El coleccionista de voces

Un día la gente comenzó a perder la voz. Ocurrió así de pronto. Una mañana una mujer lloraba sobre las sábanas cuando sus gemidos se volvieron insonoros, después fue un niño perdido cuyo llanto se evaporó en el aire, luego una joven que se ocultaba en los retretes del colegio, y así, poco a poco, la gente fue perdiendo la voz.
Por ese entonces también comenzó a temérsele al espectro que era capaz de duplicarse, al ladrón más hábil de la historia; al coleccionista de voces. Decían que escogía con cuidado a sus víctimas, que solo tomaba a aquellas que eran más sensibles y que tenía un especial interés en las personas rotas y perdidas. Era capaz de colarse en tu habitación, de entrar a la bóveda del banco o de encontrarte en lo más alto de un rascacielos. No había escapatoria, adonde miraras allí estaría, al acecho, listo para cazar.
Pasamos muchas semanas recopilando pistas, teníamos centenares de testimonios sobre el escritorio, nos movíamos por todas partes, atentos, precavidos, con la esperanza de capturarlo a mitad del crimen, pero todo fallaba. Los interrogatorios empezaban y terminaban igual, una mujer decía que lo había visto salir de un supermercado, otro hombre decía que vivía en un duplex en el centro. Decenas de testigos poco fiables pasaban por la mesa para terminar siendo descartados, hasta que llegó una niña, una infante de diez años, su madre la llevaba por el brazo y la azuzaba a hablar. Nos dijo que lo había visto, con aquellos ojos de almendra. Había sido el día anterior, mientras intentaba jugar con los demás niños, un chico la había empujado y ella había rodado colina abajo, nadie pareció haberlo notado, la niña se quedó tendida en el suelo por unos largos minutos, hasta que sintió la quemadura de una lágrima descendiendo por su mejilla, y entonces apareció. Se encontraba sollozando cuando una mano le tocó el hombro, la garganta se le había achicado tanto que apenas y podía hacer pequeños ruiditos, pero aquella mano la había hecho estremecerse, y cuando pensó que por fin perdería la voz, una pelota blanca bajó rodando por la colina y se detuvo a su lado. Cuando se volteó a ver, ya no había nadie. Alguien bajó a recuperar el balón y la niña lo acompañó en silencio. Cuando llegó a su casa le contó a su madre y después esta la obligó a ir a la comisaría. Y allí estábamos. Con una dirección escrita con crayones.
Tomamos dos unidades y nos dirigimos a las afueras de la ciudad. El vertedero se extendía por varias hectáreas, hasta que la basura se confundía con las casas. Las personas caminaban en completo silencio, nadie respondía a los saludos, por lo que deduje que todas habrían perdido la voz. Cuando llegamos a la casa marcada tomamos nuestras posiciones. El lugar no tenía puerta, una manta cubría la entrada y las ventanas eran simples agujeros en la pared. Mi equipo y yo rodeamos la casa, yo entré por una ventana lateral. El interior de la vivienda se encontraba a oscuras, solo se escuchaba el goteo del agua y los maullidos lejanos de un gato. Caminamos con sigilo y nos adentramos a las habitaciones. Los cuartos se encontraban vacíos, tropecé con un catre abierto en el suelo y una vasija de metal a su lado, pero no encontré nada más. Entonces, cuando nos disponíamos a salir, la luz de una de las linternas captó una sombra tras un armario, al darnos cuenta el sujeto intentó escapar por la zona de atrás, así que me postré en la puerta y sin pensarlo dos veces arremetí contra él. El sonido de las balas ahogó cualquier otro ruido, y cuando hube terminado, ya no se sentía nada. Al principio tuve un brote de alegría, pero entonces, cuando pedí una linterna a mi compañero y apunté el haz de luz hacia donde mis disparos habían ido, sentí como mis pulmones colapsaban sobre mi diafragma. En el suelo, entre un agujero de ratas y un gran charco de un líquido viscoso que poco se parecía a la sangre, yacía el cuerpo de un niño, con sus rizos plateados, su piel morena, sus pies encogidos y las rodillas abrazadas. Entonces sentí lo que tantos otros habían sentido. Tu garganta se encogía hasta que el aire pasaba con dificultad, tus pulmones pesaban tanto en tu pecho que te sentías atraído hacia el suelo, la saliva se iba acumulando en tu boca, y cuando intentabas hablar, gemir, gritar o sollozar, solo lograbas atragantarte.
Mi último impulso por hablar quedó ahogado en lágrimas, sobre el cuerpo del coleccionista de voces.

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