Eres mía.
Es una noche obscura,
sin estrellas. De pie en el parque me siento observado, busco tu mirada para encontrarme con una amplia y gentil sonrisa.
Me encanta, me encanta
acariciarte el cabello,
tocarte la piel con la yema
de mis dedos; observar cada centímetro de tu rostro perfecto.
El sólo percibir tu aroma hace que se me erice la piel y reaccione mi cuerpo; si tan sólo supieras cuánto deseo sentir tu calor, sentir tu cuerpo cerca del mío.
Fueron tantos los días esperando el momento perfecto... Suspiras y tiemblas un poco al contacto de mi aliento sobre tu cuello. Abres los ojos y me miras con sorpresa.
¡Oh, querida mía! Si tan sólo hubieras permanecido dormida tu muerte no hubiera sido tan espantosa. Pero por lo menos me hace feliz verte a los ojos mientras entierro mi daga en tu pecho, haces el intento por liberarte estrangulándome, clavando esa mirada desorbitada de dolor en la mía.
Haciéndome sentir una excitación tan profunda, no puedo evitarlo; me haces gemir y te muerdo justo en el cuello, al fin eres mía.
¿Tus manos...? Tus manos pierden fuerza, y al final las dejas caer lentamente al vacío. Es una lástima que ya no luches, pero me has hecho feliz al intentarlo; créeme amor mío, lo siento tanto.
Pero la verdad es que todo fue culpa tuya, jamás debiste haberme sonreído aquella noche obscura sin estrellas y con sólo la luna como testigo. Esa sonrisa, me enamoró, me cautivó y enloqueció. Tenías que ser mía, de una u otra forma.
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