Herencia

Cuando llegué lo primero que noté es que la cerradura estaba rota. La casa había pertenecido a una tía lejana de la que apenas tenía un vago recuerdo infantil, lo que no había hecho sino incrementar mi asombro al recibir una notificación testamentaria en la que me legaba la propiedad de un apartamento en un condominio. La casa estaba bien ubicada en un barrio tranquilo, tenía una alberca pública de un tamaño considerable en el patio trasero y vistas a una bonita campiña, o al menos así me lo había descrito el abogado en una llamada telefónica, y quizás tuviera razón, pero en algún punto de las cuatro horas de viaje desde mi ciudad, el cielo se nubló y una nube de monstruosa envergadura comenzó a perseguirme. Cuando llegué al condominio la lluvia caía con una fuerza bestial. Las luces de mi automóvil proyectaron una mancha roja en las paredes. Se suponía que el jardín estaba adornado por margaritas, pasto nivelado y dos querubines a la entrada, pero con la lluvia cegándome lo único que pude ver fue la fugaz silueta de un rostro infantil observándome en las sombras.
La casera me esperaba en el portal, envuelta en un grueso abrigo de lana y con las llaves centelleando en su mano.

—¿Eres Sonia? —me preguntó sin inmutarse.

Le respondí con un escueto sí y luego me pidió que la siguiera.

Caminamos hasta el segundo piso, la escalera estaba iluminada por bombillas blanquecinas. La casera forzó la puerta hasta que la madera crujió y terminó por abrirse. El interior olía a moho y a tierra húmeda, como si la lluvia se hubiera colado por lo cristales. La mujer cruzó el umbral y yo la seguí hasta el interior de la casa.

Toda la ornamentación me pareció decadente, los sillones victorianos se erigían al centro del salón con sus gruesos reposabrazos, los espejos ocupaban todo el espacio de una pared lateral y la madera de las puertas se astillaba con solo verla.

—Es algo vieja, pero está en buenas condiciones —me dijo la casera, limpiando una mancha de polvo con un pañuelo gris que sacó de uno de sus bolsillos.

En lugar de responder solo asentí con el rostro.

—¿Sabía usted que la casa perteneció a una bisabuela de su tía? —dijo de pronto.

Yo fingí interés y la cuestioné por más información, mientras concentraba mi atención en el papel tapiz decorado de las paredes.

—La anciana se la dejó de herencia, creo que tendría más o menos su edad. Mi madre llevaba el condominio antes que yo, al igual que mi abuela y mi bisabuela tras ella, creo que su familia y la mía han estado conviviendo desde hace bastante tiempo.

—¿Entonces cómo no supo qué le sucedió a mi tía? —la interrogué, mirándola de soslayo.

La mujer apretó los labios en un círculo, frunció el ceño y dijo:

—Supongo que eso es labor para las autoridades, aunque... —murmuró muy bajo hasta que su voz se convirtió en un sonido inaudible.

—¿Aunque qué? —la confronté.

La mujer clavó la vista en sus manos. Las llaves jugueteaban entre sus dedos huesudos.

—No debería decirle —dijo sin dirigirme la mirada.

—¿Sabe usted qué le sucedió a mi tía? —La mujer mantuvo el silencio—. ¡Pero diga algo! —me exasperé. Mi voz recorrió las habitaciones del apartamento hasta regresar al salón como un eco.

Las llaves comenzaron a saltar de una mano a la otra.

—Bueno, ¿quién podría decirle que le pasó a su tía? —dijo con un hilo ronco de voz—. Sobre ese tema no se discute, un día estaba y al siguiente no. Lo que sí podría contarle es lo que pasaba en esta casa —indicó con un gesto abarcador.

—¿Qué pasa en esta casa? —la presioné.

La mujer abrió los ojos desmedidamente.

—Esta casa se traga a la gente —me dijo con toda la seriedad de la palabra—. ¿Sabe por qué la puerta está rota? —agregó.

Yo divisé el picaporte abierto una vez más y negué con la cabeza.

—Está así porque de otra forma su tía no hubiera logrado escapar, si se cierra la puerta ya luego no se abre, a menos que sepa que va a volver.

—¿Qué sepa quién? —pregunté con menos decisión.

—La casa —respondió la mujer. Instintivamente dirigí una mirada de soslayo a la puerta abierta.

—¿Me está diciendo que la casa tenía prisionera a su inquilina?

La mujer asintió con fuerza.

—Más que eso, la casa cambiaba a los que se mudaban, mi abuela me contó que dos generaciones atrás había vivido una jovencita que perdió los nervios al punto de colgarse de la tubería del desagüe.

A través de la ventana contemplé el metal oxidado que sobresalía de la pared.

—¿Y por qué siguen rentando la casa en todo caso? —le pregunté.

La mujer se encogió de hombros antes de hablar.

—A casi todos los nuevos inquilinos parece no importarles las historias de la casa. Dicen que harán remodelaciones y que acabarán con el aire antiguo, pero nunca hacen nada, ya sabe, la casa no los deja. Solo unos pocos, en todos estos años, han puesto reparos.

—¿Y qué ha sucedido con ellos?

—Lo normal, al final terminan acomodándose en la casa.

—Y si todo esto es así, ¿entonces cree que mi tía siga en alguna parte?

La mujer abrió los labios para responder, pero una ventisca arrancó uno de los cordeles que sostenían las ventanas cerradas, y estas comenzaron a aletear vigorosamente.

Por nuestra parte nos apresuramos a sostenerlas con fuerza e intentar empujarlas devuelta a su sitio. El viento en contra hacía la labor titánica.

—Estas ventanas son terribles cuando llueve —exclamó la mujer, enroscando sus dedos con fuerza en el marco—. Se abren de nada cuando quieren, pero luego el cristal es imposible de romper, su tía lo intentó muchas veces.

—¿Y usted cómo sabe eso? —la cuestioné sin disminuir la fuerza.

—La vi desde el jardín, siempre estoy en el jardín.

La ventana crujió cuando la empujé por última vez hasta dejarla en su sitio. Desde allí contemplé al pasto a través de la lluvia.

—¿Si siempre está en el jardín cómo no la vio salir? —le pregunté.

La mujer apretó los dientes y me dirigió una mirada penosa.

—Ese es el problema —me dijo—, sí la vi salir.

Lo siguiente que recuerdo es la ventana soltándose de sus manos y estampándose contra mi rostro. Desperté con sangre en la frente y una nota a mis pies.

La casa parecía sellada herméticamente. Intenté abrir las ventanas, pero no respondieron. La cerradura parecía en perfecto estado, pero la puerta estaba cerrada desde afuera. No habían más ventanas en la casa, ni ninguna otra salida. Sentí como si las paredes se abalanzaran sobre mí, la visión me turbó tanto que caí de espaldas al suelo. A mi lado la nota descansaba. No se preocupe por la renta, decía, la casa siempre necesita un inquilino. Y con el sonido de las pisadas martillando en el piso superior, contemplé la tubería de desagüé, preguntándome, en silencio, cuándo volvería a llover.

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