¿Por qué Papá Noel no viaja a todas partes?

Mica tenía ocho años, ocho años bien empleados en desentrañar los misterios del mundo a su alrededor. Con ocho años Mica había descubierto que los arcoíris eran pequeñas gotas de agua que el sol coloreaba y no el resultado del trabajo laborioso de un duende o el camino hacia una urna de monedas de oro, como los adultos contaban. Mica sabía que la Tierra era redonda y que las estrellas no eran hadas, sino bolas de fuego lejos, muy lejos. Pero nada de esto se lo habían contado los adultos, cuando Mica les preguntaba algo, los mayores se miraban y soltaban pequeñas risas chillonas, como si les hubieran contado un chiste muy tonto, porque los adultos eran así, cuando sabían algo se lo callaban y cuando no sabían se burlaban, pero Mica había aprendido que los niños astutos eran diferentes, cuando sabían algo no se lo podían callar y cuando no, no cesaban hasta encontrar la respuesta.
Por eso, cuando David llegó al orfanato, el mundo de las respuestas se abrió para Mica. David era mayor, tenía el cabello rubio y ensortijado como el maíz que se sembraba tras los muros del orfanato, y cuando hablaba lo hacía con una cadencia profunda y sabia que a Mica le recordaba al padre durante la misa, pero mucho más interesante.
Esa tarde, mientras contemplaba el abeto del salón, adornado con esferas rojas y luces parpadeantes, Mica se preguntó algo, una de esas preguntas que llegan de pronto y que paralizan el mundo. Pensando con cuidado, Mica había notado que su árbol nunca se llenaba de regalos, y a él le parecía normal, pero era sabido que en navidad los árboles solían llenarse de presentes, pues en la noche, como bien había leído, un anciano regordete de traje rojo y barba blanca, bajaba por las chimeneas o se colaba por una ventana, y de un saco sin fondo extraía regalos que luego dejaba bajo las ramas del árbol. Y aquello era una verdad, porque los libros nunca mentían, y aquel niño de Suecia que le había escrito una vez, le había contado que por navidad Papá Noel le había dejado un par de botas para saltar en la lluvia y una pelota para jugar. Pero en el orfanato nunca se había oído hablar de ningún Papá Noel, ni de regalos, ni de botas para la lluvia. Y con aquella duda taladrándole la cabeza, Mica tuvo que dejar sus labores de la tarde con una excusa vaga y escabullirse hasta el dormitorio, donde los rizos de maíz serpenteaban con el viento que se colaba por la ventana.

—Buenas tardes, Mica —lo saludó David. Sus manos pálidas se confundían con las sábanas—. ¿Has visto el cielo? —le preguntó al niño—. Te apuesto a que mañana nieva.

Mica se acercó a la ventana, aunque el cielo era azul y estaba despejado, no tuvo dudas de que 
nevaría, si así el chico lo decía.

—David —murmuró Mica sentándose a su lado—. ¿Te has preguntado por qué Papá Noel no viaja a todas partes?

David arrugó la frente y se acomodó en el respaldo.

—Pues debe ser porque no le alcanza el tiempo —respondió.

—¿Pero entonces por qué no hace que la navidad dure una semana, o un mes, o se busca más gente para que le ayude?

David se mordió los labios y bajó la mirada. Mica se preguntó qué estaría pensando.

—Tienes razón Mica —dijo por fin—. Parece desconcertante. Sabemos, por ejemplo, que llega a América y a Europa, pero nunca he oído hablar de él en China, o en Australia, o en alguna isla del Pacífico, o aquí, para ser más precisos.

—¿Crees acaso que no le agradamos? —preguntó Mica, con pesar en el pecho.

—¡Bobadas! —exclamó David—. ¿Por qué no le agradaríamos? Creo que un problema de transportación parece una respuesta más acertada.

—¿Qué es un problema de transportación? —se apresuró a preguntar Mica.

—Bueno —le explicó David—, un problema de transportación conlleva a que por algún motivo alguien no pueda llegar a alguna parte. Quizás porque no sepa cómo, o porque no tenga mapas de la zona, o no le dejen pasar la frontera, como en ese documental, o tal vez porque no tenga gasolina, ¿recuerdas cuando te hablé de eso? La gasolina viene del petróleo, y el petróleo es oro líquido, cuando el oro se derrite se vuelve negro, y luego usan el oro en los automóviles y en los barcos y en los trineos, y en casi todo, pero no hay suficiente oro para llegar a todas partes, así que quizás sea eso.

—¿Entonces nunca tendremos regalos? —preguntó Mica con dolor—. ¿Y no hay nada que podamos hacer, David?

—Pienso que quizás, si alguno de nosotros viaja a América o a Europa, podría hacer alguna especie de trato.

—¿Qué clase de trato?

—Primero tendríamos que tener mucho dinero —explicó David—, así podríamos comprar muchos trineos y mucho oro líquido, y lo llevaríamos todo al Polo Norte.

—Y se lo entregaríamos a Papá Noel —interrumpió Mica.

David negó con la cabeza.

—Antes le haríamos firmar un contrato —dijo—, y le entregaríamos una lista con todos los sitios a los que tendría que ir y con todos los regalos que tendría que entregar, entonces sí se lo daríamos todo, y haríamos que un niño de cada lugar nos enviara una carta y una foto cada año como evidencia de que el contrato se sigue cumpliendo.

—Pero David —preguntó Mica—. ¿En serio crees que tendremos tanto dinero?

David lo miró con ojos lechosos, su sonrisa era suave, sus labios estaban rotos por el frío y sus mejillas eran blancas y afiladas.

—No te preocupes por eso Mica —le dijo el chico—. Cuando me recupere trabajaré mucho y tendré mucho dinero, y todos podremos ir a América y vivir allí.

—¿Yo también? —preguntó Mica con una sonrisa de gato.

David asintió con el rostro, antes de sacudirse con un escalofrío.

—¿Podrías cerrar la ventana? —le pidió al niño.

Mica ajustó los cerrojos y cerró las cortinas. David recostó la cabeza en la almohada y Mica se quedó a su lado, hasta que la respiración del chico se convirtió en un ligero zumbido.

Mica pasó toda la tarde contemplando el árbol de navidad, imaginándose la vida en muchos años, cuando todos los árboles de navidad del mundo estuvieran llenos de cajas rojas, verdes y azules, de lazos dorados y paquetes envueltos. Y la semana pasó, como pasan las semanas en la vida de un niño, como un sueño suave y profundo. A David lo movieron a otra habitación, nadie podía pasar, excepto una monja de cara larga. Mica se quedaba en la puerta, contemplando el picaporte, esperando a que se abriera y que entonces David saliera, con los rizos revueltos y una maleta, y ambos se fueran a América.
Tres semanas después la puerta se abrió, pero no había nadie. La cama estaba tendida, la ropa de David yacía doblada en un cuadrado encima de la almohada. Una monja entró y vio al niño acunando entre sus manos la camisa.

—Hermana —la llamó el niño.

La monja se acercó y se sentó a su lado.

—¿Sucede algo Mica? —preguntó.

—¿Sabe adónde se ha ido David?

La mujer suspiró. Mica se preguntó si se reiría con su pregunta, pero no lo hizo. Lo apretó entre sus brazos y le dijo:

—David se ha marchado lejos, Mica, lo han requerido, el señor se dio cuenta de que era muy listo y decidió que debía estar con él.

Una vez más, pensó Mica, los adultos mentían. El viento zumbó por la ventana, el niño corrió hacia la puerta y salió hasta el jardín. Todo estaba claro, David se había marchado primero en busca de fortuna. Y quizás en la siguiente navidad el árbol continuara vacío, pero en unos años, de forma imprevista, la puerta de la entrada se abriría y Mica vería una bola de fuego acercarse por el horizonte, arrastrando un gran saco de regalos, y entonces David aparecería, lo miraría a los ojos y le diría:  ¿Has visto el cielo Mica? Te apuesto lo que sea a que nieva mañana.

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