Capítulo Diez
10.
No sabía corresponder.
«¿Conoces el truco de las orejas de conejo?»
Solo conocía el amor unilateral. Este era permanente y real, vivía en su interior y lo experimentaba siempre que decía amar a alguien. A todos los que había amado los llevaba arraigados a su corazón. Los sentía suyos, aunque solo le pertenecieran en su mente.
En cuanto escuchó a su abuela decir el nombre de su amigo, su piel se erizó y su espalda se había tensado. Se agachó a recoger su chaqueta del piso y notó que las cintas de sus zapatillas estaban sueltas. Juntó ambos extremos y los ató en un nudo que ciñó su empeine al apretarlos, siempre se dejaba el nudo detrás de los tobillos para no ver el moño en el frente.
«Si lloras, no puedo ayudarte»
Salió de casa con la misma urgencia con la que huiría de un incendio. Entró al auto y se apresuró a retroceder, se pasó por el césped de la entrada, aunque era el primero en molestarse si alguien lo pisaba. Avanzó en su misma calle, su mente estaba revuelta, sentía demasiado el nudo contra su piel al frenar.
Se detuvo abruptamente frente a la casa de los Kim y sonó el claxon tantas veces que otros vecinos salieron a ver antes que Taylor. April no había tenido una buena noche, solo podía fumar en la bodega, así que había pasado la noche ahí. No le gustaba mezclar bebida con hierba porque le dejaba una terrible sensación al despertar que lo aturdía y se quedaba con él todo el día. Aunque hacerlo lo colocaba con más facilidad que si usara solo uno de ellos. Eso era malo. Había llegado a su casa como si nada un lunes por la mañana, era lo mismo que hacía su padre.
Justo como su padre, April nunca estaba en el momento oportuno. Ahora viviría con la culpa.
Si hubiera pasado la noche en casa habría atendido el teléfono él mismo, pero parecía que estaba condenado a llegar tarde. Como con mamá, nunca hallaron su cuerpo. Como con su abuelo, a él se lo llevaron y nunca volvió. El piso del área de urgencias estaba frío, lo recordaba bien porque se arrodilló detrás de la puerta de vaivén después que no lo dejaron pasar de ahí.
«Tomar cada punta para hacer dos orejas»
Los golpes en el vidrio lo querían hacer reaccionar. Pero no podía soltar el volante.
—¡April! April! —Olvidó por un segundo por qué hacía tanto alboroto, volvió en sí mismo al ver a Taylor que lo llamaba.
Los vecinos lo veían. Los niños camino a la escuela se detenían a mirarlo con curiosidad. Estaba en medio de la calle. Hasta el mismo Sean Grace detrás de su hermano lo veía con extrañeza. Bajó la ventanilla del auto, ahora escuchó con más fuerza a Taylor.
—Necesito ir al hospital.
—¿Qué ocurre? Estás temblando.
—¿Vienes? —dijo ahora con severidad, cambiando la palanca del auto. Escuchó a Sean llamar por su hermano—. ¿Vienes o no? —Taylor volteó a ver hacia su casa—. Ya veo que no.
—¡Espera! Te metiste algo, ¿cierto? April... Espera. —April suspiró. No podía confesar frente a Taylor—. Si no me cuentas, no puedo ayudarte.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
Taylor metió la mano hasta el seguro de la puerta del piloto y abrió la puerta. April reaccionó cuando le destrabó el cinturón.
—¿Qué haces?
—Voy contigo, pero no puedes conducir así. Pásate al otro asiento.
—Pero...
—Estás deshidratado, trasnochado y para colmo intoxicado con alguna mierda. Cámbiate ya.
Recibir ayuda era una sentencia. La primera vez en su vida que aceptó ayuda esta lo sentenció a siempre buscar un refugio en «él». Ahora que no estaba, podía correr por las calles, atravesar el bosque y salir a la carretera, sin sentir que estaba a salvo. La gratitud era la forma de pagar una deuda. La gratitud siempre era más grande que el amor.
Le dejó espacio a Taylor para que ocupara el lugar del conductor. Lo vio subir y poner en marcha el auto ante la mirada consternada de su hermano. Acomodado en el asiento del copiloto, al fin se dio cuenta de que lloraba. No supo en qué momento comenzó a hacerlo, pero su rostro estaba caliente y sus mejillas húmedas. Lo peor de todo: Taylor lo veía de la misma forma que él.
Taylor preguntó varias veces por su estado. April lo veía sin poder hilar correctamente una sola oración. ¿Era posible que su llanto tuviera súper poderes? No le gustaba hacerlo frente a nadie, pero siempre que lo veían llorar, se conmovían. Su llanto sacaba a flote la parte generosa de cualquiera. Su rostro lo hacía lucir en extremo vulnerable, tanto como para hacer que los altruistas se entregaran por él a la primera lágrima.
Nunca lo pensó antes.
«Cruzarlas una sobre otra»
La primera vez que pidió ayuda en su vida fue luego de tirar la sopa por la escalera hacia el sótano.
Su padre le gritó por tener siempre las cintas de sus zapatos desatadas. Le habían explicado muchas veces antes cómo atarlas, pero no lo entendía. No importaba cuántas veces lo intentara, terminaba enredando las cintas en un nudo ciego que dejaba ambos extremos sueltos. Su abuelo también lo reprendió y lo envió afuera mientras limpiaba el desastre que había dejado cerca de donde dormían los huéspedes actuales. Su abuela no volteó a verlo, se preocupó más por el plato de cerámico roto que por la quemadura en su brazo.
April se sentó a llorar en el jardín. Pero su llanto consiguió auxilio del único en su casa que nunca se había molestado con él por ser demasiado sensible.
Sean Grace era notoriamente más alto que él, y su mirada era dura para ser tan joven. No hablaba inglés más allá de unas pocas frases y resultaba difícil para April entender sus palabras. La noche que apareció junto a su familia en su casa le preguntó si quería ser su amigo, April le prometió que desde ese momento sería su mejor amigo sin entender las implicaciones que eso incluía.
A Sean no lo dejaban salir del sótano, menos hacia el jardín. Salir siendo ilegal era arriesgarse a que lo vieran y atraer atención a la casa. Aun así, se acercó a April porque lo escuchaba llorar desde abajo.
Se sentó a su lado en los escalones que daban hacia el terreno vacío en el que apenas empezaba el huerto de la familia Moon y lo calmó. Le limpió las lágrimas con delicadeza. Es posible que Sean Grace haya encontrado a otro hermano menor en April al conocerse. Tenía tacto y una sensibilidad que era casi parental. April no tuvo que decirle por qué lloraba; él lo sabía, se desató su propio zapato y consiguió—con dificultad—explicarle cómo hacerlo con el suyo.
A April no le gustaba que lo consolaran a menos que fuera Sean, de sus ojos venía la única mirada de compasión que aceptaba.
Si era así, si encontraba la misma mirada en Taylor cada que apartaba el camino de la vista para asegurarse de que estuviera bien, tendría más sentido que su llanto solo funcionara para conmover a aquellos que vivían en gratitud hacia él. Llorar nunca funcionó en su casa. Solo funcionaba si quería hacer suyos a los dóciles. Como a Sean, de niños. Como a Taylor, que era demasiado inocente para ya no ser uno.
No había tenido esta conversación con él. En la que le contaba que odiaba el hospital desde mucho antes porque su familia lo hizo creer por años que su madre estaba enferma del corazón, que cardiología e infarto eran argots para psiquiatría y suicidio.
April nunca le contó a nadie que la primera noche fuera del intensivo lloró solo en su habitación; no por sus heridas, sino porque tenía miedo de estar ahí, de las tantas veces que encontraba a su madre en las mujeres del hospital. Si contaba que lo acechaba un rostro que no recordaba lo tratarían igual que a ella. Temía y se exaltaba, conseguía dormir solo hasta que el dolor físico era tan insoportable como para mitigar el mental. Prefería estar inconsciente.
No podía decir en voz alta que permaneció aterrado de estar en el hospital hasta que tuvo un compañero de cuarto. No podía confesar que fue gracias a un niño que logró dormir en paz.
Ahora él también lo dejaba. Cualquiera que pudiera darle paz lo hacía. ¿Por qué?
Estuvo cerca de Mason un día antes y no entró a verlo. Prefirió interrogar a la enfermera sobre su expediente porque quería saber si su confusión tenía algún sentido. Hubiera preferido vivir con la duda de si Sean lo había visitado porque entonces, no se habría atrevido a confrontarlo, no se habrían gritado ni se hubiera escondido en su bodega como lo hacía siempre que quería pasarse de creativo ingiriendo cosas que lo hicieran estar a gusto con sus propias ensoñaciones. Habría estado en casa a tiempo para responder él mismo la llamada del hospital y no sufrir con la incertidumbre como lo hacía ahora.
Era culpa de Mason, por afirmar que vio a Sean asomándose al cuarto con su uniforme. Desde que lo mencionó no podía dejar de pensar en eso, aún si no lo decía. El inicio de la temporada de verano era antes de San Valentín. Para entonces April estaba mejor. Pudo hablarle sin problema.
Apenas llegaron al estacionamiento del hospital, April abrió la puerta para correr del vehículo, Taylor frenó de golpe, lo llamó; pero él siguió corriendo.
A veces se sentía culpable por omitirle tanto a Taylor. A lo mejor debía sentarse con él y contarle las cosas desde el inicio; pero temía su reacción, siempre que alguien se enteraba de lo de su madre lo veían como si tuviese problemas, le ponían en automático una insignia de ser especial por las razones incorrectas, como siempre, y pretendían explicarle lo mucho que entendían de lo incompleto que debería sentirse—según ellos—como si lo inconcluso no fuera un problema ya lo suficiente grande para él.
¿Culparía de eso también a su madre? ¿Sería más sencillo argumentar que no podía dejar de pensar en Sean porque sentía que se había perdido de algo entre ellos y no podía solo pasar por alto las cosas por culpa de ella? Deseaba olvidarlo como aún olvidaba atarse los zapatos en las mañanas y, aun así, él era la razón por la que prefería hacer un nudo ciego y utilizar todos sus zapatos como si fueran solo de meter.
¿Cómo le contaba a Taylor que por desgracia—o fortuna—encontraba en él una forma de concluir todas las cosas que se había perdido de hacer con su hermano? Era ingrato escupirle en la cara diciéndole que no existía una primera vez para muchas cosas en su vida simplemente porque toda su vida parecía estar contada desde la mitad hacia adelante.
Podía tratar. Era justo que se lo contara. Después de todo, Sean lo sabe, no por decisión de April, sino porque estaba ahí cuando lo descubrió. A uno de los leñadores se le salió por error frente a ellos y todas las cosas que decían de su familia tuvieron sentido para April. Sean fingió no escucharlo, pero era imposible. Siempre estaba ahí, a veces, incluso sin que él mismo April lo supiera.
«Las doblas para enredarlas»
Como esa mañana en que la madre de Sean lo llevó a urgencias porque no dejaba de vomitar. Su padre seguía molesto con él y ella mostró su primer acto de amor hacia Sean. Estaba intoxicado. Él no quería volver a casa. No entendía porqué seguía respirando. Tenían que haberlo dejado morir. Pero no eran del todo responsables de salvarlo, hasta intentando morir él había fallado. En el hospital le lavaron el estómago, estuvo consciente todo el rato, al menos lo suficiente para escuchar hablar a los paramédicos entre ellos.
Y en la noche, al apenas volver en sí, detrás de la cortina de urgencias que tapaba su camilla podía ver las habitaciones de los internados con las luces tenues. No sabía que era lo más cerca que estaría de April en años.
La bolsa con su ropa estaba en el buró junto a él. Era demasiado tarde para que los internos se preocuparan por él, cuyo caso en observación significaba que era el primero en desocupar si necesitaban la camilla. Se quitó la intravenosa y alcanzó sus zapatos para intentar llegar del otro lado. Pasando por el pasillo de la consulta externa vacío hasta el de pediatría, con sus paredes pintadas de colores como simulando un patio de juegos.
El mismo pasillo que April atravesó sin reparo al entrar corriendo al hospital.
El mismo pasillo en el que Sean se había asomado por todas las puertas, buscándolo para decirle que vio el infierno por un segundo y no se parecía en nada a cómo lo pintaban. El infierno no era malo y haberle fallado resultaba coherente para merecer terminar en él porque al menos ahí, aún si era culpable, podía decir lo mucho que quería estar a su lado.
Sean había corrido hasta la última habitación.
April corrió hasta la puerta. La enfermera gritaba a sus espaldas para detenerlo, pero ya no importaba, en tanto llegó a la habitación desistió de la urgencia.
«Y tiras».
Sean se desmayó. Se había quedado tendido en el mismo lugar en el que April se detuvo en seco al encontrar la puerta abierta y las sábanas de la cama extendidas.
No había nadie.
No estaban ni sus marcos. Ni sus libros. Ni su rostro. Estaba vacía.
Era así siempre. Una vida menos solo representaba un par de sábanas limpias nuevas. Siempre que volvía a sentir ese dolor le parecía ajeno. No le pertenecía, aunque pudiera sentirlo. El dolor impropio solo confirmaba una cosa: su amigo estaba muerto.
Su relación con la muerte era extraña. Parecía que se habían conocido durante toda su vida y a la fecha todavía era incómodo pasar tanto tiempo alrededor del otro. Le costaba trabajo aceptar lo definitivo y la rechazaba, pero no podía negar su presencia, tampoco evitarla.
No podía pensar ocasionalmente en ella. No cual humano que reconoce la muerte como destino, sino en un duelo prolongado al que solo añadía a una persona más a la lista y sufría por ella de ahora en adelante.
Se había repetido y su corazón se endureció. No más llanto. Siempre lo había antes, si había esperanza. Sin ella, ¿por qué valdría la pena llorar? O sentir. O temer.
Regresó sobre sus pasos por todo el corredor. Tenía ese frío en el pecho. Pero si dejaba que este lo doblegara terminaría igual que en el funeral de su abuelo y no podía permitirse reaccionar así frente a ese montón de extraños que lo juzgarían como a las revistas viejas de la sala de espera. Desde luego él era mucho más interesante que ellas.
Como cualquier lunes por la mañana, el hospital del condado rebosaba de gente haciendo fila para consulta. Entre tanta tos y gripe de temporada, April no descartaría haberse contagiado de algo. Sentía su cuerpo pesado como si estuviera desconectado de él y tuviera que cargarlo para poder avanzar. Tampoco había comido nada desde el día anterior y puede que hasta imaginara rostros familiares en la fila para los exámenes de sangre.
O no lo hacía.
Había dos filas en el laboratorio: para hematología, donde siempre se sentaba con su abuela y frente a ellos, las de embarazo, donde vio a Sunhee con otra mujer mayor que la reprendía en voz baja.
El encargado salió y la llamó por su nombre completo para hacerla pasar a la sala. No la imaginaba. Ni ella a él. Lo reconoció viéndola a la distancia y su expresión de angustia antes de fingir no verlo terminó por marearlo. Creyó escuchar dentro de su cabeza un zumbido como el de un amplificador mal conectado, el ruido era tan fuerte que dolía.
La sensación pulsaba en su frente. La bonita familia de Sean Grace era lo último que le hacía falta presenciar.
Si lo meditaba bien, hasta ya se había tardado en equivocarse. Le hacía gracia por Sean, sentía pena por Sunhee. Era una lástima terminar así.
Su padre decía que su madre regresó loca del hospital después de que April naciera. Pero después de años de escuchar eso—a veces como reproche, otras como broma—entendía mucho mejor a su madre. Ella apenas y cumpliría dieciocho cuando él nació. Tal vez por eso quiso una niña, para jugar con ella.
Compadecía a su madre, aunque no por eso lograba amarla, solo veía todo con mejor claridad. Ya había pasado quince años dándole vueltas al asunto. De los padres, siempre era una cuestión de responsabilidad. Nada del otro mundo, pero habiéndolo parido, creería que el amor maternal era irreal, April odiaría al pequeño bastardo si le desgarrara las entrañas y saqueara su cuerpo. Si ese era el caso para no amarlo, lo entendía completamente. Aun así, veía en libros y películas que el amor incondicional de las madres superaba todo dolor y curaba heridas, si existía, lo hacía lejos de April.
Y después de pensar y pensar, la conclusión era simple: Su madre no lo amaba lo suficiente para quedarse con él.
A la fecha aún se preguntaba qué había sido tan malo como para hacerla elegir irse antes que estar a su lado. April quería saber qué le faltaba, en qué falló, qué más debió hacer para que su madre lo eligiera a él. A su hijo. ¿No era suficiente motivo serlo? Qué tan miserable era su existencia, de la que April formaba parte, para que prefiriera morir.
No la culpaba. Mientras más pasaba el tiempo, mejor la entendía a ella y al incesante deseo de desaparecer. También lo sentía. Conocía las ansias de rendirse ante ese vacío interno y dejarlo extenderse por todo su cuerpo hasta consumirse en él y convertirse en parte de la nada que tanto espacio parece ocupar. Conocía la intención de extinguirse porque también la tenía.
Siempre que pensaba en su madre terminaba dudando de sí mismo. Le tenía rencor, pero la veía víctima y cuestionaba si sus pensamientos se habían vuelto salvajes. Si algo malo habitó en su interior. O si aquello que la convenció de hacerlo era exclusivo de ella porque él también sentía algo de eso y creía que era lo mismo. Existía un pequeño daño en su forma de ver el mundo que lo mantenía alerta y lo hacía preguntarse si eso que la mató a ella lo mataría también a él, si aparecería de pronto en su cabeza como una decisión más que como un pensamiento al azar y él decidiría que ya no había nada por qué seguir vivo justo como ella lo hizo.
Buscaba respuestas. Si se había sentido desdichada desde siempre o solo lo fue hasta que April nació. Solía pensar que su madre estaría viva si no fuera por su culpa, pero, afirmarlo solo le daba un nivel de relevancia que sabía que no tenía. A su madre no le importaba lo suficiente como para decidir sobre su vida pensando en él. A su madre no le importaba en lo absoluto.
Si ese era el caso, el primer y único acto de amor que tuvo hacia él fue morir.
«Todo lo que Dios me quita, se lo da él. ¿Esa es la justicia divina?» Pensó April.
Salió del hospital y se sentó, abatido, en el graderío de la entrada.
Eran puras especulaciones suyas y aun así le quemaron profundamente.
Esperaba que Sunhee fuese una mejor madre que las que conocía. Y aunque no lo fuera, aunque fuera la madre más cruel, despiadada e insensible del mundo, muy a su pesar, ese niño tenía desde ya al padre más amoroso de todos. Al más comprensivo y cálido.
Estaba seguro de que el padre ni siquiera estaba enterado porque, de ser así, estaría ahí con ella, con esa pose de sobreprotección en la que April tanto solía disfrutar refugiarse. Era tan predecible que en cuanto se lo dijeran dejaría de jugar, doblaría turno en el trabajo, conseguiría otros dos y pensaría en un nombre para su hijo, aunque fuera solo una posibilidad.
Su hijo.
April no podía darle un hijo. Tampoco creyó estar en la posición de espectador. Siempre le gustó mucho el lado paternal de Sean, cuando lo mostraba equívocamente y ocupaba lugares que no le correspondían. Esto era diferente. Le faltó el aire tan solo de imaginarlo porque si era su hijo, no solo lo cuidaría y le daría de sus consejos, sino también sus ojos de color marrón oscuro que, en conjunto con sus largas pestañas, harían de su mirada profunda. Tendría su misma sonrisa amplia y la forma de su rostro. Lo amaría como nunca pudo amarlo a él. Como ni siquiera sus propios padres lo hicieron.
Solo le quedaba respirar y apostar porque no existiera tal niño y si lo hacía, que fuera el motivo de una gran pelea, que hiciera llorar a Sean al ver con sus propios ojos una infidelidad como las que tanto aborrecía. Era todo lo que deseaba. Pero no podía tener mucha fe en eso.
Dios era injusto.
Su hijo. Sean no sabía de su existencia, si es que la había, y sabía que ya lo amaba.
—April —llamaron ante él, levantó la vista poco a poco y sus ojos volvieron a cristalizarse como se había resistido a hacerlo durante largo rato al ver a Taylor, preocupado, inclinándose hacia él—. ¿Qué te ocurre?
Le puso las manos en el cuello, dócilmente, April sabía que le estaba midiendo el pulso, pero su calor lo derretía como siempre, lo tomó de las muñecas para que el suave impulso lo hiciera llevarlas hasta su rostro. Ambos pulgares quedaron en sus mejillas, con ellos le limpió las lágrimas.
Su delicado toque consiguió que April sollozara y se venciera sobre él, abrazándolo. Taylor lo abrazó de vuelta para sostenerlo, quedó de rodillas un peldaño abajo mientras lo sentía respirar agitado contra su cuello. Aun temblaba.
—Tay —murmuró April—, creo que estoy enloqueciendo.
Después de tanto, seguía siendo el mismo. Su mente no se detendría hasta que el impacto físico fuera más grande. En el instante en que April se sintió a salvo entre los brazos de Taylor cayó desmayado.
No sabía corresponder, no podía dar algo que nunca le dieron. Hasta ahora.
✿ ✿ ✿
La peor temporada del año había llegado. Cada vez había más frío, sus plantas se morían y la gente estaba comenzando a buscar decoraciones navideñas para sus casas. Lo que significaba algo horrible: April tendría que trabajar.
Se gritó con su padre esa mañana y tras varios insultos, terminó aceptando cubrir turno en la tienda. No tenía escapatoria. Pero había una ventaja, la temporada de béisbol de la escuela había comenzado. Esa noche sería el primer partido y el comprador promedio de la tienda de maderas—señores del condado—, estarían allá. Así que sería una tarde tranquila en la que solo debía asegurarse de que el bodeguero terminara su inventario del día antes de ir a casa y luego de cerrar bien.
Habían pasado quince días y, hasta el momento, octubre no estaba siendo su mes favorito. No quería hablar con nadie que no fuera Taylor, a veces tampoco hablaba con él. Pero lo dejaba quedarse a su lado en silencio mientras estudiaba. Tenía la sospecha de que a Taylor le gustaba mirarlo tanto como a él.
Después de su ligero colapso en el hospital, despertó en el catre del antiguo aserradero. Lejos de lo siniestro que podría parecerle, apenas abrió los ojos escuchó a Taylor decir: «Yo tengo tus llaves», lo había cubierto con una manta y estaba en el taburete leyendo.
Quería pensar en que lo estaba cuidando. La idea de no recordar bien qué hizo para llevarlo hasta allá lo desconcertó mucho. No recordaba haber caminado, ni haberle dado las llaves lo que implicaría que Taylor tuvo que cargarlo en brazos y buscar entre su ropa la llave de la entrada. Era humillante, no quería ni pensar en cuántas personas lo habían visto así. Pero agradecía que no lo haya llevado de vuelta al interior de ese hospital.
Taylor siempre sabía qué hacer. Lo creía cada vez con más firmeza. Lo regañó sobre su hierba y lo obligó a entregársela. Se la dio porque era él. Sentía que debía sincerarse con él, pero las palabras no salían de su boca. Él tampoco hacía mucho por buscarlas, aunque era evidente que le intrigaba su nada incómoda relación con la muerte.
Le contó lo de Mason: Taylor solo asintió y lo escuchó hablar por horas sobre eso. No supo consolarlo, pero le consiguió la dirección de la casa de los padres del niño y lo acompañó a dar las condolencias a la familia.
April no creía en eso de decir «lo lamento mucho», pero, en este caso era válido, él sentía profundamente la pérdida. Le era difícil actuar en situaciones así, no podía fingir como siempre lo hacía; para su sorpresa, Taylor sí. Se le daba con tanta naturalidad mostrarse indulgente en una actitud que no creyó que Taylor, su Taylor—reservado y poco sociable—tendría.
Y tenía razón. Taylor le dijo que no sabía interpretarlo del todo. Pero podía copiarlo. Le enseñó de las convenciones sociales que debía tener en un funeral, aunque tampoco creía en ellas, pero las practicaba porque sabía que era más fácil vivir si encajaba con eso.
En ocasiones April se preguntaba por cada acción de Taylor.
Todo lo que hacía era por firme elección. Nada de impulso, si no, una metódica elección que resultaba después de mucho tiempo de pensar qué sería socialmente adecuado.
Le gustaba saber que eso no aplicaba del todo con él, por supuesto, era la primera vez que Taylor se acercaba tanto a alguien, debía estar midiendo qué era o no pertinente respecto al afecto de otra persona. April se divertía recargándose sobre él, porque lo sostendría. En el bosque, era fácil quedarse dormido con la cabeza en las piernas de Taylor porque siempre habría un libro cuya sombra cubriera su rostro. Hasta ahora lo había visto leer tres libros de filosofía, recordaba el color de las pastas, pero no los nombres. Algunos estaban en otro idioma.
A veces temía por su alma y lo obligaba a bajar el libro para que lo viera a él en lugar de al montón de palabras que sabía estaban endureciéndole el ceño. Tomaba su mano saliendo de la bodega mientras caminaban por el bosque y la reserva. Taylor le contó que le gustaba explorar el lago, aunque estaba prohibida la entrada, April no quería explicarle que lo odiaba porque su madre se había lanzado a él. Pero siempre insistía en ir después de clases.
Tardes como esta eran buenas porque ahora le costaba más trabajo mentirle y estaba quedándose sin excusas para no acompañarlo a explorar.
Para cuando el día estuvo casi por terminar, vio que los trabajadores firmaran el libro de salidas y dejaran cerrada la zona de descarga. También autorizó pagarles las horas extras que les debían hace rato. Solo había un contador en el pueblo que lo veía como el señorito dueño de la tienda y el padre de April no revisaba mucho las cuentas. No habría problema, el argumento de que «su abuelo lo hubiera hecho» era lo suficiente válido para que él asumiera esa responsabilidad.
Al fin solo, se sentó en el banquillo alto detrás del mostrador e intentó dibujar algo.
Se había llevado su carpeta de hojas para poder continuar el cómic que estuvo posponiendo por semanas y que nunca le llevó a su amigo en el hospital. Veía las páginas en blanco y aunque avanzó un par de viñetas, no tenía mucho sentido ahora. No haría mucha diferencia si se detenía ahí, no era como si al amanecer encontrara frente a su puerta una fila de personas preguntando por el final. A nadie más le importaba esa tonta historia, solo a Mason y ya no estaba.
Fue lo mismo con el traje de su abuelo, se quedó con la tela y los patrones sin poder terminarlo. Nada pasó. Los guardó en una caja en alguna parte de su taller y jamás volvió a mencionarlos, ni nadie más lo hizo. Al único que le importaban sus creaciones era a él y él ya no estaba. Si lo pensaba bien, no dibujó durante un largo rato desde que era pequeño y le dejaba caricaturas a su madre para alegrarla un poco. O que dejó de escribir justo después de alejarse de Sean. En ambos casos, de nuevo, nadie más se detuvo a preguntar qué había sucedido, solo lo engavetó y pasaron a formar parte del montón de cosas que alguna vez había creado, la vida en ellas se perdía cada que las olvidaba.
Cada proyecto inconcluso era la muestra de lo imposible de llenar que le parecía ese vacío. Tenía la mala costumbre de vivir lo que amaba a través de otros. Si se iban, todo lo que le motivaba se tambaleaba ante sus ojos mientras él temía a cada segundo el inminente desplome de todo a su alrededor.
Debía admitir que no era una regla general, pero, le pasaba con tanta frecuencia que consideraría la posibilidad de que fuera él mismo quien elegía romperlo todo. Prefería sentir el caos antes que la quietud, pues esta lo sumía en completo desconcierto. Viviría por siempre del dolor si eso significaba sentir algo; era así, hasta él reconocía que se había vuelto cotidiano sentirlo, entonces no valía de nada. Sufrir o no hacerlo, no había nada después de eso.
Puede que solo haya aprendido a resignarse. Aunque la falta doliera tanto, avanzar era inevitable.
No dibujó más para su madre, pero lo hizo por Mason. Dibujó en cada página de su libro de biología a Taylor mientras le explicaba. Nunca hizo el traje de su abuelo, pero le hizo uno a Taylor. Desde cero y a la medida. Había sacado sus viejos patrones para cambiar alguno de los vestidos maltrechos de Oscar por uno mejor confeccionado. Rompió los cuentos que hizo para Sean, pero continuó con la novela en la que lo maldecía mil veces solo porque Taylor la encontraba interesante. Volvió a usar sus cámaras. Dejó de leer poesía hasta que recibió una carta de Taylor y supo que todo lo que amaba solo vivía cuando era visto por alguien que no fuera él mismo. Solo podía amar mediante el dolor de otros. Porque si los demás sufrían, significaba que eran iguales a él.
Sabía que cometía el mismo error de nuevo. Más Taylor era—como siempre— excepcional al lado de sus antecesores y había logrado inspirarlo sin sentir lástima por él mismo. Volvió a hacer todo lo que amaba esta vez sin una sola pizca de autocompasión. Eso era nuevo. Él lo liberaba, le devolvía todo lo perdido sin atarlo o pedirle algo a cambio. Le devolvió el deseo de pintar. Ya no pintaba solo flores, ahora disfrutaba de las estrellas y los insectos. Las ganas de escribir historias crecían de una forma que no entendía.
El silencio es el comienzo de toda creación. Todo lo que creamos nace de la necesidad de entender un vacío, ese algo que es—aparentemente—nada, que parece mudo e inexistente hasta que logramos darle un sentido. La incomodidad de sentir que hay algo más de lo que está a simple vista nos orilla a escucharlo. Nos persigue. Leemos para entender el silencio que nos rodea. Escribimos para llenarlo.
Taylor había leído toda su vida para evadir su soledad. Lo sabía. Aún si comprendía lo solo que estaba, no hacía nada por cambiarlo. Vagaba en ese vacío de una manera que April, que tenía la impetuosa necesidad de imaginar en ella y moldearla a su antojo, no soportaría. Sentía que lo conocía mejor que nadie y eso lo hacía temer aún más: ahora quería darle tanto para leer, que no volviera a hablar con otra persona en su vida.
Tenía muchos cuentos recientes. «El león de Cristal» «Caída libre» «Sabiduría y su precioso conocimiento» «Navegantes espaciales», entre otros menos interesantes.
«Sin Gracia Celestial», su novela principal, había avanzado unos tres capítulos más. El Rey Tanato ahora estaba casado con su doncella, pero había seguido a la casamentera detrás de la seguridad de los riscos, mientras el granjero cebolla y el ángel se escondían entre las brujas del pueblo. Por desgracia, la casamentera era, así mismo, una bruja, así que estando los tres tan cerca, por ella, se había desatado un caos en el bosque lejos del reino. Tenía detalles que ajustarle. Pero no había tenido oportunidad de mostrárselo a Taylor.
Taylor.
Tenía varias cosas sobre él. Específicamente de lo mucho que lo deseaba.
Octubre corrió y todo lo que había en sus poemas era sobre Taylor. April lo tomaba de la correa suelta de su mochila para seguirlo de camino a casa y asegurarse que se quedara a su lado. Lo encontraba parecido al otoño. Taylor se perdía entre las hojas de color ocre que caían por el pueblo. El viento las elevaba a su alrededor y April temía que se llevara a Taylor con ellas.
A veces se veía en el espejo y prestaba especial atención a las partes de su cuerpo que había visto a Taylor tocar. Lo imaginaba mucho cuando no estaba en su campo de visión, de mil formas que temía decir en voz alta.
Su nueva afición por pintar en las paredes de su habitación coincidió con la nueva lectura de Taylor: el libro de insectos que había estado cargando a todas partes al iniciar octubre. Primero fue un escarabajo, luego dos. Pronto serían cien escarabajos de colores. Taylor aún no los notaba o puede que eligiera no decir nada al respecto. No tenía que hacerlo. A April le bastaba con que supiera que cada uno de ellos significaba una vez que pensó en él.
Si no hubiera estado guardando bajo llave las fotografías que le tomaba, las habría llenado ya de cosas escritas en la parte de atrás, pero ya había aprendido de sus errores. No las dejaría por ahí a disposición de cualquiera. Pero le gustaba verlas. Dibujarlas. Colgó una sola de ellas con las otras que tenía en la pared frente a su escritorio. Junto a la de su familia y una de sí mismo.
Parecía que la única forma de conseguir una foto de Taylor sonriendo era que no supiera que le estaban tomando una. Se quedó de pie junto frente a un auto de color extraño—entre el gris y el verde claro—se burló de la fascinación de April y él aprovechó a sacarle una foto sonriendo con la excusa de querer conseguir pintura de ese tono de verde.
Taylor era un buen compañero.
Era el amigo más dulce que había tenido en toda su vida.
La tienda estaba muy cerca de cerrar. Al cuarto para las siete, Taylor se apareció por la entrada.
—Sabía que estarías aquí —dijo al verlo. En una mano cargaba un portavasos con una bebida y en la otra, la propia a la que le dio un gran sorbo mientras se acercaba. Dejó sus cosas sobre el mostrador, April aceptó su bebida con un corto agradecimiento. Lo observó con más cuidado, la libreta que dejó en el mostrador era diferente.
—No me estaba ocultando —le respondió, sonriendo—: ¿Qué le pasó a tu libreta? ¿La quemaste?
—No, no. Es una libreta vieja. ¿Ves? —Alzó la mano en la que tenía su bebida y le mostró que intentaba sujetar en ella su libreta habitual entre sus dedos— Aquí está la buena, aunque le quedan pocas hojas, no sé si logre terminar el año con ella.
—¿Y las guardas todas? Yo no recuerdo ni dónde están la mitad de las cosas que he escrito.
Taylor sonrió.
—Sí, las guardo desde que era pequeño. Suelo escribir sobre cosas que pienso o temas que me gusta investigar. A veces las uso para recordarlos.
—¿Y has puesto algo sobre mí?
—Es posible.
—¡Quiero ver! —April intentó arrebatarle su libreta actual, pero Taylor no lo permitió—. No seas envidioso. Yo sí te enseño lo que escribo.
—Me lo enseñas porque quieres, nunca te he obligado a mostrármelo.
—¡Tú me pediste que te mostrara!
—Sí. Y accediste a hacerlo.
—Te lo pido yo ahora.
—Y yo digo que no.
—No me dejas opción —dijo April y tomó la libreta quemada del mostrador, luego se echó a correr hacia el interior del almacén.
—¡No! ¡Espera! ¡Eso es personal!
Mientras Taylor batallaba en abrir el pestillo para pasar la puertezuela de paso que había que quitar para ir tras el mostrador, continuaba escuchando a April gritar:
—¡Si encuentro algún ensayo pretencioso sobre la electricidad del pueblo en ella, la voy a terminar de quemar yo mismo!
Para leer se escondió detrás del lote de tablas, le había cogido gusto a burlarse de las cosas que Taylor escribía para sus proyectos, a veces se pasaba de duro, pero no podía evitarlo. Le hacía gracia su cara de incomodidad. Nunca había tocado su libreta y, para ser honesto, le intrigaba mucho. La abrió en una parte al azar y frunció el ceño:
«No estamos en la misma página.
Estamos tan cerca y aun así me siento distante. Te entiendo, pero estoy muy lejos de compadecerte. Mi sinceridad te resulta hiriente. Es una competencia de quién sufre más en la que tu dolor pelea con las palabras que no digo.
Mi camisa está mojada por tus lágrimas y aunque quiero mantenerte entre mis brazos, el frío comenzó a calar en mi pecho por la tela húmeda contra mi piel. No tengo esperanzas para darte, yo mismo estoy corriendo y puedo asegurar que no hay nada adelante. Nada afuera.
Estoy en el borde narrando para ti un amanecer que no existe.
No quiero ser yo el que te diga que el mundo solo tiene cien historias asombrosas y los demás replicamos el mismo papel una y mil veces, en los mismos puestos, en la misma dirección. Porque pasamos toda una vida trabajando para que el éxito nos diga que alguien trabajó más que nosotros, que invertimos horas leyendo como si el conocimiento nos diera alegría. Acumulamos títulos que se quedan en cajones, medallas colgadas en la sala mientras envejecemos frente a ellas.
La lluvia ya no es bonita, ni el sol, ni las calles. Yo todavía tengo miedo. Todavía no sé hacia dónde voy, aún me duele la decepción; pero ya no lloro. Si lo digo no conseguiré clemencia. ¿Existe acaso? No puedes ayudarme. Me dirás que no me entiendes y tendrás razón.
Quiero ser un buen hermano; pero haber crecido antes que tú es agotador.
La página que tiene tu nombre me hace retroceder»
April frunció el ceño. No había pensado en Sean últimamente, al menos no más de lo usual—que sí era mucho, pero solo con la nostalgia usual de la que siempre era víctima—. Trataba a toda costa de no pensar en él, evitaba a los niños a toda costa porque se negaba a pensar en él siendo padre.
Sí, tampoco le había dicho a Taylor sobre ese asunto, su cerebro había omitido por un momento que él era el tío Taylor del bastardo, cuya existencia no era segura, pero lo que sí era un hecho es que Sean Grace le diría todo a su hermanito y él, que tenía mucho más cerebro que él, no estaría tan tranquilo con un problema como ese.
Por otra parte, las anotaciones de Taylor tenían un tinte mucho más desesperanzador de lo que esperaba. Y en cuanto pasó a la hoja siguiente, sus entrañas se revolvieron con odio.
«Los copos de nieve: su existencia es breve. Se desvanecen y su forma no vuelve a replicarse. El patrón es único. Su belleza está en lo efímero e inigualable de su composición.»
Taylor llegó junto a él y le quitó la libreta, interrumpiendo su lectura.
—¡No hagas eso! —demandó, pero April lo vio con más molestia que Taylor a él.
—¿Por qué no me dijiste que tu abuelo y mi padre se gritaron?
—No lo sé. No creí que fuera relevante. Hasta hace poco yo no lo tenía presente. Estudiaba la nieve y apenas recuerdo haber visto el pleito desde mi ventana y creo que anoté algo de eso.
—¿¡Tu familia se peleó con la mía y no te pareció relevante contarme!?
Su tono de voz subió. Se repentino cambio le hizo saber a Taylor que sus conjeturas no eran simple paranoia.
—¿No deberías saberlo tú? Que siempre fuiste tan cercano a Sean. Nunca supe por qué dejaron de hablarse, tampoco me importaba mucho, yo era un mueble en esas reuniones que hacían. Era mejor para mí si no había, así no tenía que acompañarlos a cenar. La última vez que yo sostuve una charla de más de dos minutos con tu abuelo fue en qué, ¿el cuatro de julio de hace tres o cuatro años? No tengo ni idea. Aunque creo que fue sobre la basura que dejaron en el vecindario los fuegos artificiales.
April se quedó callado.
—Es que yo, para entonces las cosas en mi casa ya llevaban un rato siendo raras.
—Pareces sorprendido.
—Lo estoy.
—¿En serio no lo sabías?
—¡No! ¡Sí! Algo escuché. —Suspiró—. Yo estaba medio drogado en el hospital cuando eso pasó. Ese viejo. Supe que tuvo problemas una vez con los vecinos, pero, no creí que fuera con ustedes.
—Sean se metió a la pelea —soltó Taylor, April hizo lo que siempre hacía si mencionaba a su hermano: evadirlo. Pero era tan evidente, pasó de su lado para volver a la parte de en frente de la tienda. Taylor lo siguió.
—Ya veo. Debieron discutir por alguna tontería del consejo de vecinos, al viejo se le subía la sangre a la cabeza con eso de "proteger nuestra comunidad".
—Sí. Eso creo... —dijo Taylor no muy convencido de su respuesta—. Nunca te pregunté qué te pasó, no quería ser descortés.
—¿Qué me pasó de qué?
—Lo del hospital. Por las marcas en tu pecho.
—Ah, sí. Un asalto. Me resistí y en el forcejeo me quebraron un par de costillas.
—¿En serio?
—Sí.
—Siempre creí que el condado era bastante seguro.
—Ya lo ves. Así es la delincuencia. Está en todas partes.
—¿Cuándo fue?
—En noviembre de hace dos años.
—¿Y cuánto tiempo estuviste ahí?
—Hasta febrero del año siguiente. ¿Qué más quieres saber? ¿El color de barniz de uñas de la enfermera que me bañaba? Era azul mediterráneo. Los martes daban gelatina y sí, dolía mucho, mucho. ¿Qué eres policía ahora? No me jodas, Taylor. Ya tuve suficiente esa vez con mi padre y mi abuelo oyendo mi declaración. En especial con los policías grasientos que recalcaron una y otra vez que no fui capaz de defenderme como lo habrían hecho otros chicos de mi edad. ¿De acuerdo? Era débil y les causé más vergüenza que preocupación. ¿Sí? Gracias a Dios el seguro médico sirvió de algo porque el poco hombre que soy no pudo devolver ni un solo golpe y les dejó una cuenta enorme de hospital que pagar. ¡Gracias por recordármelo!
—Lo siento, no quise...
—¿Sabías que muchos lo vieron y nadie hizo nada? Ni siquiera llamaron a urgencias sino hasta mucho después. Eso creo. El hospital estaba demasiado cerca de ahí como para que se tardaran tanto tiempo en llegar. O es que me pareció una eternidad.
—No te pongas a la defensiva.
—¡No estoy a la...! —Suspiró—. No estoy a la defensiva. Eres tú el que hace preguntas incómodas sobre mierda que quiero olvidar. No quiero pelear. No contigo.
Taylor se quedó callado. April se acercó a él y recargó su cabeza en el pecho de Taylor. Solo la frente, sin pegarse por completo a su cuerpo. Sabía que a Taylor le gustaba que hiciera eso. Hombres altos promedio, les encanta que les muestren cuán altos son. (A April también le gustaba hacerlo).
—Perdón. Yo solo... Olvídalo.
—Me la gané por meterme con tus cosas. Lo sé, pero también estás siendo grosero conmigo. No puedo discutir con todos en mi casa y luego contigo. ¿Lo entiendes? Estoy seguro de que tampoco quieres eso. No quieres discutir conmigo. ¿O sí?
—No.
—Bien, porque ahora que lo pienso, no me saludaste adecuadamente al entrar.
—¿Y cómo se supone que debería saludarte o qué?
—¿No que estabas enamoradito de mí? ¿No hay besito al verme?
—¡Oye! —April lo abrazó, sujetándose las muñecas tras la espalda de Taylor para que no pudiera alejarse—. No digas esas cosas en voz alta.
—Eres súper marica, necesito burlarme de ti por eso.
—Eso no es cierto.
—Tengo la prueba escrita de tu puño y letra. Mal escrito, pero bueno.
—Estoy aprendiendo, lo haré mejor con el tiempo.
—Algo es algo.
Se puso de puntillas y le dio un pequeño beso. April lo soltó, se burló de él dando saltos de regreso a su lugar de trabajo, seguido de Taylor, que se quejaba de sus acciones, pero al llegar hasta él tras el mostrador se quedó pasmado.
—Sabía que te encantaría —dijo April—. Llevo semanas queriendo mostrártela. Pero preferiste ir a pasear al lago que venir aquí.
La computadora en la mesa junto al mostrador estaba encendida. La pantalla, iluminada que le invitaba a tocarla, estaba ahí, perfecta y a su entera disposición.
—¿Es nueva?
—La compraron para llevar las cuentas del negocio, pero ya descubrí que tiene un juego de rompecabezas. Es como una calculadora, pero más divertida. También tiene un programa para escribir cosas que de seguro mi papá no sabría utilizar. ¡Además! El de la tienda dijo que se podía jugar «Asteroids» en ella, solo que aún no sé cómo.
—Es como las que tienen en la universidad.
—Hablas mucho sobre la universidad. Cállate, me incomodas.
Taylor suspiró para tranquilizarse. Volvió a sonreírle como al llegar, como lo hizo en la fila de la cafetería mientras pensaba en comprar algo dulce para él y con tanta amplitud como sonreía de camino a la tienda.
—¿Cómo vas con tu guion? No podemos mandar tu solicitud sin él —dijo Taylor, con una ceja alzada.
—Ya lo terminé...
—¿¡En serio!? ¿¡Cuándo vas a enviarlo!?
April suspiró.
—No lo sé, pensaba hacerlo hoy y hasta llené los formularios, pero, me acobardé. El paquete está por ahí en mi cuarto. —April carraspeó, apenado—. ¿Por qué te quedas ahí? ¡Ven! Sabrás usar esta cosa mejor que yo.
Taylor se acercó, emocionado, jalando el otro banquillo del mostrador para sentarse junto a él. Pero antes, tomó su mochila y de ella sacó un sobre de aspecto robusto que denotaba un documento de muchas hojas en su interior.
—Esta es mi propuesta de proyecto de investigación —le dijo mostrándoselo—. Si le ven futuro, me entrevistarán y si me ven futuro a mí, entraré a su programa especial; con este sobre, digamos que le vendo mi alma a la universidad para desarrollar mi investigación. ¿O sería mi cerebro? No lo sé.
—Santo cielo, es como del triple del mío. No lo entiendo. Creí que ya habías entrado.
—Sí. Uhm. Me ofrecen una beca completa para estudiar Física y podría tomar solo eso. Pero... Entrar a investigación y desarrollo, desde primer año, es, es...
—Es excepcional —dijo April—. Como tú.
Ambos se quedaron callados.
—Es raro cuando lo dices así.
—Taylor, entraste a una súper escuela con súper privilegios y con todo pagado. ¿Cómo no presumirlo? Suena hasta sexy, lo juro. ¿Qué dijeron tus padres?
—No mucho.
—No les dijiste. ¿Por qué? Yo me habría pegado la carta de bienvenida a la frente.
—Es que, Sean, ha tenido problemas con ese tema y no quería hacerlo sentir peor. En especial ahora.
«¿¡Ahora!? ¿Ahora que será padre?»
—¿Ahora?
—No le ha dicho a nadie, pero...—April tragó en seco—. Aplicó a una beca deportiva en la universidad de San Francisco y vendrán a verlo.
April volvió a respirar con regularidad.
—Eso es... Bueno. ¿No?
—Sí, dentro de lo que cabe. Los aportes económicos varían mucho entre deportes y destreza del atleta. Obviamente mis padres no le pagaran nada. Para mi hermano, entrar sin beca es igual a no hacerlo.
—Y tú no querías opacarlo con tu proyecto monstruo. Qué buen hermano. Descuida, falta mucho para el próximo agosto. Lo sabrán entonces.
Taylor sonrió, pero se le veía pensativo. April intentó mantenerse sereno ante la información de su posible partida.
—Abril. El próximo abril. Es casi un hecho que lo acepten, como trabajé un poco en eso con ellos el verano pasado, lo tienen muy en cuenta. La encargada del programa me ha estado acosando por teléfono, también a la orientadora de la escuela y a la encargada de ciencias y ahora las tres me acosan.
—¿Entonces te vas y ya? Pero, pero, los finales y la-la graduación y...
—Vendré a la ceremonia. Yo ni siquiera debería estar aún en la prepa. Pude haber hecho esto el año pasado, aunque es raro, antes tenía mucha urgencia de irme, ahora no sé. Al terminar la propuesta sentí que me había excedido en eso de ser «excepcional» al querer dar más de lo que debería. Le pegué las estampillas y todo al sobre, pero no me animé a enviarlo.
—¿Qué te detiene?
—No sé, los nervios, creo. —Mentía. Se le notaba.
—Caltech está a tres o cuatro horas de aquí, eso no es nada. No está tan mal, no es como si fueras a irte del otro lado del país.
—April, es que no iré a Caltech. Me voy al MIT.
—Pero, todos en el programa de excelencia de nuestra escuela irán ahí. Está en los lineamientos del programa. ¿No aplican esas reglas contigo? O no funciona como yo pensaba, no se vale. Para empezar, ¿¡qué carajos significa MIT!?
—Ya sabes, privilegios de ser yo —sonrió—. Los chicos del programa aman California, quieren quedarse aquí. Yo siempre quise salir de ella. Y el MIT es el Instituto Tecnológico de... Massachusetts.
April quiso ocultar que algo, en su corazón, se rompió.
No lo consiguió.
—¿Te vas a Boston? —murmuró.
—Sí. Pe-ero, la fecha no es fija, igual y si desisto, me iré hasta agosto.
—Bueno, yo, me alegro por ti. Habría sido lindo que me lo contaras antes. ¿O no ibas a decírmelo? —Hubo un silencio.
—April, yo...
—¿Significa que no estarás aquí cuando termine de nevar?
—No.
—Ya veo. —No sabía qué decirle, se le formó un nudo en la garganta cuya razón no entendía.
—No me veas así. No estaré aquí en primavera, pero, dicen que el verano en la costa este es increíble. La pasaremos bien allá.
—¿Y luego qué?
—Tu escuela está en Lincoln Center, a tres o cuatro horas de la mía, eso no es nada. No está tan mal, no es como si te fuera a dejar del otro lado del país.
—Sabes que no he entrado y mi papá no sabe que estoy intentando estudiar ahí, ¿cierto? No hagas planes cuando lo tuyo es un hecho y lo mío solo una posibilidad a la que el único que le ve futuro eres tú. Yo, llenaré la solicitud de la universidad estatal para administración porque mi papá no aceptará otra cosa.
—Es una posibilidad hasta que envíes ese sobre. Yo aún tengo hasta junio para pensar en qué hacer si te aceptan.
—¿Intentarás organizar mi vida también?
—Sí. Lo siento, tengo un particular interés en tenerte cerca.
April se sonrojó.
—Siento que voy a arrepentirme de esto.
—Tú lo envías, yo lo envío. ¿Te parece? —dijo y April tragó sin darse cuenta, al final asintió.
—Sí, pero si la angustia me mata, será tu culpa.
—No morirás, entrarás a la escuela que quieres. Y luego tendrás un título de artista para decorar el puente bajo el que vivas.
April lo golpeó.
—¡Eres un idiota! —reclamó, la confianza que se tenían ahora era tan grande que Taylor ya no parecía respetar su sensibilidad. Eso le gustaba. —Te odio tanto...
—¿Mucho?
—Mucho.
April se inclinó un poco hacia él, afortunadamente la campanilla del local sonó y anunció que la puerta se abría, de lo contrario su padre—que entró cargando varias cajas—lo habría visto besar a Taylor.
—Ah, pequeña Rata. Veo que no te saltaste tu turno de hoy. Por un momento creí que tendría que pagarle horas extra a Stuart.
—Sí, Jihoon. Mi pasión son los leños a precios accesibles y las tablas de conacaste. Yupi. Nada que ver con que me golpeaste en la mañana.
—Oye, mocoso. Respétame. No es tan difícil cumplir con tus obligaciones. —Estuvo por seguir hablando, hasta que notó a Taylor, detrás del mostrador—. Veo que no estás solo.
—¿No te ibas hoy?
—El invierno se siente, ya hubo un derrumbe en la carretera. No podría pasar ni aunque tratara —dijo y luego volteó a Taylor—. Hace tiempo que no te veo por aquí. —April se anticipó a sus palabras, al intentar ayudarlo con las cajas, sin lograr detenerlo de seguir hablando—¿Qué tal el equipo? La temporada comienza hoy, ¿cierto? Supe que tienen muchas chances de ganar la nacional este año.
—Papá, no...
Su miedo fue tan evidente que empujó el bote de las propinas en el mostrador. Pero, a diferencia de su antiguo amigo, Taylor no temía hablar por sí mismo.
—Creo que me confunde con mi hermano: Sean—dijo Taylor. Su mirada fija, que en nada coincidió con su sonrisa, inquietó a April. Su padre se incomodó más por ella que por la equivocación.
—Oh. Eres...
—Taylor. Un placer.
—Correcto. Eres el niño genio. ¡Vaya! Que digo niño, si eres más alto que yo. Ojalá se te pegue algo de su inteligencia, eh, April.
—Sí, papá. Créeme, mucho de él se pega a mí.
—Más te vale. Ahora, ve a revisar el inventario de allá atrás, yo cuadro la registradora.
—¿Me pagarás el turno de hoy?
—Tienes comida, ropa y techo, ahí está tu paga. Además, te estoy dejando ir antes, así que confórmate. —«Tacaño de mierda»—¿Qué dijiste?
—Nada, que ya voy —carraspeó April—. Vamos, Taylor.
—Oye, rata —lo llamó su padre.
April volteó y él lanzó una cajetilla de cigarros. Los cachó en el aire. April apagó la computadora e instó a Taylor a seguirlo a la parte de atrás de la tienda, que daba a la bodega del nuevo aserradero.
Taylor lo veía actuar con tranquilidad mientras contaba las tablas y cosas, incluso lo ayudó a mover algunos sacos de aserrín, pero no podía concentrarse en April y su charla, no podía pensar en la computadora o en la universidad. Veía, a través de la cortina de caucho transparente que dividía ambos ambientes, al padre de April haciendo cuentas sobre el mostrador. Y cada vez que lo veía, recordaba el árbol de su casa.
Lo veía y se preguntaba si él le habría enseñado a Sean a fumar. Porque era evidente que necesitaban un adulto para conseguir cigarrillos y si April y su padre se tomaban ciertas libertades, tenía sentido que él le consiguiera cosas también a Sean. Cosas que hacían enojar al abuelo. La primera cámara de April era igual a una que Sean nunca usaba y que aún cuidaba con su vida. Sus padres jamás habrían podido comprársela, tenía sentido para Taylor que el Sr. Moon le hubiese regalado una también a su hermano.
Estaba celoso. Era toda la justificación que encontraba para entrar en total paranoia, porque, creía, incluso, que los sacos de manta atados al fondo de la bodega tenían el mismo nudo que su hermano le hacía a las cuerdas del jardín.
Iba a enloquecer.
—Oye, no soy quién para decirlo, pero cada que te quedas en silencio, tus pensamientos se escuchan en todo el lugar. Llenas el aire con tu incomodidad. Quita tus ojos de fiera y dilo. Descuida, puedes ser honesto, a nadie le agrada el idiota de mi papá.
—Oh, yo no, no quería ser tan obvio.
—Es un idiota, sí. Pero, me compra mis estimulantes esenciales así que, a veces me agrada.
—¿Estimulantes?
April sonrió.
—Nunca te has alcoholizado, ¿cierto?
—Sí. Sí. Claro que sí, pero no me gusta.
—Ay, qué mentiroso eres —dijo April. Lo tomó del brazo y lo llevó hasta una pila de tablas en donde lo hizo sentarse—. Espérame aquí.
April salió del almacén hacia la tienda por un momento y regresó al poco tiempo con un paquete de latas de cervezas. Las veía transpirar de frío. El padre de April les gritó desde el frente del lugar que no fueran a mojarle nada, April respondió aceptando la responsabilidad y se sentó junto a Taylor. No era que le incomodara su naturalidad, pero, Taylor no podía dejar de pensar en que sus padres jamás los habrían dejado hacer eso en casa, en especial, que la única forma en la que su hermano habría hecho todo eso sin tener problemas era estando con ellos.
No quería ser su reemplazo, pero, creía que lo era.
—No soy fanático de verte usar cosas. En especial con lo del otro día...
April suspiró.
—Solo fue una mala noche. ¿De acuerdo? Un tipo de la escuela me la vendió y yo la usé mal. Luego me puse raro y cuando llegué a mi casa... Perdí un poco la compostura.
April se sentó hacia el centro de las tablas. La pila quedó en medio al poner una pierna de cada lado. Taylor lo imitó, quedaron de frente. April le extendió una lata a Taylor y la chocó con la propia en tanto él la tomó. Esperó expectante por su reacción mientras bebía la suya, pero Taylor la dejó de lado.
—Te dije que no me gusta.
—Vamos, hazlo. Es de mala suerte brindar y no tomar después de hacerlo. Hazme feliz, no me dejes así.
—Solo una —dijo Taylor.
—Las que tú quieras, muñeco.
«¡April, me voy a ver el juego! ¡Cierren bien al salir!»
Taylor se sorprendió por su relación. Su curiosidad era tan evidente, que April comenzó a angustiarse. Ambos escucharon la persiana del local caer y el candado trabarse.
—Ya. Perdónalo, ¿sí? Solo es fan del béisbol. Lo disimula bien, pero tal vez se emocionó porque creyó que tendría alguien con quien platicar sobre eso.
—¿Y no lo tendría conmigo? —dijo Taylor—. No es "lo mío", ¿cierto?
—No me refiero a que...
—Asumes que no habría motivo alguno por el que yo me interesara en el béisbol, aunque por default, él tendría que esperar que me guste el juego porque crecí en este pueblo y como la mayoría de los hombres de aquí sé jugar bastante bien. Soy bueno. Soy un buen segunda base. También soy muy rápido. Y hago mejor estadística que los entrenadores. Sé a quién apostarle con solo ver un par te jugadas. Pero esas cosas no son relevantes, él no tendría cómo saberlo. Dilo. Se emocionó porque creyó que yo era Sean.
April suspiró.
—Bien. Ya que te encanta tocar ese tema. Sí. Mi papá creyó que eras Sean porque solía estar acostumbrado a él. ¿Feliz? No es personal hacia ti. ¿De acuerdo? ¿Te tranquiliza que te lo confirme?
—Sí. No diré que me encanta que las personas me confundan con mi hermano.
—Es una tontería, porque, no te pareces en nada a tu hermano. —April se tensó. Aunque sabía que era verdad, hasta Mason lo pensó, hasta el mismo April lo pensaba a veces. Todo el tiempo.
—No tienes que mentir, una vez mi mamá me abrazó por la espalda pensando que yo era él. Sé que es así. Es así como la genética funciona.
—Soy hijo único, así que, no sé. Creo que nunca he competido por ese tipo de cosas.
—No estoy compitiendo.
—Si tú lo dices...
—¡No estoy compitiendo con Sean!
—No me lo digas a mí, díselo a tu subconsciente.
—Vete a la mierda.
—¡No puede ser! El dueño de la mente más brillante de mi generación está acomplejado con su hermanote.
—No lo estoy. Es... Que me molesta que me encasillen en algo. Quisiera que las cosas fueran simples. Mi hermano es el vivo recordatorio de que nunca he sido quien quiero ser.
—¿Quieres ser el centro de atención?
—No. No sé. Lo cierto es que creo que siempre me he sentido un poco opacado por él.
April lo veía seguir bebiendo. Había abierto otra lata, su disimulo forzado despertó en April algo que quería ignorar. En su mente, Taylor creía estar viéndose sereno y despreocupado, pero April sabía que mientras más ligero se mostrara, más débil era. Y no quería notarlo, no quería sentirlo vulnerable, pero lo era. Lo saboreaba. Lo encontraba tan dócil que su fragilidad le resultó refrescante, más embriagante que la propia cerveza.
April se detuvo. Mantenía su lata entre sus manos y lo veía hundirse cada vez más frente a él.
—Tienes todo y te preocupas por cosas así. Eso ya es avaricia. Aunque, creo que eso te pone en un nivel de entendimiento... distinto. Las personas no pueden cuestionarse el sentido de sí mismos si no tienen opción de ser otro.
—Ya me puse triste —hipó—. Aunque creo que siempre lo estoy. No sé de dónde viene tanta tristeza, solo sé que está ahí. A veces parece enojo. Pero si le presto atención con más cuidado, veo que es lo mismo de siempre.
—Yo culpo a esos libros raros que lees. Voy a confiscártelos. ¿Cómo no vas a estar triste si te la pasas rodeado de esas cosas? Hazle como yo, recurre a la fantasía excesiva.
—Sí. Puede que tengas razón. Hace poco leí un libro, el autor decía que «el hombre no es otra cosa que lo que él se hace» y pienso que soy muchas cosas, tantas, que no caben en una persona. O puede, que sea yo, en quien no caben, que quien soy no es ni la mitad de capaz de lo que debería ser.
—¿A menudo piensas en ti como otra persona? —dijo April. Se acercó sobre las tablas hacia él. Tenía el rostro rojizo, se notaba que su calor corporal había subido.
—Pienso en la persona que sería si no tuviera miedo de ser yo mismo. Entre más lo pienso, más me confunde; quisiera saber: quién es ese «yo mismo» y qué implica ser él. Porque no lo sé. Al menos no del todo, ¿se puede saberlo? A veces creo saber exactamente quién sería. Pero, luego me pregunto: entonces ¿quién soy ahora? Porque si me lo cuestiono significa que falta algo que me identifica, que no me conozco tanto como debería. Creo que no sé quién soy ahora, en este momento, ni quién quiero ser. Si soy quien soy hoy, aquí, aún si siento que no estoy por completo presente. Entonces ¿a dónde podría llegar? ¿Qué parte de mí es auténtica y real?
Se quedó callado.
—Llevas pensando en eso durante algún tiempo. ¿Cierto?
Taylor suspiró.
—Sí, algo...
April le recargo la cabeza en el hombro, se quedó callado un instante antes de responder:
—Como yo lo veo, somos todo y nada. Somos diferentes a cada momento. Entonces ese yo auténtico que buscas debería estar en las cosas que te aterra mostrar. Porque si no temiéramos a las represalias, si no necesitáramos aprobación, mostraríamos mucho más, si no es que todo de lo que nos importa y nos atrae. Lo que nos conmueve y emociona. Pero eso también cambia. Así que nos queda saber: ¿Quiénes somos en este momento?
—¿Quiénes?
April pareció lleno de determinación antes de solo decir:
—No tengo idea.
Taylor comenzó a reírse. Él, que estaba costumbrado a encontrarle un sentido lógico a todo, no podía solo aceptar que había cosas absurdas, que estaban lejos de su entendimiento. Se reprochaba, entonces, si su intelecto no era el suficiente para alcanzar ese conocimiento y si era así, eso añadiría un complejo a todos los que ya tenía.
—¿Y ya? ¿Tu análisis se acaba ahí?
—Sí. Vamos, Taylor. Eres bueno en muchas cosas, demasiadas, diría yo. No te detengas a pensar en si hay algo más.
—Ese es el problema. Ser demasiado bueno en todo significa que no eres excelente en nada.
April se alejó de él y lo vio extrañado. Casi se terminó el paquete de cervezas mientras hablaban. Tenía otra lata abierta entre las piernas, April la tomó para pesarla, tenía poco. Taylor se tensó por su toque y lo tomó de la muñeca, pero April cambió la lata a su otra mano y la dejó en el piso.
—Bien. Sr. hipócrita que dijo que no le gusta beber. Creo que voy a detenerte aquí. El único que puede ponerse psicótico soy yo.
—Descuida, no quiero asustarte. Sé que no lo entiendes. Casi nadie lo hace.
April frunció el ceño.
—Oh... Estás tan ebrio que tu filtro «anti soberbia» se cayó, ¿cierto?
—No estoy ebrio.
April sonrió. Le puso una mano en la mejilla confirmando que su rostro estaba tan caliente como aparentaba. En la otra le dejó un beso al que no se resistió. Ni siquiera se negó o incomodó como solía hacerlo.
—¿No? Entonces solo eres un triste incomprendido. El niño está solo un poco desequilibrado mentalmente. Pobrecito.
—No te burles de mí. Tú también estás un poco zafado.
—Oh no. Estoy bastante zafado.
—Sí, se te nota.
April lo vio reír y encontró el valor para decir en voz alta algo que lo acechaba desde que era niño.
—¿Quieres saber por qué me perturba tanto el hospital? —soltó y se acercó un poco a su oído—: Creo que la muerte me persigue. —Se alejó de él—. Lo hace desde que tengo memoria. Se lleva todo lo que amo, pero no a mí. Nunca quiere llevarme con ella.
—Sí, estás más desequilibrado que yo. ¿Sabes por qué?
April se quedó callado.
—Mi madre se mató cuando yo tenía cuatro años. Desde entonces intento entender sus motivos, por eso dejé de temerle a la muerte hace mucho tiempo. —April sonrió—. No me veas con esos ojos, estoy bien, dentro de lo que cabe. Pero no niego que he llegado a preguntarme por la persona que sería si las personas que he amado me hubieran amado de vuelta. Si todo lo malo que hay en mí existe solo porque no me quisieron o si es así por defecto.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Mi padre le tiene rencor a mi abuelo. Pero creo que, si la versión de mi abuelo que me tocó a mí, lo hubiera criado a él, las cosas serían muy distintas. Mi abuelo bebía mucho, siempre fue autoritario y mandón, era con mi padre justo como mi padre conmigo, pero, si había alguien a quien adoraba, era a mi madre. Cambió cuando ella ya no estuvo. Él no me amaba por ser yo, sino porque me veía como una extensión de ella. No lo culpo, yo, lo acepto más de lo que debería.
—Vaya... No aparentas, en serio lo entiendes.
—Sí. Pero yo no soy un genio como tú. Así que puede que mis dilemas no sean tan profundos como los tuyos. —Se burlaba de él, aunque sabía a la perfección que Taylor tenía serios problemas.
—¿No hablas mucho de tu madre por eso?
—No. No precisamente. No hablo de ella porque no ocupa un lugar vital en mi día a día. No puedo extrañarla si no la conozco y todo lo que sé de ella es a través de otras personas. Su imagen es borrosa y por más que intento quererla, no puedo, ni siquiera puedo recordarla con aprecio porque lo cierto es que, apenas la recuerdo. A veces creo que la odio. Y si te soy honesto, estoy feliz de olvidarla cada vez un poco más. Ni siquiera sé cómo suena su voz más allá de una que yo mismo le he asignado.
—Cuatro años... —Taylor bufó—. Yo tampoco la recordaría.
—¿Recuerdas cómo llegaste aquí? —Taylor asintió con duda—. Lo sabes, pero no lo recuerdas, me parece. Mi familia también llegó en barco, migraron unos quince años antes que la tuya. Era el punto más crítico de la guerra y un barco de soldados norteamericanos estaba sacando a las personas de la isla. Todos querían irse, hasta las monjas—bromeó—, tomaron cuantos niños pudieron y se lanzaron al barco. Mis abuelos y mi papá estaban ahí, a medio camino, una niña que lloraba ya había hartado a todos. Mi abuelo se ofreció a cargarla y no la soltó nunca. Así que, ya sabes, mis padres crecieron juntos, como hermanos.
—Oh.
April rio.
—Eso. Oh. ¿Suena incestuoso? Lo fue, creo. —Suspiró—. También me he planteado si mi abuelo le tenía rencor a mi padre por embarazar a su hermana. Sé que no eran hermanos de sangre, pero aún así, es raro. Nunca he tenido bien las cuentas, creo que ella tenía diecisiete y él diecinueve.
—Como nosotros.
—Es verdad. Como nosotros, pero ella no se hizo de rogar como tú. —Taylor se ahogó—. Nosotros no tendríamos ese problema. Ellos me tuvieron a mí.
—Oye. No estoy tan ebrio como para no notar tus insinuaciones.
—Esperaba que estuvieras lo suficiente para aceptarlas.
—Claro, el tema de tu madre muerta es súper afrodisíaco.
—Lo sé, siempre funciona.
Taylor se cubrió el rostro con una mano para ocultar su risa. Puede que sí estuviera menos cohibido de lo normal. No sabía a qué debía prestarle atención, si al evento traumático que le confesaban o a que April le tocara el brazo para molestarlo.
—Yo creí por un tiempo que tus abuelos eran tus padres.
—La mitad del pueblo lo cree y mi papá no aclara nada, lo hace sentir más joven que piensen que es mi hermano. Pero bueno, gracias por evadirme.
—¿¡Que quieres que te diga!? Me estás contando algo y te pones raro de la nada. Te pareces a tu cita urgida del otro día.
—¡Eso fue un golpe bajo!
—Tendré que huir por la ventana si me sigues acosando.
—¿Sabes qué? Mejor sigue bebiendo. Esperaré a que seas más accesible. Ya me estoy haciendo a la idea de que eres, algo, mío. Pero no me dejas disfrutarlo.
—Hay tantas cosas mal en lo que dijiste...
—Pero...
—Pero he pensado que en realidad no pasa nada más entre nosotros porque no entiendo del todo, qué se supone que tiene que pasar.
—¿No te lo imaginas? —murmuró April. Taylor negó, fingiendo demencia—. Eres muy listo, sé que sí sabes.
—Pero, es que, entre hombres, me causa conflicto.
—A ti todo te causa conflicto. Ese es tu problema, quieres que las cosas sean sencillas, pero no dejas de intentar darle significados profundos a las cosas. Tú me gustas y yo te gusto. ¿Qué otro motivo debería existir para que funcione?
—Es que yo quisiera, hacerlo por amor.
Se formó en April una sonrisa impregnada de incredulidad. Se quiso reír, pero no pudo. ¿Sería perverso de su parte admitir que su ternura le quemaba? En lo profundo de sus deseos inmorales e indecentes reconocía que la ingenuidad de él lo mataba. Era escandaloso.
—No puedes decir eso. ¿Por qué me haces esto? ¿¡Por qué!? —April lo tomó de los hombros para sacudirlo—. ¿¡Por qué!?
—¿¡Qué hice!?
—Dices cosas que yo solía pensar. Dichas en voz alta, no suenan como esperaba.
—¿Eso es malo?
—Un poco. El amor es complicado, Taylor. Y tú eres de los que aún lo cree algo mágico. Algo que aparece y lo es todo. Algo que está en todas partes. En cada pequeña cosa.
—Yo pienso muchas cosas sobre el amor que no se parecen en nada a lo que dices. El que cree en eso, eres tú. Admítelo.
—Tus juegos mentales no sirven conmigo. Te conozco. Tú solo tanteas el terreno porque estás enamorado de mí. Y quieres que...
Taylor interrumpió.
—Tranquilo. Tengo mis límites y sé que no estás enamorado de mí.
—¿Lo apuestas? —dijo con burla. Taylor se acercó. April lo imitó. Se arrodilló sobre la madera, poco a poco, quedó en el espacio entre sus piernas.
—Al menos, no lo has descubierto aún.
—Claro. Estoy en negación hacia lo enamorado que estoy de ti —dijo y lo abrazó por el cuello.
—¿Ves que sí?
—Te veo y me lo pregunto. ¿Podría estar enamorado de ti?
—¿Podrías?
—¿Podría?
—Sabes que sí.
—Tal vez...
April lo veía de los ojos a los labios. Taylor no se alejaba ni avanzaba. Esperaba y se mantenía firme a sus ideas.
April trató. Trató, pero Taylor le sonrió y April tuvo que ceder.
Lo besó.
Cerró los ojos de a poco, sin querer cuestionarse si le daba la razón. Lo besaba rezando porque no lo rechazara.
Taylor siempre sabía dulce, sino era a chocolate, a maple o menta, ahora su saliva tenía un toque amargo. Conocía a la perfección el sabor de la cerveza, encontrarlo en Taylor le preocupaba. Sería cierto, entonces, que todo lo que tocaba terminaba por contaminarse con sus vicios. Hasta las flores que cuidaba con especial cuidado terminaban muriendo en su jardín si las tocaba mucho, en ocasiones, optaba por cortarlas porque le gustaba decidir sobre su belleza. ¿Era así con todo?
Había deseo. Si lo deseaba lo suficiente, ¿podría amarlo? Porque no sentía por él lo que conocía como amor. Quería devorarlo. Había caído en un extremo que no conocía y del que no quería hacerse responsable. Taylor, que siempre era tan suave al tocarlo, lo acercó a su cuerpo al sentirlo sobre su regazo.
Aprovechar el momento en que a su amigo se le había subido un poco el trago estaba mal. Lo sabía. Taylor nunca habría actuado como él si lo encontrara vulnerable, pero había un abismo entre sus corduras. Era insano. Le enredó los dedos entre el cabello y tiró, pero Taylor le sonrió en respuesta, contra sus labios. Temblaba y sus ojos estaban vidriosos. Si tomaba todo de él, no podía dejarlo irse.
Era obsceno reconocerlo.
—Si permito esto, ¿dejarías de dudar? —murmuró Taylor.
—Sí.
No sabía corresponder, pero le gustaba caer en lugares en los que podía negar su responsabilidad. Era fácil odiar a quien se preocupaba por él y repudiar a quien intentaba ayudarlo. Taylor era ese. No lo amaba, pero no estaba seguro de odiarlo como debería. No podía odiarlo.
Se sorprendió del frío toque de las manos de Taylor en su espalda bajo su sudadera. Tenía la mala costumbre usarlas sudaderas como camisa, se abrió el cierre con una risa burlona, pero no logró intimidarlo. Sino consiguió que se quitara la chaqueta y tomara con ambas manos la tela posterior de su camisa para sacársela. Su acción le recordó a algo que vagaba por su memoria de vez en cuando.
Al jadear su pecho se inflaba. Había fuerza en él para empujar el suyo. Lo sentía. Pecho a pecho. Fuerte. Como el latir de su corazón por él. Brusco, como sus dientes rasgándole los labios al morderlo. Y aunque cerró los ojos sabía que lo había herido, le dio un beso suave en compensación.
Le quedó un gusto a sangre en la boca, la lamió de los labios de Taylor y creyó saborearla. Su piel bronceada le recordaba a pieles que nunca se animó a tocar.
Solo fantaseaba.
No quería.
En sus clavículas faltaba la marca que queda por usar camiseta bajo el ardiente sol de julio.
No había en su cuello ninguna cadena dorada que pudiera jugar entre sus dedos. Ni había en sus ojos rastro del dolor que bien conocía, del que se alimentaba. En cambio, tenía un lunar a la altura del estómago.
Lo sintió indisponerse bajo su cuerpo. Y se preocupó. Quería probarlo, mientras rogaba por dejar de pensar que él no era Sean. Anhelaba. Trataba de convencerlo haciéndolo creer que sentía por él palabras que nunca diría.
Hacía mucho tiempo había dejado de pensar en que Sean se quitaba la camisa cuando movían las tablas. La silueta de sus manos sucias se quedaba en la camiseta blanca que usaba debajo. La marca polvorienta se quedaba en su cintura, algo borrosa hacia la cadera, siempre se sujetaba así, con su peso recargado en su pierna izquierda, mientras contaba los sacos de aserrín que lanzaban al entresuelo del área de descargas.
Siempre que se quedaba a solas podía verlo. A veces creía escucharlo. Por un momento creyó que era coincidencia que a Taylor le gustara la misma marca de cerveza que a su hermano. Era su culpa, sabía a ella. Sabía a Sean.
Aunque él prefería las de vidrio. Abría las botellas con la palma de la mano y le quitaba la estampilla del logo que, al humedecerse comenzaba a caerse.
Sintió temblar a Taylor. Se separó un poco de él para verlo. Sus anteojos le hacían pensar en Sean y aún si se los quitaba, como lo hizo en ese momento, volvía a encontrarlo. Era bello, no podía negarlo. Parecía que brillaba tan fuerte que lastimaba sus ojos. Brillaba tan fuerte que solo podía compararlo con el sol.
Su hermano era el sol.
Buscaba nutrirse en ellos. Bajo su brillo se sentía vivo. Su presencia era cálida, como la del sol en la tarde. ¿Era posible amarlos a ambos? Debía serlo. Si se trataba de ellos, era insaciable.
Estaba loco. No sabía si le gustaba Taylor y estaba enamorado de Sean. Viceversa o lo que era peor, si estaba enamorado de Taylor porque aún le gustaba Sean. Si Dios tenía misericordia de él, Taylor tenía razón y no podía negarlo, se había enamorado de él.
—Oye, el teléfono —escuchó decir a Taylor.
—Uhm...
—El teléfono —repitió—, alguien llama.
—Deja que siga sonando. La tienda cerró.
—¿No vas a contestar? —April negó, volvió a besarlo, pero sus labios ya no se movían.
Suspiró.
—Bien. Ya voy.
Caminó hasta el frente de la tienda, disgustado con el ruido que acaba de frenar todo el avance que había conseguido. Contestó de mala gana, apenas se abrió la línea escuchó a su padre:
«Menos mal aún te encuentro en la tienda, dejé mi billetera en el mostrador. Tráela al campo de la escuela, el partido ya comenzó y necesito efectivo para apostar»
No quería pensar en verlo.
—Bien. Ya voy.
Sean lo aborrecía. Pronto no formaría parte de su vida para nada. Si se iba a San Francisco, April sufriría. Si se quedaba en el pueblo y vivía feliz con su hijo, también lo haría. Lo sabía y llevaba tanto tiempo conociendo ese sentimiento, que lo que sentía por Taylor hizo estragos en su razón.
Sean podía marcharse y el hueco en su corazón seguiría intacto. Pero si Taylor se iba, su mundo se terminaría.
Eso era una verdadera tragedia.
Regresó hacia el área de bodega. Taylor se había colocado la camisa. Se veía desaliñado, se estaba acabando la cerveza que dejó a medias. Eso le gustó, se veía un poco loco. Eso le fascinaba. Ya no encontró motivos para detenerlo.
—Noto que estás feliz de verme.
Taylor se acomodó el pantalón.
—No me fastidies.
—Y agresivo... Me gusta. —Lo observó de arriba abajo—. Debo hacer un encargo, ¿vienes?
Si pudiera enumerar todas las formas en que actuaba que lo hacían cuestionarse si su moral era demasiado ambigua, no le alcanzaría la vida. A la única idea a la que podía mantenerse fiel era a la de contradecirse a sí mismo. No podía terminar de alcanzar un sentido bueno o malo para nada, solo se debatía entre el impulso y lo que sentía. No conocía la satisfacción y cada vez se convencía más de ello.
Se creía demasiado impulsivo para hacer algún bien.
Tomó sus cosas, se llevó lo que quedaba de cervezas para el camino. Afuera del área de descarga, trabó el candado para cerrar la persiana de atrás. Taylor a su lado, se recargó en contra la pared. Se pasaba las manos por el rostro. April lo instó a caminar junto a él para llegar a la acera de enfrente donde dejaba del auto, pero Taylor se veía incómodo. April no quería creer en el mito del aire y que hacía subir el efecto más rápido, aunque tratándose de Taylor, no le sorprendería mucho, pero le divertía.
Quería probar sus límites. Solo había dos opciones: se pondría eufórico o vomitaría. En cualquier caso, podía manejar ambas.
April intentó tomarlo de la mano para guiarlo, pero Taylor la empujó de inmediato.
—Pueden vernos —dijo Taylor. Cuatro cervezas y media. Aún era coherente.
—¿Y?
—Pensarán que somos...
—Tienes razón. Agarrarse las manos es de maricones.
April sonrió y entrelazó su brazo con el suyo, sujetándolo de la chaqueta con fuerza para hacerlo caminar.
La ciudad estaba alegre. Siempre había un toque de expectativa en el aire los últimos meses del año. Se tropezaban con las piedras de la calle y se reían de lo fácil que podrían tropezar en cualquier momento hasta caer al suelo.
Unas chicas de la escuela saludaron a Taylor. Él les saludó de vuelta y ambas rieron entre sí, medio abochornadas de conseguir una respuesta de su parte. April lo empujó para que dejara de ser amable con ellas.
¿Estaba traumado con eso? Posiblemente. Le había pasado una vez antes, no podía dejar que sucediera de nuevo.
La diferencia más grande que veía entre los hermanos—que supo desde el principio—jugaba a su favor era que Sean Grace sabía que todos lo veían. Sin importar las razones, podía entrar a cualquier lugar y al menos una persona voltearía a verlo. Estaba tan consciente de eso. Si no lo conociera tan bien diría que era un vanidoso ególatra de primera. Sabía que era guapo y sabía que era encantador. Lo creía profundamente.
Taylor no.
Se había comparado toda la vida con su hermano y su lógica era simple: si Sean era sensacional y Taylor era lo opuesto, entonces él no lo era. Esa duda en sí mismo lo mantenía al margen, como solía hacerlo con Sean.
Un día Sean descubrió que era sensacional y no volvió. No cometería ese error de nuevo.
Taylor había tocado su lado más genuino. El que era celoso, el que quería poseerlo. Estaba atascado y necesitaba una salida. Temía que lo abandonara. En cualquier momento podría irse y sus temores tenían suficientes fundamentos, el mismo Taylor se lo había anunciado.
La quinta la destapó dentro del auto. April le robó un trago mientras conducía. Se mostraba ligero, pero comenzaba a preocuparse. Después de la feria notaba que más personas se fijaban en Taylor y eso no era bueno, él era su amigo. Diría que era su novio si no le pareciera algo estúpido o su amante si Taylor no fuera tan puritano. Era mejor decir que era suyo.
Eran suyos su mente y su corazón. Si poseía su cuerpo, no tendría más opción que admitirlo: le pertenecía. April sería su dueño.
Taylor se veía algo atontado. Con la sexta encima, aún lo escuchaba atento a sus historias. No sabía si fingía o si realmente entendía lo que escuchaba. Le contó que después de que la policía llegó a su casa, los vecinos se organizaron para buscar el cuerpo de su madre en el bosque y en el cauce del río que llegaba hasta el pueblo contrario. April no lo entendió hasta muchos años más tarde, su abuelo no lo dejó ser explorador, tampoco lo dejaba ir a pescar y siempre que estaba en el bosque y debía estar trabajando, le daba las llaves para que las cuidara. April pensaba que lo hacía para hacerlo sentir importante de niño, de mayor entendió que era para escuchar a cada momento en dónde estaba y que el tintineo lo mantuviera tranquilo mientras talaban.
Confesó que le aterraba que Taylor se acercara de nuevo al lago, le suplicó que no lo hiciera y, aunque él decía no ser nada complaciente, se lo prometió. Le dijo que no volvería nunca a ir ahí. Si no lo recordaba, tendría ventaja para saber desde qué punto podía inventar que habían conversado.
Llegaron a la escuela. Había tantas personas que apenas consiguió estacionamiento. Veía a gente pasar a su alrededor y le preocupaba que Taylor se atreviera a hablarles. En ese punto de la noche estaba tan ebrio que aseguraba que, si April le pedía un beso frente a todos, se lo daría. Es más, si cualquiera se lo pedía, Taylor aceptaría con gusto.
Y eso era un problema. Le había contado de sus amores platónicos de la televisión y sabía que a Taylor le gustaban los hombres, se acordaba de Sunhee y confirmaba que le gustaban las mujeres, eso aumentaba su pánico. Todos eran una amenaza. Cualquiera podía quitárselo. Tenía suficiente con las escuelas ocupando la atención de que quería solo para él.
¿Cómo no pensar en robarse su atención? Le sonreía emocionado, como sólo él podía, con esa sonrisa de actor de comedia romántica que pocas veces dejaba ver y sus ojos de niño bueno, perdidos, lo sentía eufórico al reírse y responder a sus bromas sugerentes. Derramó por accidente un poco de cerveza en el auto, lo que significaba que a la séptima comenzaría a descuidar sus acciones.
No pudo evitarlo, tomó su cámara y le sacó una fotografía que se mojó cuando Taylor quiso quitársela.
La ovación se escuchaba con fuerza y April se resistía a dejarlo solo, pero, debía apresurar el paso a la tortura que representaba para él ir a esos partidos. Sufría tanto que se llevó una cerveza con él y su cámara cuando se bajó del auto. Le pidió que lo esperaba, dijo que volvería enseguida, aunque sabía que esa afirmación era flexible.
Llegó hasta el graderío de la tribuna. Iban ganando.
Los señores Kim nunca faltaban al trabajo y aun así estaban ahí para ver a Sean. El hombre de ropa cara con aura de citadino y su carpeta en la mano que seguía a Sean con la mirada por todo el campo debía ser el reclutador. Sonrió al verlo aplaudir. Su expresión se mantenía seria, pero esos micro exaltes que veía en su pecho entre jugadas eran suficiente motivo para que April supiera que estaba interesado.
Las cosas no cambiaban. Sean creía que era un buen beisbolista. April no lo creía: lo sabía.
Eso no era lo que le interesaba. Sunhee no se había quedado ahí para apoyarlo. Creyó verla detrás de la tribuna al otro extremo porque reconocería ese suéter en cualquier lugar, el de Grace, pero al fijarse mejor ya no estaba. Eso lo complació.
Al fin encontró a su padre entre la multitud de los locales y se acercó a dejarle su billetera, pero no pudo sentarse a su lado ni por un momento. La afición se levantó, aclamaban, la pelota casi había salido del campo, lo que le daba tiempo a Sean, su bateador, de intentar correr todas las bases en una sola carrera mientras sus oponentes intentaban atraparla. April le tomó una fotografía a Sean en el campo—que guardó con la otra en su bolsillo—cuando se deslizó un poco sobre la tierra.
Llegó a la última base antes de que pudieran tocar la pelota. Eso era una carrera completa. La multitud permaneció expectante al momento en que el árbitro señaló a Sean y gritó:
—¡Anotado carrera!
Eso era un «home run».
—¡Ese es mi hermano!
Del lado de la tribuna de enfrente, resaltó la voz del único sin uniforme de fanático del equipo visitante que causaba un claro descontento con sus gritos a quienes iban varias carreras abajo por culpa de Sean Grace.
«Ay no» Pensó April antes de correr hacia el otro lado del campo.
Tuvo que rodear la piscina y los vestidores para llegar a la entrada de ese graderío.
Los aficionados del equipo visitante lo tenían rodeado. Taylor podía ser muy encantador, pero los espacios llenos de fanáticos—de cualquier secta, en las que él incluía a los seguidores de cualquier equipo sin discriminar deporte—no eran su público más fácil de contentar.
Ya le iba mal en la iglesia, conciertos y las asambleas políticas estando sobrio. Estando ebrio en una junta de seguidores del deporte, le iba a ir peor cuando sacaran su lado más antideportivo al golpearlo por decir que su receptor tenía suerte de aún tener rostro con todos los malos tiros que su lanzador hacía.
April se apareció para impedir que comenzara a pelear, pero varias personas pudieron ver que forcejeó para sacarlo de ahí. Arrastras lo bajó del graderío y lo llevó hasta las mesas de afuera de la escuela.
Lo obligó a sentarse en una de ellas, pero él seguía levantándose. Luchó por sujetarlo y no fue hasta que mostró arcadas que entendió su urgencia por alejarse.
Corrección: a la séptima cerveza, devolvería el estómago.
Sus mechones caían por su frente. Todo lo que April podía intentar hacer era sostenerlos para que no le estorbaran en la cara mientras vomitaba entre el césped. Trataba de no verlo, si lo veía vomitaría también. Lo sostenía para que no se cayera entre su vómito. Al menos esa era la idea, era pesado y April no sabía si estaba ayudando de algo o en cualquier momento lo arrastraría hasta el piso.
Era su culpa por dejarlo tomar tanto si no estaba acostumbrado. Solo quería besuquearse con él, pero se le quitaron las ganas por el momento.
Comenzó el descanso de la séptima entrada, lo anunciaron en los parlantes y, al poco tiempo, mientras intentaba sostener a Taylor, a April lo empujaron por la espalda.
—¿Por qué está vomitando? ¿Qué le pasa?
—Oye, no me toques. ¿No ves que estoy ocupado aquí?
—¿Qué tiene? Estaba enfermo esta mañana. —Sean intentó buscarle el rostro a Taylor, él tuvo otra arcada, vomitando de nuevo—. ¿Empeoró?
—No te necesitamos. ¿De acuerdo? Solo está borracho. Vuelve al campo.
—¿Cómo que está borracho? Si él odia eso. No aguanta con una. No me jodas.
—En serio me enferma reconocer que inconscientemente siempre hablas de él como si fuera pequeño. Mide un metro con ochenta y pesa como 70 kg. Una cerveza no le hace ni cosquillas. Además, se las tomaba como agua, a lo mejor solo no le gusta compartirlas contigo.
—¿Y contigo sí? Claro. Porque a ti te importa una mierda si las cosas son buenas o malas. Solo lo haces y ya.
—Sí. ¿Y?
—Siempre que está contigo se porta como otra persona. Quítate. Voy a llevarlo a dormir al vestidor.
—¡Te dije que no me tocaras! —April lo empujó de vuelta—. No me culpes. Que tú lo hayas reprimido toda su vida no es mi culpa, que siempre está triste y esté buscando formas de dejar de sentirse así tampoco, yo solo le facilito las cosas.
April soltó a Taylor. Apenas lo hizo este corrió hacia un bote de basura para recargarse en él. A la distancia, podía verlos pelear. No los escuchaba con claridad. Aunque lo sentía familiar.
—Él no es como nosotros. Es un buen chico. Si la estuviera pasando mal me lo diría, lo sé.
—¿Seguro? —Sean dudó y April se burló de él—. No tienes ni idea. En serio lamento mucho que la adolescencia de tu hijo te tome por sorpresa. Pero, ya ves, son un poco inestables a esa edad. Hasta tu noviecita dice que lo nota raro. ¿Dónde está ella? Por cierto, ¿no vino a rogar por tu atención?
—No. Para eso estás tú.
April se ofendió. Pero sabía demasiado de todos como para no divertirse. Sabía que le atinó a su punto débil. Al primero: ella.
—¡No me digas que ya se aburrió de ti! Qué escandaloso. ¿Te dejó de hablar? Se tardó. Puede que solo se haya dado cuenta de que no vales la pena. O tal vez está saliendo con alguien más.
—¿Y tú qué sabes?
—Cosas. ¿Nunca has pensado que ella estaría mejor con alguien con quien tuviera más en común? Alguien más sensible, más inteligente, más...
—¿Alguien como tú? —El tono burlón de su voz le hizo gracia a April.
—Alguien como Taylor. ¿En serio nunca lo pensaste? Ella te deja de hablar al mismo tiempo que él comienza a actuar extraño. Si fuera tú tendría cuidado. Él confía más en mí que en ti, créeme, yo sé lo que te digo. Sería el peak de la comedia que él se quede con la chica. Porque la beca de excelencia y el dinero ya los tiene. No le hace falta rogar por una oportunidad a otros...
—Mi hermanito jamás me haría eso.
April alzó una ceja.
—Tu "hermanito", es el hombre perfecto. Y solo digo que, si fuera ella y estuviera buscando la forma de quedarme aquí como la mitad de las personas que pisan el país, no sería con el tipo que no tiene nada que ofrecerme, porque aceptémoslo, eres muy popular y eso, ¿pero de qué sirve eso en el mundo exterior? De nada. Pero tu hermano... Tu hermano podría ser, no, me corrijo, tu hermano será alguien. Ya lo es.
Sean se quedó callado. April siempre conseguía marearlo tan fácil con sus palabras. Sonó el silbato que indicaba la reanudación del juego. Sean volteó a ver al campo. Luego a Taylor detrás de April.
—No creo que a él le interese mucho ella. Sus gustos han empeorado.
—Incluso si no le interesa Taylor, aunque después de lo que sé dudo que no lo haga, me alegra que Sunhee reconozca que estaría tirándose la vida si se queda aquí contigo. Tú jamás entenderás lo que es tener que cumplir un rol como el suyo porque tu familia y la suya son diferentes.
—A ella no le importan esas mierdas tanto como a ti.
—Oh, no. Sí, le importa. Créeme. Y a sus padres también. No creas que la enviaron tan lejos porque fuera bueno para su educación. No, no, no. La enviaron aquí para darle un estatus más alto, algo para aumentar "su valor" ante el montón de gente elitista que la verán como una mujer de alta sociedad. ¿Es que no lo entiendes? La hija de un empresario siempre es una de sus mejores mercancías. Por favor. ¡Solo mírala! Esa venta debe estar cerrada hace mucho tiempo. No eres el único, Sean. Ella debe tener dueño. No me sorprendería que en cualquier momento te dijera que tiene que irse.
—¿A qué querías llegar con todo eso?
— Tu novia es un llavero lujoso. Y no puedes pagarlo.
El silbato volvió a sonar. Por primera vez en su vida, había dejado callado a Sean.
—Solo ve que llegue bien a casa. ¿Quieres? —pidió, dándole otra mirada a Taylor antes de volverla hacia April.
April tragó saliva. En otro tiempo y con otra suerte, Sean le habría gritado. Se habría quebrado por completo frente a él. Pero obvio que se había cansado. No era falso, habían tenido ese juego entre ellos por mucho tiempo y Sean estaba harto de pelear. Cumplía con terminarlo como se lo dijo.
April no sabía corresponder ni para desistir. Mutuo acuerdo para olvidar. Resignarse no existía.
Lo vio volver hacia el campo. Podía recopilar en su mente todas las veces que lo había visto marcharse. Reconstruiría en su cabeza cada día y las tres mil noches que lo vio irse. Las personas gritaron a su regreso.
El mundo le aplaudía a Sean mientras April se quedaba varado, ahí, entre las mesas del exterior de la escuela, en donde dejó por última vez al Sean que era suyo. Después de todo, fue ahí en donde fueron en declive.
April no podía quebrarse, ya estaba vuelto en pedazos. En el fondo, no podía ni culpar a Sean por lo estropeado que estaba. No recordaba si alguna vez estuvo entero. April vio el aviso sobre el reclutamiento de nuevos jugadores para el equipo de la escuela. Arrancó la hoja del tablero para doblarla y llevársela consigo. Se la dio a Sean en esas mesas, donde solía esperarlo. Él se llevó la hoja, pero dejó sus anteojos. April los guardó y aún los guardaba con recelo. Ahí quedó todo.
Ninguno volvió a ser el mismo desde entonces. Desde mucho antes del incidente ya no eran, no serían.
Ahora se burlaba porque imaginó por años la espalda de Sean con ciertas proporciones que no estaban ni cerca de parecerse a cómo se veía ahora. El propio Taylor se parecía más al Sean que amaba. Al que ya no existía.
Era irónico. Taylor también estuvo ahí ese día. Junto a él. También veía el anuncio y a él no le importó si Taylor estaba interesado a jugar. Tal vez si hubiera dejado el anunció en su lugar, Taylor se hubiera animado a inscribirse él en el equipo, en ese tiempo aún jugaba. Taylor se habría ido a San Francisco y Sean se hubiera quedado trabajando con April en la tienda. Lo habría convencido de inscribirse en la universidad estatal y lo habría invitado a vivir con él en el apartamento que su papá le prometió si entraba.
Ninguno de ellos existía más. Ya no estaban quienes pudieron ser. Eran otros ocupando sus lugares. Esos que solían ser se habían marchado.
La multitud enloqueció y April supo que no quedaba nada.
No había nada más ante él. Se volteó y entonces lo tuvo. Eso era lo que odiaba de escuchar que debía seguir adelante, porque hacia adelante no era el único camino que había.
Encontró a Taylor sentado entre la grama con la espalda recargada en un árbol. Estaba avergonzado e intentaba evadir las atenciones de estas dos chicas que habían visto en el centro. Las conocía: eran el segundo y tercer puesto del concurso de ensayo estatal. Aunque ellas no sabían quién era April, conocían perfectamente al primer puesto, una lo peinaba y la otra le limpiaba los anteojos mientras se reían con él. Chicas sobresalientes como él. Seguramente parte de las admitidas a la Yvy League como todos los compañeros de Taylor.
La universidad a la que Taylor iría estaba llena de esas.
No se equivocaba, cualquiera querría a Taylor. ¿Sería April el único que no podía? Lo mutuo lo hacía parte de la responsabilidad que nunca tomaba.
Sabía bien que todo cambiaba a cada instante. Siempre que lo hacía, April sufría. Pero si se trataba de Taylor, el cambio no era aterrador.
April sonrió. Más allá de los celos que aceptó sentía, le pareció una escena digna de recordar. Si todo lo que somos o seremos se compone de las cosas que tomamos de los demás, quien era Taylor ahora tenía en sí mismo el caos del que April siempre quiso escapar.
Se acercó a ellos y carraspeó.
—¿Todo bien aquí? —dijo, con un poco de gracia.
—Se tropezó. Pero está bien, no le pasó nada.
—¡April! —gritó Taylor—. Ay perdón. ¡Haru! Finjan que escucharon eso, así se llama, pero no le gusta. —Los tres rieron. Era un borracho tierno—. Ellas son mis amigas Hannah y Ester.
—Aster —corrigió ella.
—Qué bonito. Significa «estrella» en griego. De hecho, hay un grupo de flores con ese nombre porque lucen como pequeñas estrellas por la forma de sus pétalos. —Sonrió—. Perdón, estoy hablando mucho.
—Sí. Mucho —dijo April—, a esas flores siempre las confunden con maleza y les cortan el tallo. Espero que no tengas esa suerte. —Se interpuso entre ellos—. Gracias por todo, pero debo llevarme a mi amigo.
—Créanle, es jardinero.
April lo tomó de ambas manos para ayudarlo a levantarse. Al menos, para que Taylor pusiera de su parte para impulsarse hacia arriba. Se pasó su brazo sobre los hombros para llevarlo de vuelta al auto. Taylor se despidió de las chicas, April lo jaló para que dejara de sonreírles.
Lo obligó a subir al auto. Le puso el cinturón y cerró la puerta.
Vio hacia el campo y se obligó a dejar de hacerlo para volver al lugar del piloto y arrancar para ponerse en marcha. Era extraño. Estaba seguro de que a Taylor le habría sido mucho más fácil cuidarlo a él. April podría manejarlo consciente, pero fuera de sus cabales, el chico era un tornado.
—Te dije que esperaras en el auto. Pero no. Nadie te da órdenes a ti.
—¿Preferías que vomitara aquí?
—No. Pero entonces esta discusión tendría otro enfoque. —Taylor volvió a sonreír y le contagió la sonrisa a April—. Estás muy alegre. La próxima vez que te vea de «sonrisitas» con alguna suripanta, no te la voy a perdonar.
—¿Te gusto más estando serio o es que te gusta que solo te sonría a ti?
—No te voy a contestar eso, porque ya vi el tipo de hombre que eres. Eso de los nombres, de decir sus significados, lo haces siempre que quieres meterte en la mente de alguien, ¿no es así? Para que piensen en ti cada vez que piensen es sus propios nombres. —Taylor comenzó a reí, April lo veía confundido, por unos cuantos segundos, sin descuidar el camino—. ¿Qué es tan divertido?
—Puede que lo imagine. Pero parece que ya admites que piensas seguido en mí.
—Sí. Lo reconozco. Dejé de pensar en mi abuelo cada que alguien me llama «Haru» y comencé a pensar en ti. «Día» Me hizo pensar que «soy luz» en lugar de esa tontería de la primavera que decía mi abuelo. Sé que infantil de mi parte. Pero me hizo sentir un poco mejor.
—Y eso que nunca leerás lo que dice mi libreta sobre ti. Tengo todo un espacio dedicado a eso.
—Oh, no. Ya he vivido el escenario en el que me regalan poemas hablando de la luna por mi apellido. Eran poemas que me regalaban las niñas en la primaria, pero igual.
—De hecho, sí. Es inevitable hacer la relación. Perdón, pero es así.
—Ya veo, has puesto que mis ojos resplandecen como la luna. Grandes y redondos. O ya sé, ya sé, que se pierden entre la noche oscura por lo inmenso de su oscuridad.
—Búrlate. Pero escribí y confieso, que fuiste en mi vida como la luna en el día. Siempre presente. En donde había tanto sol que no me permitía mirarte. Siempre reflejando cosas que no son tuyas.
—Eso es casi bonito...
—¿Casi? Qué ingrato.
—Ahora dame el significado etimológico de «April» y de «Augustus» por favor. Pero bonito, así como se lo dijiste a la tal estría. —Había logrado mantenerlo despierto al menos para que caminara por sí mismo para entrar a su casa—. Ya estamos a dos calles de la nuestra.
—No puedo. No te gustará lo que diré.
—¿Qué tan malo puede ser? No me dirás que significa «rancio y feo» en griego, ¿verdad? —Taylor no respondió y April lo agitó un poco—. ¿¡Verdad!?
—No, pero le daré la razón a tu abuelo. No recuerdo bien justo ahora, pero se cree que viene del latín, «aperire», que significa "abrir", y los romanos, lo derivaron a «Aprilis» para nombrar en su calendario el mes en que los frutos llegaban y las flores se abrían. Lo que hoy conocerías como...
—Primavera. —April se jactó mientras se estacionaba—. No tengo salida, entonces.
—Es parte de ti, las flores te aman y tú a ellas, por eso eres «abril». Siempre el comienzo. Ese eres tú. No entiendo por qué quieres huir de eso.
—Ni yo —murmuró April, aunque en ese momento lo entendía mejor que nunca—. Bien, Taylor. Es hora de que te vayas a contar ovejas. De cero hasta dos mil.
—Te estás vengando.
—Y lo disfruto como no tienes idea.
Lo ayudó a bajar y lo llevó hasta la entrada. Tambalearon un poco al rodear la casa y entrando por la puerta que daba a la cocina. Toda la casa le gritaba que era de Sean, desde las fotos hasta los colores. Entendía el deterioro de Taylor mejor que nadie. También era extranjero en su propia casa y April era el enemigo en ella.
Recordaba.
Solo trataba de ser el que era la primera vez que subió esas escaleras cada que volvía a hacerlo y al fin lo entendía. Nada quedaba intacto. Desde el momento en que algo existía, no volvía a ser el mismo. Entonces, lo que anhelaba era inaccesible. ¿Cómo recuperas algo que ya no existe? Tratar era inútil.
Todo lo que somos se compone de lo que tomamos y nos quitan. Somos acumuladores de experiencias y víctimas del despojo.
Si pudiera intercambiar lugares entre ellos, las cosas serían diferentes. Si Sean lo hubiera elegido por sobre todas las miradas, tal vez estarían muertos. Pero lo estarían juntos. Si su abuelo hubiera amado a su padre, él sería otro que no tendría prejuicios hacia él. Su abuelo hubiera amado a su padre si su madre no se hubiera cruzado en su camino y entonces, April no sería.
April no existiría tal cual era y entonces no sería April. Taylor tenía razón, ese era él. Y no podía escapar de eso.
Si fuera otro, no se conmovería como lo hacía en la habitación de Taylor. Porque en un mundo por el que siempre se había sentido atacado, ese era el único lugar en el que nunca nadie lo había dañado. Ese era ahora; pero si estaba condenado a cambiar, tal vez, en algún día no muy lejano, sería uno que ya no odiaba, que sabía amar, cuyo cuerpo nunca había sido herido.
Obligó a Taylor a lavarse los dientes y entrar en su cama. Lo arropó con su cobija, pero su rostro seguía caliente. Ya se le había pasado bastante el efecto como para seguir tan acalorado.
Encendió su radio para que le hiciera compañía. Tenía adentro el casete del álbum «Hounds of Love» de Kate Bush. Lo reconoció al instante apenas comenzó a sonar con poco volumen la primera canción: «Running up That Hill».
Se sentó a la orilla de su cama y le puso la mano en la frente:
—No me dijiste que estabas enfermo. Tienes fiebre.
—¿No? Creí que sí. Es que no sé qué tengo. Solo me siento cansado todo el tiempo. Debe ser que me. Estoy. Somatizando.
—Ya. Ya. A dormir. Ha sido mucho por una noche. Tengo que irme antes de que regrese tu familia.
—Sean te dijo que me sentía mal, ¿verdad? —Sí—. Sabes, a veces tengo la sensación de que me usas como carnada para mi hermano.
—Créeme, todo sería más fácil sin el molesto animal que corre tras de ti a donde sea que vayas.
No le respondió y April sonrió.
«Todo sería más fácil si yo te hubiera visto a ti»
Taylor no era el mismo. Ni el que lo salvó en medio de la lluvia. Ni el que lo besó atemorizado por un inocente beso. Hacía tiempo que no era el Taylor pequeño que ignoró el día que perdió a Sean.
Porque a ese Taylor, que apenas tendría quince, ¿dieciséis? O puede que catorce, era al que veía leer cuentos a escondidas de sus compañeros, entre los árboles detrás de los salones de secundaria. Solo lo observaba y solía pensar que les gustaban las mismas cosas. Era un Taylor del que a ese April le hubiera gustado ser amigo.
Recordaba encontrar su nombre en el historial de préstamo de varios libros de fantasía. A veces era al revés. April leía un libro que luego devolvía y cuando se le daba por releerlo, el libro siempre venía con la firma de Taylor en el registro.
Los libros de romance nunca volvían.
Le dejó un beso en su rostro caliente. Antes de salir, comprobó por sí mismo que las ideas que tuvo la primera vez que vio la librera de Taylor fueran ciertas. Sacó un título que conocía bien y en la parte de atrás del libro no estaba solo el sello de la escuela sino su propio nombre como seña de haberlo leído antes que él. No lo culpaba. Él también había intentado robárselos. Las personas podían ser muy crueles y le enternecía—a la vez que le dolía—saber que Taylor se escondía para amar las mismas cosas que él.
Recordaba el calendario de la estación de bomberos en la que Taylor solía ser voluntario. Lo vistieron de perro para representar a la mascota del cuerpo de bomberos en la foto de grupo. Era divertido. April se detuvo a ver un poco más de lo normal para burlarse de su gorro de orejitas. Muchas más señoras lo compraron por él que por los bomberos medio vestidos. Su propia abuela compró dos. April se quedó con uno.
Salió de la casa convencido de que había sido un ciego por años. Y podría estar llegando tarde a lo único bueno que pudiera pasarle en su vida.
En su auto, al abrir la puerta, vio el paquete con la propuesta de Taylor al fondo del suelo del espacio del copiloto. La alfombra estaba mojada, pero no había alcanzado a dañar el sobre. Ese paquete era lo que le arrebataba a Taylor. Dios ya le había quitado demasiado. Tan pronto lo descubría. ¿Se lo llevaría también a él?
No lo pensó demasiado. Taylor entraría a la universidad, aunque no entregara nada de esto. Sin más, lo lanzó a alguna parte entre los arbustos de la vecina.
Era necesario. Taylor se estaba apresurando. Si se iba no tendría tiempo suficiente para conocerlo bien. Se estacionó en su casa. Se convenció de que debía tomar la decisión porque Taylor no sabía lo que era mejor. Entró a su habitación negándose a darle crédito a lo duro que Taylor trabajaba. A que muy a lo lejos había prestado suficiente atención para saber que era su sueño desde niño.
Y en su escritorio, con su propia solicitud ordenada ante él, se arrepintió.
April no podía tener nada sin dañarlo. Por eso le gustaban las rosas, si intentaba tocarlas lo lastimarían, lo mantenían al margen como sus principios no podían.
La noche avanzó. Terminó de empaquetar su solicitud. Hurgó toda la madrugada en los cardos espinosos hasta encontrar el sobre. Y en punto para las seis, para cuando la estación de correo abrió sus puertas, fue el primero en acercarse al mostrador mientras sentía el nuevo desastre de su vida acercarse. Le entregó el paquete de su solicitud al empleado correo. Vio del Taylor y dudó, ya estaba ahí de todas formas.
Entregó el de Taylor.
Tal vez estaban hechos el uno para el otro.
—¿Destino?
— Cambridge, Massachusetts.
Pero April no sabía corresponder.
Me gustan mucho April y Taylor juntos. ☹
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