Sola

Una mañana hace mucho tiempo desperté y el mundo era diferente. De entre todos mis miedos, aquel que guardaba en lo más hondo de mis entrañas, en mis peores pesadillas, ese pensamiento que me erizaba la piel, que me daba escalofríos; se había hecho realidad.

Mi madre se balanceaba inconsciente en su sillón, mi hermana seguía en la cama, el panadero no había hecho el pan, el periódico no se había entregado y el instituto no había abierto. Solo los pájaros parecían tener vida aquella mañana. El mundo había cambiado irremediablemente y todos aquellos a quienes amaba ya no estaban.

Los primeros días fueron los peores, tras una pequeña, pero terrible caminata, me encerré en mi cuarto, eché la llave y me obligué a cerrar los ojos sin poder dormir. El tiempo pasó como un sueño espeso, y cada segundo se sintió como una hora. Cuando volví a abrir los ojos supe que las pesadillas habían conquistado la vida real y lo que antes era un día normal a partir de entonces solo sería un sueño.

Como me negaba a aceptar la realidad, desde ese momento mi vida pasó en tercera persona. No podía pasar un segundo sin tener alguna obligación, si dejaba mi cabeza sin responsabilidades, me arriesgaba a pensar, y pensar solo resultaba en dolor y trauma. Por eso me dediqué cada día a un funeral diferente, primero fue mi madre, a ella la enterré en el jardín, con un epitafio de piedras de río y hojas secas, luego fue a mi hermana, cerca de la costa, con un coral señalando el lugar exacto, después vinieron el panadero, el cartero, la bibliotecaria, la alcaldesa, el chico de las pizzas, la mujer que vendía rosas en la plaza. Me fui haciendo más creativa con cada entierro, quería que todos descansaran en algún lugar bonito, no tanto por ellos, pues ellos ya estaban muertos, sino por mí, que seguía viva.

Cuando no organizaba despedidas, me dedicaba a limpiar, a reparar cosas rotas, a buscar comida. El mundo era un lugar tan grande para una sola persona, y por cada avería que arreglaba, un millar más surgían, la mayoría fuera de mi propio alcance. Vagué por muchos sitios, habían tantas personas que ayudar, cuerpos en descomposición que debían ser enterrados allí mismo, cuerpos en lugares muy altos y difíciles de alcanzar, que requerían una dosis extra de esfuerzo. Pero al final, cuando el sol volvía a su cuna, cuando el mundo, sin la luz de las farolas, se sumía en la más devoradora oscuridad, a veces algún pensamiento escapaba de aquel cofre cerrado que había creado para retenerlos. ¿Qué pasaría cuando ya no quedara qué hacer, cuando el océano detuviera mi marcha, cuando las responsabilidades se terminaran? ¿Qué pasaría cuando al fin comprendiera la verdad? Estaba sola, más de lo que nadie nunca había estado ni estaría, en la más terrible soledad, con muchos años de silencio por delante. Ya no abrían más abrazos, ni más besos, ya nadie respondería a mis palabras, sin importar qué tan alto gritara ni siquiera el eco acudiría a mí. No volvería a sentir en la vida el calor de una mano, el aroma de mi madre, no volvería a ver la sonrisa de un amigo, ni las lágrimas de mi hermana. Todo aquello que hacía la vida especial, se había ido. Estaba sola, y ese era el peor de los castigos. Me había convertido en la peor versión de un ser humano, en mi peor versión.

Cuando la mañana de aquel día entre muchos días llegó, todo parecía más claro. Había decidido que aquel infierno no era el que me correspondía, y yo no debía seguir sufriendo. Si acaso no existía nada más allá, al menos el vacío o la inexistencia misma resultarían más reconfortantes.

Caminé y caminé hasta llegar a una ladera. Podía ver el océano y escuchar el sonido de las olas rompiendo en la costa. El sol se elevaba en lo alto, contemplándolo todo: el pasto, una chica y una caída de varios metros hacia las rocas.

Fui paso a paso hasta el borde del risco, la brisa era suave y un extraño olor a vainilla surgía por debajo del aroma salado del océano. Por última vez me obligué a contemplar el mundo, y por un instante sentí que no había cambiado, pero no era así. Cerré los ojos, di otro paso y dejé que todo el peso de mi cuerpo cediera, que todo el miedo se desvaneciera y el dolor se esfumara, y entonces, cuando el viento había decidido llevarme consigo, mi corazón se detuvo. Y el sonido más hermoso que nunca había escuchado regresó a mis oídos como la primera vez.

—¡Hola!

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