueden ayudarle para sobrevivir, elige la que es útil en todos los medios: la inteligencia.

En el valle del Rift se estaba produciendo un curioso cambio climático. Hace unos millones de años esta zona era un bosque tropical??. Un bosque húmedo donde distintos animales vivían en equilibrio. Sin embargo, desde entonces el clima había cambiado, volviéndose cada vez más árido; y el bosque tropical había dado paso a una árida y seca sabana.

Por supuesto, los animales adaptados a la sabana habían llegado enseguida. Primero, los numerosos grupos de gacelas y, tras de ellos, guepardos y leones. Sin embargo, entre ellos sobrevivían a duras penas unos animales sorprendentes. Los Ghari.

LOS GHARI

Los antílopes eran animales rumiantes muy veloces. Corrían tan rápido que su supervivencia estaba garantizada en la sabana. Los leones eran los más fuertes. Cuando alguien atrapaba una presa eran siempre los primeros en comer. Con tantas gacelas a la vista su supervivencia era segura. No necesitaban evolucionar. Estaban muy bien adaptados.

Pero junto a ellos, sobrevivía esforzadamente un ser que (¿cómo expresarlo?) era, cuando menos, un poco raro. Los Ghari eran descendientes de los monos que antiguamente habían vivido plácidamente en aquellas zonas boscosas, siempre de árbol en árbol. Pero, con el cambio climático, se habían tenido que adaptar a una sabana donde casi no había árboles y —esto era importante— lo habían hecho de forma muy rara.

No tenían la fuerza del león ni la velocidad de la gacela. Por el contrario, eran frágiles seres que caminaban erguidos sobre sus patas traseras con un extraño andar bípedo que a Aletes le hacía mucha gracia. Teóricamente, esos ridículos inadaptados tenían que haberse extinguido, pero —y esto era sorprendente— seguían allí. Es verdad, su vida era miserable y estaban todos famélicos. Sin embargo, sobrevivian.

Aletes seguía caminando, acercándose al pequeño grupo de acacias bajo el que vivía una familia de Gharis, formada por cuatro hembras, dos machos y su descendencia de doce crías. Llegado al puesto de vigilancia disimulado tras unos matorrales, se acomodó para observarlos con sus electroprismáticos.

No era fácil acercarse a ellos. Siempre tenían miedo. Eran presa fácil de los depredadores y vivían en un continuo estado de alerta. La primera vez que Aletes se acercó demasiado, empezaron a arrojarle piedras y a blandir ramas de árbol de forma amenazante. Fue maravilloso: los vio utilizar herramientas.

Si sus teorías eran correctas, aquellos seres lamentables comenzaban a desarrollar ese extraño don llamado inteligencia. Rareza e inteligencia iban de la mano.

Había realizado estudios. Comparados con los registros fósiles, aquellos seres lamentables habían aumentado su cavidad encefálica para pensar más y la mandíbula se había ensanchado para dar cabida a un aparato fonador más complejo y hablar mejor.

Observando con los electroprimáticos a los Ghari vio que habían estado recogiendo raíces y tubérculos que obtenían de la sabana. Parecía imposible que aquellos seres pudieran alimentarse con semejante dieta. Otros días tenían más suerte, encontraban las sobras de una carroña abandonada por los leones, los guepardos y las hienas y se daban un pequeño banquete. De esta manera, obtenían una fuente de esas proteínas que tanto necesitaban.

Si esta famélica especie no se extinguía llegaría a ser la esperanza de este planeta. Costaba creer que aquel ser grácil, vulnerable y lamentable era la mejor oportunidad en este mundo para desarrollar una civilización, pero según sus teorías científicas debía ser así. Este ser patético era la culminación de sus investigaciones científicas. La rareza y la inteligencia iban siempre de la mano.

Un animal que medra en entornos estables, a los que está perfectamente adaptado, y que nunca ha tenido dificultades en enfrentarse al reto de la supervivencia, no aumenta su encefalización porque no tiene presión ecológica ni motivos para hacerlo. Es decir, los seres inteligentes de la galaxia habían nacido de cambios drásticos en los ecosistemas y mostraban, por tanto, adaptaciones propias de medios diferentes. ¿No es acaso el Ghari un extraño bípedo en un mundo de mamíferos cuadrúpedos? ¿No era el propio Aletes un abgal, un extraño anfibio de Abzu, un planeta de peces y animales terrestres?

Aletes venía de estudiar los ríos dulces de la Tierra. En ellos medraba otro extraño ser llamado delfín. Era también muy inteligente y muy raro. Un extraño ser que vivía en el agua pero que respiraba con sus pulmones a través de un espiráculo. Algo así como un gran pez, pero sin agallas. Raro.

Esto no era un hecho aislado en las estrellas: los seres inteligentes de otros mundos mostraban rarezas similares. Extrañas adaptaciones.

LOS HABILIS

Al día siguiente, tras una plácida noche, cuando Aletes emergió de las aguas del río Turkana vió una columna de humo en dirección al poblado de los Ghari. No había habido tormenta aquella noche y era dudoso que un rayo hubiera incendiado alguna de las acacias.

Aletes corrió cuanto pudo sobre sus sietes tentáculos en dirección al poblado. Allí encontró a los Ghari masacrados, muertos. Sintió una profunda tristeza. Al reponerse del disgusto observó que las heridas que los habían matado no eran los típicos mordiscos ni los desgarros propios de los depredadores. Al contrario, habían sido ensartados con algo parecido a lanzas primitivas, golpeados con porras rudimentarias. Sin embargo, lo más llamativo es que habían prendido fuego.

Los seres que habían hecho eso dominaban el uso del fuego. Los animales sentían miedo. Se alejaban. Sin embargo, en esos asesinos el sentimiento humano de curiosidad había sido más fuerte que el sentimiento animal de miedo. Quien hubiera cometido ese crimen era inteligente.

Usando sus electroprismáticos pudo ver un nutrido grupo de seres a unos kilómetros. Eran ellos. Esbeltos, con un lóbulo frontal prominente, un encéfalo más grande, discutían entre ellos. Hablaban con fluidez. Llamó Habilis a aquellos seres tan inteligentes, y tan raros.

Los Habilis habían llegado a la sabana del lago Turkana, y con ellos había llegado la guerra, la violencia innecesaria, la inútil crueldad y la destrucción ecológica de un bosque de acacias. El primer humano pisaba la sabana del lago Turkana y, con él, este planeta nunca volvería a ser el mismo.

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