La virgen de los deseos
Había en la plaza una virgen de bronce, una estatua antigua que brillaba cuando el sol de la tarde se colaba entre las ramas de los árboles. Era una estatua maravillosa, con suaves vestidos tallados en metal, pómulos redondos y ojos sensibles que miraban con esperanza hacia sus manos, que elevaban una plegaria eterna. Las personas tenían la costumbre de visitar a la virgen y pedirle ayuda de rodillas mientras la estatua los contemplaba desde lo alto. Con el paso de los años la fama de la virgen de la plaza creció hasta tal punto que de todas partes del mundo llegaban viajeros para rogarle que intercediera en sus vidas. La estatua, que no perdía la belleza en uno solo de sus rizos, olvidó a su creador, a su fábrica y a las manos del artesano que la tallaron, hasta creerse divina por sí misma, como una reencarnación en bronce de la carne. A cada visitante lo recibía de la misma forma, escuchaba sus deseos, rezaba y lo veía marcharse con la satisfacción de haber otorgado un bien invaluable.
Un día cualquiera una paloma que pasaba se detuvo en las manos de la virgen y se acomodó entre el agujero de sus palmas. La virgen la observó y dijo con voz sublime:
—¿Qué deseas paloma gris?
La paloma con las plumas abultadas levantó la mirada.
—Perdóneme señora —le dijo a la estatua—, pero solo vengo de paso. Hace frío afuera y sus manos son cálidas.
—¿De paso? —preguntó la estatua confundida—. ¿Acaso no vienes a pedir un deseo a mis pies?
—¿Un deseo? —repitió la paloma con humor—. ¿Acaso concedes deseos?
La estatua se irguió más sobre su pedestal y le dijo:
—Así es, a mis pies se arrodillan decenas de personas cada día, y todas se marchan complacidas.
Mientras decía esto una suave lluvia comenzó a caer. La paloma se encogió más en el agujero de las manos huyendo de la llovizna.
—Si es así —le dijo a la virgen—, entonces yo tengo un deseo.
—¿Cuál es? —preguntó la virgen, lista para obrar.
—Necesito un refugio que me cubra de la lluvia, del viento y del frío, que sea cómodo, pero no húmedo, y que me brinde seguridad.
La virgen escuchó con atención, elevó un cántico al cielo y terminó.
—Está hecho —dijo satisfecha—. Tendrás lo que quieres.
—¿Y cuándo será eso? —preguntó la paloma.
La virgen hizo silencio.
—Pues no lo sé —dijo al fin—, supongo que cuando deba ser.
—Pero si paso otra semana sin hogar, moriré en el frío. ¿Cómo sabes que concedes deseos si no has visto ninguno cumplirse?
—Creo que le dicen fe —le explicó la virgen—, cuando deseas algo y esperas pacientemente a que se cumpla, aunque no tengas más seguridad que esa.
La paloma gorjeó mientras la lluvia se colaba por el agujero entre los dedos de bronce.
—Eso de la fe me parece absurdo —le dijo a la estatua—. ¿Ves aquel árbol a tu izquierda? Si hoy le pidiera que dejara caer para mí algunas de sus ramas, aunque pusiera todas mi ganas en ello, nunca lo haría. Y por más que tuviera fe en que el río dejaría algunas piedras en su orilla para mí, seguramente nunca ocurriría. ¿Entonces por qué tú sí serías diferente?
La virgen, que después de tantos años de arrogancia y adulación no había escuchado a nadie referirse a ella con tanta crudeza, sintió que muy adentro su corazón de bronce se encogía, y aunque la lluvia lo ocultó, pequeñas lágrimas descendieron por su rostro impoluto.
—Pero no llores —la consoló la paloma, que sintió una gota salada mojarle las plumas—. Puedes hacerme mucho bien sin necesidad de conceder deseos.
—¿Cómo? —preguntó la estatua entre sollozos.
—Quizás tarde mucho y termine desfallecida, pero puedo usar mi energía y mis ganas para construirme un hogar, y sé que el árbol no me dará ramas, pero yo puedo recolectarlas por mí, y sé que el río no me entregará piedras, pero yo puedo buscarlas por mí. Y tú, aunque no puedes concederme un hogar, puedes prestarme tus manos para construir uno.
El llanto de la estatua cesó, y aceptó con cierta satisfacción regalar sus manos.
La paloma viajó por varios días, trayendo cosas de aquí y de allá, pero cuando se sintió desfallecer de frío y cansancio, tenía un nido confortable, caliente y seco, entre las manos de la estatua.
Y los meses pasaron, y las personas continuaron arrodillándose ante la virgen de los deseos, pero ahora, los ojos de esta no observaban desde arriba a los visitantes, sino a un nido de polluelos que se calentaba entre sus manos.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top