Capítulo Cuatro


04.



30 de agosto de 1986



Ser paciente es tener fe en el tiempo.

Taylor Kim tenía un gran conflicto con la idea de "ser paciente". Por una parte, estaba convencido de que todas las cosas importantes toman tiempo, que es necesario que cada fase se cumpla a cabalidad antes de lograr su cometido. Lo veía en el clima, en las finanzas, en la estación de tren, cada acción trae resultados a su debido tiempo.

Comprendía mejor que nadie ese punto; pero la acción de «esperar» era un verdadero problema para él, mejor dicho, una tortura, aunque se jactaba demasiado de su inteligencia como para permitirse ser impaciente.

Y aunque no creía en Dios, algo tenía que estarlo poniendo a prueba porque hoy, como pocas veces, sentía que ya había esperado demasiado.

La cita era a las siete de la mañana, faltaba poco para que fueran las tres de la tarde. No le gustaba sentir que estaba malgastando su tiempo, ni tampoco que lo hicieran esperar. En otras circunstancias se habría ido hacía mucho, pero quería agotar toda su paciencia para no reprocharse luego a sí mismo no haberlo intentado.

Estaba sentado en el graderío de la biblioteca viendo a las personas pasar. No se había movido ni siquiera de escalón para no romper con esa rutina que, sin querer, había adoptado la última semana en la que se había tomado personal la responsabilidad de ayudar a April Moon con sus clases.

El Sr. Douglas, su maestro, le había dejado un par de guías extra para ayudar al chico a nivelar Química, lo que era fácil y hasta rápido de terminar, según Taylor. El tema con su nuevo trabajo de tutor era que luego de revisar el cuaderno de pendientes de April—cual papá oso—encontró las guías pendientes de biología, las de economía, unos dos "C-" de matemáticas. Pero lo que más le impactó fue encontrar en el escritorio de su amigo un folleto de una escuela, cuya existencia dudó un poco porque, en su mente, cualquier cosa artística era algo extracurricular.

Le preguntó a April sobre eso sin conseguir mucha información al respecto, no más que una vaga explicación y una sonrisa evasiva. «Hace unos dos años acompañé a mi padre a visitar a un amigo, me lo dieron en la calle, no es gran cosa» le dijo, le quitó el trozo de papel y lo guardó en la cómoda junto a su cama.

Si no era "la gran cosa" no habría razón para guardarlo por tanto tiempo. ¿Cierto? Tenía sentido, porque su nuevo amigo no fallaba en ninguno de los cursos a los que Taylor normalmente no les dedicaría tanto, por supuesto que la balanza de sus intereses se inclinaba por ese lado y arrastraba al resto de asignaturas que también eran importantes.

No lo entendía. En el fondo, después del montón de tiempo que había enfocado en el área científica, no estaba seguro de que lo de su amigo fuera una carrera real; pero creía firmemente que el futuro era de quienes se atrevían a hacer algo diferente y vaya que Haru era diferente.

Una parte de él era demasiado idealista; Taylor, que tenía su propia historia aplicando a esas universidades, sintió la necesidad de ayudarlo porque, vamos, en esa ciudad, si no eres atleta o leñador, no eres nadie. Las personas como ellos solo tendrían oportunidades dejando el pueblo, pero este chico no entendía la gravedad del asunto, ¿acaso no asimilaba que hasta para entrar a las escuelas de arte se necesitaba el cartón de la preparatoria? Taylor apenas sabía del tema y estaba el doble de preocupado que él.

A April Moon ser talentoso y espontáneo le jugaba en contra. No era como el resto de los chicos que habían causado el suplicio de Taylor, el tutor, durante años. Era muy inteligente, no le tomaba más de una o dos explicaciones para entender el tema. Pero era distraído. Mucho más que Taylor (y eso ya era bastante).

La primera lección que le dio de química fue tan sencilla, la comprendió a la perfección y trabajó de maravilla en su tarea antes de distraerse. Luego de dos ejercicios de nomenclatura, se detuvo para explicar el origen del colorante magenta por el color del vaso donde Taylor estaba tomando agua. Lo peor del caso fue que Taylor ya sabía ese contexto, pero no le cuadró del todo la información y se distrajo él también debatiendo sobre el año de creación de ese compuesto.

Entonces Taylor llegó a la conclusión de que lo suyo era genuina vagancia y desinterés por sí mismo, sentimientos que entendía mejor de lo que le gustaría admitir, así que no podía confrontarlo porque no quería ser hipócrita, lo único que podía hacer por el momento era no dejarlo reprobar.

Pero lo había plantado, así que este era un sábado por completo desperdiciado.

Las tutorías fuera de horario escolar eran válidas siempre y cuando las hicieran en la escuela, pero le dijo a su maestro «no se preocupe, estaremos mejor en la biblioteca del centro, avanzaremos más» y le creyeron, pero Haru Moon no se había dignado en aparecer, no lo veía desde el viernes cuando tampoco apareció, lo esperó hasta casi las cuatro afuera de la escuela y ni siquiera se reportó con él. Lo estaba haciendo quedar como un mentiroso frente a los profesores.

Suspiró. En realidad, le tenía un poco sin cuidado lo que los profesores pensaran, no los veía con tanta jerarquía como debería, estaba mal, lo sabía; pero... el problema era que detestaba esperar a alguien.

Nadie que no llevara su sangre se merecía que le dedicara más tiempo del necesario y ahí estaba él, preguntándose, qué tanto debería invertir en April Moon.

Con el paso de los días, descubrió que April era alguien impredecible. Un día podía reír y ser la persona más dulce del mundo­; al otro, ser huraño, grosero y hasta hiriente. Y así como una tarde podría despedirse diciendo lo mucho que había disfrutado estar con él, al otro, simplemente no aparecer.

Como hoy.

A lo mejor hoy era un día de esos en los que April no quería ver a nadie y alguien cansón y anticuado como Taylor no haría más que empeorar su día. No hubo una llamada, una nota o negativa para que Taylor no asistiera a su cita de hoy, pero el problema con April era que nunca la había, solo esperaba que todos asumieran y supieran lo que él quería.

A juzgar por su sombra ya eran más de las cuatro y Taylor decidió que tenía que ponerse un alto a sí mismo antes de terminar confundido otro día más por las actitudes del chico que, en cierto punto, no entendía si lo intrigaban o lo molestaban.

Odiaba esperar. Pero odiaba el doble saber que si Haru aparecía diciendo la excusa más estúpida del mundo él la creería porque le gustaba estar con él.

Se levantó de su puesto del día y caminó desganado hasta su casa. Se detuvo por un segundo a ver la casa de los Moon pensando en si debería acercarse a tocar la puerta y preguntar si todo estaba en orden.

Dados los antecedentes, eso no saldría bien.

Las frases «A mí familia no le agradan los vecinos» y «mi padre puede ser un poco violento a veces» lo mantuvieron alejado de ese pórtico como la clara advertencia que eran. Taylor entendía mejor que nadie eso de tener un padre temperamental, no temía por sí mismo, sino por los problemas que podía causarle al chico si se aparecía con la insistencia de verlo.

¿Qué pensaría el padre de April? De seguro le contaría al suyo y estarían muertos los dos.

Llegó a su casa y se dejó caer en el sofá de la sala mientras se jactaba de sí mismo. ¿Por qué sería un problema? Lo conocía desde niños y no estaba pasando nada raro entre ellos, en su cabeza sí, claro que sí; pero no había nada que delatara que su pequeño experimento tenía algunos tintes magentas.

Ignoraría estar consciente de ello. Los hombres de ese pueblo eran como sus bosques; imponentes, fuertes; Taylor no estaba lejos de convertirse en uno de ellos. Se veía al espejo y sabía que pertenecía a la tierra, al ocre y al musgo. Le pertenecía a las hojas de los periódicos viejos.

No había forma lógica de explicarlo. Él era lino beige, pero Haru era seda lila con violeta.

Para dejar de sobre pensar y dispuesto a tomar una siesta ahí­­­—porque ese sofá siempre le pareció más cómodo que su propia cama—cerró los ojos. De pronto, el timbre del teléfono resonó tan alto que lo hizo sobresaltarse de golpe.

Lo vio con odio y, tras varios segundos en los que el ruido no cesó, decidió contestar.

—¿Sí, diga?

—¿Taylor? ¿Taylor eres tú? —reconoció la voz de April. Frunció el ceño, luego se alivió de oírlo antes de volver a enfadarse de nuevo—. Estuve llamando todo el día, pero la única vez que alguien me contestó tu madre dijo que habías salido.

—Teníamos una sesión hoy, ¿recuerdas? —su voz sonó molesta.

—Sí, sí. Lo sé, siento haberte quedado mal en la mañana... —Hubo un silencio—. Grandísimo idiota, por favor no me digas que me esperaste... que me esperaste por nueve horas. ¡Por nueve horas! ¿Taylor?

—Te voy a cortar.

—No, no. Espera, yo... ¡Puedo explicarlo! Pero... luego. Tienes que ayudarme con algo. Necesito que vengas a mi casa y te lleves unas cosas.

—¿Sin explicación y con trabajo extra? Yo paso.

—¡Bien, está bien! Te lo diré, pero tienes que prometer que no le dirás a nadie. ¿De acuerdo? Te espero detrás del huerto, si mi padre nos ve, me mata. ¿Entendido?

—Comienzas a preocuparme. ¿Qué pasó? ¿Estás bien? ¿Llamo a la policía?

Taylor se levantó, ahora angustiado por sus indicaciones y escuchó un suspiro a través de la línea.

—Te prometo que los policías son las últimas personas que deseo ver en este momento. Tay... pasé la noche en la comisaría, ¿de acuerdo? ¿Vienes a mi casa sí o no?

Ahí estaba de nuevo: lo impredecible. Y eso no le gustaba.

—Llego en dos minutos.

Le encantaba.


✿ ✿ ✿


April Moon era un hombre de pocas palabras y muchas lentejuelas.

Había heredado las mejores cualidades de su madre, aunque sus recuerdos sobre ella y, en específico, con ella, eran tan difusos que no reconocía el parecido entre ellos y no estaba orgulloso de que compartieran intereses.

En la esquina de su habitación había un maniquí forrado con tela y una máquina de coser antigua que funcionaba por obra de dios y toda la delicadeza con la que su dueño la trataba. En la repisa del fondo, se ocultaba entre los libros un costurero metálico, cuya pintura floral aún era visible en algunas partes y que ahora era su posesión más valiosa.

Lo encontró mientras hurgaba en las cosas de su madre, estaba lleno de agujas, alfileres y uno que otro carrete con hilo. Su descubrimiento coincidió con la temporada de tala del año en que cumplió nueve. Su abuela le enseñó a reparar varios costales y, por supuesto, despertó en él un profundo interés por las cosas minuciosas y que requerían sumo cuidado.

Apelando al sentimentalismo de sus abuelos, lo dejaron quedarse con todas las cosas que encontró. Eran cajas con cartas, patrones y telas viejas que aún conservaban de su madre. No las entendía del todo, pero le resultaban demasiado hermosas como para tirarlas. Las tomó todas como propias, convirtiendo así las «cosas de Haruka», en «las cosas de Haru».

Por años su pasatiempo fue conveniente para su familia, sus intereses lo hacían un niño tranquilo que no daba ningún problema en casa. El conflicto comenzó hasta el año siguiente cuando la temporada de tala llegó y él tuvo la altura adecuada para acompañar a los hombres de la casa al bosque.

April prefería mil veces quedarse en casa. Esas chaquetas gruesas y pesadas no eran nada elegantes, se sentía por completo fuera de su zona de confort, aunque aprendió a sobrellevarlo. Cumplió once años y luego doce, aprendió a usar las herramientas y adquirió un gusto particular por el aroma de distintas maderas.

Le gustaba la tierra y su resentimiento se disipó un poco, el bosque no era culpable de lo ajeno que se sentía.

Lo entendió a los trece, cuando un comentario racista de uno de los leñadores fue suficiente para sacar a luz la parte desesperada por aceptación de su padre. Incluso si eran sus trabajadores, él no era el típico «yuppie» al que venerarían.

Su padre alardeaba de «su hijo, el americano» para sentir que pertenecían, como si saliendo de la seguridad de su vecindario, el resto de los habitantes del pueblo no se encargasen de recordarle a April a diario que él no era uno de ellos.

Su acta de nacimiento decía California, pero su rostro, sus costumbres y su apellido decían otra cosa. Y, en el fondo, resentía apenas entender coreano, porque lo hacía pensar que era su mismo padre quien le había negado ser parte de algo desde que nació, entonces creció aislado del pueblo, ajeno a su familia, extranjero en su propia casa.

«La patria le dio todo al chico. A los dieciocho que demuestre que puede servirle»

Ese comentario llenó la cabeza de su padre de ideas absurdas sobre la milicia. Oh, el gran ejército de América... Su padre lo decía como si su familia no hubiera escapado de un país en guerra. Se olvidó del sufrimiento que padeció el abuelo porque convertir a su hijo en el «cabo Moon» o mejor, «el sargento Moon», le hacía muchísima ilusión. A lo mejor solo quería vivir la guerra del lado de quien ataca.

¡Un gran soldado! Presumir a su hijo como un hombre fuerte, robusto y disciplinado fue su aspiración desde ese momento.

Lo raparon a los catorce y aumentaron su ración de comida, pero cuando April Augustus cumplió quince no había crecido casi nada desde su último cumpleaños y se había escapado un par de veces de casa cuando intentaban tocarle el corto cabello que tenía por lo mucho que había tardado en crecer de nuevo.

A los dieciséis, había cortado en tiras todas las camisetas verdes que su padre le compraba para unirlas de nuevo con partes de las musculosas negras que se supone, a esta edad, ya deberían quedarle. Seguía siendo delgado y su rostro muy fino. Verlo todo el domingo en la máquina de coser era una decepción para su padre.

Esa habitación, que debería ser la de un hombre serio y centrado, tenía retazos por todas partes, las paredes manchadas de témpera y cada vez que entraba se le quedaba algo de brillantina en las botas.

Ahora tenía diecinueve, pero su padre se negaba a aceptar la realidad: April no quería ser un leñador y nunca sería un militar. En especial por sus recientes antecedentes policiacos.

Había muchísimo para contar sobre la eterna disputa con su padre, pero el tema era: ¿cómo explicarle a Taylor que eso tenía todo que ver con que lo haya plantado? Peor aún, ¿qué tenía que ver con necesitar su ayuda?

Tras cortar la llamada se acercó a la ventana de la cocina, cuya vista daba hacía el huerto, el chico aparecería en cualquier momento y no sabía qué tanto contarle. O cómo hacerlo.

Justo como lo predijo, Taylor apareció entre los matorrales detrás de su casa en cuestión de minutos. Lo hizo entrar por el lado del vivero a la casa.

—No hagas ruido —dijo al verlo—. Necesito que me ayudes a ocultar unas cosas.

—¿Hola? "Sí, Taylor. Estoy bien. Perdón por preocuparte" —murmuró Taylor, con el ceño fruncido.

Se sorprendió por lo rápido que actuaba, lo asustado que se veía y en especial, porque lo tomó de la muñeca para obligarlo a subir a su habitación. Taylor se quedó parado a mitad de las escaleras como negativa.

—No me hagas esto ahora —susurró April.

—Me prometiste una explicación —respondió Taylor de la misma forma. April suspiró cansado y tiró de su brazo de nuevo.

A lo mejor Dios consideraba que April no había sufrido lo suficiente aún, le hacía falta humillarse frente a lo más cercano que tenía como amigo. Lleno de pánico, finalmente pareció encontrar el coraje de decir:

—Me gusta coser.

Lo contó como si fuera la confesión más atroz del mundo entero y le causó la intriga suficiente a Taylor como para hacerlo correr con él hasta su habitación.

Comenzó con lo que estuvo practicando a solas, le dijo que su familia tenía un antiguo aserradero en el bosque. Su padre le había dicho que si podía limpiarla toda se la regalaría y cumplió, le dio las llaves y dijo que era suya, pero siguió guardando ahí máquinas viejas o descompuestas por un tiempo.

Desde el incidente que lo envió al hospital, su familia se encargaba de mantenerlo en casa; pero los jueves «el dueño» de la bodega tenía la instrucción de ir a ella y revisar que todo estuviera en orden, libre de roedores o vagabundos. Su abuelo solía llevarlo, así se aseguraba de que April volviera a la hora indicada a casa, pero ahora sin nadie que pudiera ponerle un alto, las últimas semanas se había aprovechado de su tarde libre de supervisión para pasear por el pueblo.

«El último jueves de agosto, April aprovechó que su padre no estaba en la ciudad para ir a su lugar favorito del centro: la sastrería. El dueño solía ir a las ciudades grandes y traía rollos de telas costosas y hasta lujosas que las amas de casa se morían solo por verlas colgar simulando una cortina en el aparador.

April había dominado el arte de los sastres hacía mucho tiempo, más que eso, se consideraba a sí mismo un modista más que un sastre, aunque no podía decirlo en voz alta a menos que quisiera que lo vapulearan de nuevo. Había logrado arreglar un par de vestidos que su amigo el sastre no pudo, así que le daba prioridad de compra en las telas que le gustaban. Por eso y porque April pagaba bien por las telas extrañas y brillantes que a menudo conseguía.

Esta vez fue un rollo de casimir blanco que sería perfecto para confeccionar el traje más hermoso del mundo y un retazo de gamuza corinta que April llevaba años buscando. Su parada fue corta, pero lo colocaba en el lugar y momento exacto para comenzar su historia.

El último jueves de agosto de 1986 había más personas en el centro de lo usual. April Moon salió corriendo de la sastrería para llegar lo más pronto posible a casa, pero el murmullo y las sonrisas de las chicas que corrían en dirección opuesta lo intrigaron.

Quiso seguir avanzando, pero al hacerlo, uno de los chicos que repartían volantes le extendió uno, que anunciaba en letras grandes la «Gran Inauguración» de la primera tienda departamental de la ciudad.

Solía haber una calle completa de pequeñas tiendas con ropa modesta y una que otra barbería. A las personas del pueblo nunca les había interesado su aspecto lo suficiente. Esto era... trascendental.

Sin cuestionarlo, siguió a la multitud y estuvo ahí para presenciar el corte del listón de la entrada. Olía a nuevo, las paredes no eran blancas ni opacas. Eran de colores brillantes como si gritaran a los cuatro vientos que el futuro estaba frente a ellos. Adiós a la modestia, había ropa de colores metálicos que incluso parecían causar el desconcierto de las señoras que entraron casi al mismo tiempo que él.

Ahora entendía la emoción, eran esas prendas como las que salían en las revistas de moda o los videos de pop, las que las abuelas con sus chales blancos habrían reprendido al instante por su extravagancia. Tenía diez ideas de cómo usar esas chaquetas y otras diez de cómo mejorar los calentadores de los maniquíes, pero no malgastaría sus energías en eso. Lo mejor de toda la maldita tienda es que tenía una sección de ropa para hombres. No un estante como solía haberlo, si no una sección completa con muchos estantes y no había ni rastros de la ropa para bosque que era la predilecta del pueblo.

«Los chicos cool» solían ir de compras a las ciudades vecinas, lo que por supuesto su encierro familiar no le permitía hacer. Pero eso se acababa ese jueves.

Chaqueta de nylon, a la canasta, el pantalón deportivo gris, a la canasta, la camisa que era como de aeróbicos le quedó un poco grande a pesar de ser de un corte pequeño, pero se parecía a la de Johnny Deep en «A Nightmare on Elm Street», así que no importaba, iba a la canasta de compra también.

Se compró gorros, camisas, anteojos con formas y aún estaba justo a tiempo para volver a casa sin que se dieran cuenta del montón de cosas que llevaba. Se habría comprado unos tenis, pero ya había gastado mucho en sus telas nuevas.

Era, tal vez, una de las mejores tardes de su vida. Por primera vez en mucho tiempo no pensó en la falta que le hacía su abuelo ni se sintió diferente al resto de los chicos que compraban cosas en la tienda. Pero al llegar cerca de la caja, su mente lo sentenció de nuevo, y es que su mente era especialista en hacerlo sentir miserable en los mejores momentos.

En los aparadores pequeños había un montón de coletas y ligas para el cabello perfectamente ordenadas. Las había de flores, de colores pastel y con brillos. Se pasó la mano por la parte de atrás del cuello para sentir que su cabello había crecido mucho más de lo que le permitían llevarlo en casa. Incluso era lo suficientemente largo como para atarlo en una pequeña coleta que se vería graciosa.

Sonrió, se había estado bañando en romero a escondidas de su abuela para hacer crecer su cabello. Y funcionaba. Estuvo por tomarlas hasta que se dio cuenta de que era el único hombre de ese pasillo así que caminó hacia la caja disipando esas ideas.

Se abstuvo en especial porque reconoció varias voces del otro lado de la repisa diciendo:

«Es tu color, Sunhee. Deberías comprarlo» seguido de la acusada, diciendo «mis tutores me matarían si gastara dinero en un labial».

Pagó todo lo que había comprado y se quedó con sus bolsas aún cerca de ellas.

Taylor le había contado sobre ella. Era la única mujer del programa de intercambio y la única capaz de hacerle la vida difícil a Taylor, lo que Taylor agradecía mucho, porque las clases que compartían se hicieron el doble de interesantes desde que ella llegó. Además, era de lo más dulce, tanto como para que las chicas de cursos menores se acercaran con ella a pedirle ayuda con sus materias. Esa mujer ganaría un nobel, de economía o de Paz, pero sin duda ganaría uno.

Admitiría que, al igual que la mitad de sus compañeros, tenía un pequeño flechazo «platónico» con ella. Es decir, ¿cómo no tenerlo? Si la forma en la que un hombre serio y reservado como Taylor hablaba de ella la hacía ver más intimidante de lo que su presencia ya era por sí sola. El tonto ese estaba enamorado de ella, aunque no se daba cuenta y tenía el descaro de hablar y hablar grandezas de ella en presencia de April. Pero no lo culpaba por ser un hombre iluso promedio.

Y sí. No debería estar celando a Taylor. Pero era demasiado posesivo con sus cosas, bueno, con sus amigos en este caso. Y ni siquiera quería mencionar a Sean, porque eso aumentaría su odio injustificado hacia ella. Sunhee le hacía sentir muchas cosas. Las más normales eran que sí, probablemente le daría un beso con gusto. Las más preocupantes, que sería un beso con cicuta aún si eso los mataba a ambos.

Las vio alejarse mientras se movían de pasillo y el instante en el que tomó exactamente las mismas ligas que él quería hirió algo en él que, ni siquiera sabía que era. El cabello de April era largo, pero jamás sería tan largo y brillante como el de Lee SunHee.

Le llegaba hasta la cintura, era lacio y oscuro. No se quebraba de las puntas como el de April lo hacía y en especial, a ella la elogiaban por lo bella que la hacía verse y a él lo tachaban de fenómeno.

Se quedó de pie con sus bolsas en mano cerca de los labiales. El pasillo se había quedado vacío, ni siquiera los dependientes del mostrador parecían prestarle atención, así que se aproximó al estante de los labiales para observar el que ella había dejado. No pasaba de los tres dólares.

Lo abrió y por curiosidad lo probó un poco en su muñeca. Era de un rosa suave y limpio. Muy diferente a los labiales fucsia que se habían puesto de moda en la escuela últimamente. Se colocó un poco más, la piel de su brazo era pálida por naturaleza (o defecto) y le gustó el contraste entre lo frío y lo cálido.

Había un pequeño espejo frente a él y, por un momento, la idea de utilizarlo para su propósito se le cruzó por la cabeza. Se habría arriesgado de no ser por la voz de uno de los dependientes de la tienda que gritó: «Oye, no debes hacer eso»

El cartel que decía claramente "prohibido abrir los productos nuevos, usar las muestras "pasó desapercibido cuando el pánico fue más fuerte que su lógica. Sin pensarlo, se echó a correr de la tienda hasta que salió a la acera.

"Dios es el único juez. Él nos dio la ley, y es el único que puede decir si somos inocentes o culpables. Por eso no tenemos derecho de criticar a los demás" dice la biblia así que todos estarían pecando al juzgarlo. A quién quería engañar, ¿lo habrían visto usando el labial? Maldita sea. Le dirían a su padre, le dirían a todos, todos sabrían que estaba desequilibrado, que su personalidad venía defectuosa.

Pasó corriendo por la acera de enfrente al restaurante. Su respiración estaba agitada, él guardia de seguridad de la tienda venía corriendo detrás de él y no podía entenderlo. ¿Qué tenía de malo un rarito en la sección de mujeres?

Tenía todo de malo, en especial cuando notó que tenía aún el labial en la mano.

Frenó sus pasos, no era un ladrón. Al menos no a propósito. Pero el guardia le gritó y, ahora, el oficial de policía que lo seguían no dudó ni por un momento en empujarlo contra la pared de uno de los comercios.

—Ahí está su estúpida cosa, lo tomé por error —alegó, soltó el labial, pero su cabeza ya estaba sometida.

—¿Qué más robaste? Revisa la bolsa —dijo el oficial, haciendo que el guardia comenzara a hurgar entre sus cosas.

—No sean idiotas, yo pagué por eso, el recibo está ahí.

En un intento de zafarse del agarre del oficial, se removió inquieto y consiguió darle un cabezazo en la frente. Lo soltó, pero seguía sometido, y aunque no fue su mejor idea, terminó dándole un golpe con la rodilla en la ingle. El hombre apretó el rostro de dolor y se dejó caer de rodillas frente a April.

Su rostro tenía un raspón por empujarlo contra el concreto de la pared. Estaba en shock. Las personas comenzaron a alarmarse, no dejaban de mirarlo y, de pronto, tuvo a otros dos oficiales rodeándolo. Uno mucho más alto que él, colocándole las esposas y otro agarrando todas sus cosas.

Esta no era precisamente su idea de tener un jueves con "perfil bajo".

Lo llevaron a la estación de policía. Ya había oscurecido y su abuela lo mataría. Su padre lo mataría. Él mismo se mataría si pudiera.

—Oficial, Kennedy —Uno de los agentes se puso de pie de inmediato al verlos entrar, como si le rindiera honores. April siempre tenía que destacar. Golpear a un oficial cualquiera no habría bastado, al parecer él había ido por el capitán de la policía del condado.

«Elvis, amigo. Canta Jailhouse Rock» pensó April al darse cuenta.

—Enciérrenlo en la carceleta con las otras locas.

Tenía recién diecinueve años. El personal del hospital por fin había dejado de enviarlo a pediatría. La policía, por otra parte, no dudó ni por un segundo en empujarlo dentro de una de las pequeñas celdas que había en la parte de atrás de la comisaría.

Claro que podría resaltar muchas cosas de su estadía en prisión. La primera, que el oficial Kennedy lo vio mal toda la noche por haberle lastimado "las joyas" y la segunda, que había personas el doble de extravagantes que él en esa celda.

Se sentó en la pequeña banca de la celda, en silencio. Se le hizo raro que hubiera una celda mixta, o lo fue por un momento hasta que la chica a su lado se quitó la peluca. Y suspiró ¿cansada?

—Oye, chico. ¿Qué hora es? —le dijo a April, él fingió demencia.

Su familia siempre le decía que no debía hablar con gente con «esos» estilos de vida. Tal vez si hacía lo mismo que con todos sus problemas ellos desaparecerían. Así que decidió ignorarlos.

—Chico, estamos a dos metros de ti. Sabemos que puedes oírnos. Mi amigo te hizo una pregunta.

—Eran las 6:30 cuando me ficharon —murmuró.

—Hijos de perra, no nos dejarán salir hasta mañana.

—¿Por qué te encerraron, cielo? —Le dijo el del piso—. ¿No andarás trabajando o sí?

—Oscar, dios mío. Cómo se te ocurre preguntarle eso, tiene como trece años. Cállate.

—Solo míralo. Es demasiado "frutal".

—Piensan que robé en una tienda de ropa.

—¿Lo ves? Ahí lo tienes, deja al chico en paz.

—¿Y qué fue eso que se supone que robaste? —April se quedó callado y el hombre volteó hacia su amigo—. Te lo dije.

El agente de turno se acercó para golpear su porra en los barrotes de la celda.

—Silencio, locas. Nadie quiere oírlas graznando por aquí.

April se puso de pie de inmediato para hablarle.

—Necesito hacer una llamada —pidió.

—El oficial Kennedy dice que estás en custodia hasta mañana al mediodía. Harás tu llamada entonces.

—¡No es justo! ¡Tengo derecho a hacer esa llamada! Esto es abuso de autoridad.

—Yo no sería tan altanero si tuviera cargos de agresión policial y robo en mi contra.

Si algún día la vida se volviera más justa, en definitiva, no lo haría en la cárcel al lado de dos travestis con profesión turbia y un anciano que ni siquiera se movía o parpadeaba.

—Uy... el chico tiene coraje para golpear a un policía —dijo el tal Oscar.

—Tanto como para estar aquí hasta quién sabe cuándo. Malditos hijos de perra. ¿Pero saben? Pensando en lo súper castigado que estaré al salir, si es que salgo, prefiero quedarme aquí.

—Los parches de tu pantalón son buenos. ¿Los cosiste tú mismo? —le dijo el alto y grande que lo asustaba un poco, pero aun así sonrió y asintió con la cabeza.

—Son lindos. Pero no le hagas mucho caso a este tonto, no sabe ni poner bien un botón. ¿Cómo te llamas, cielo?

—Au...Ha... April. —Claro que sus vecinos conocían Augustus y a Haru, no a April. Esto era «pasar desapercibido» para él.

" April" ... y dices que no anda trabajando —se burló de él.

—El que tiene mal hecho el corsé se ríe más fuerte... —dijo April—. Dos palabras: baja costura. O mejor: mala calidad.

Los dos hombres se vieron con una ceja alzada entre sí, el chico no tenía nada que ver con su mundo, pero vaya que sabía de lo que estaba hablando.

Por supuesto que su familia le prohibía hablar con gente como ellos. Eran graciosos e hilarantes, sí, tenían una mala vida, pero... sin duda parecían más reales que la mitad de las personas con las que había conversado en el pueblo.

Eso elevaba su contador de amigos a cuatro: Masson, Oscar y Randall, y Taylor.

Resultó que solo estaban de paso por el pueblo, en realidad eran de Nueva York y se estaban alojando en una "casa de modas", bueno, ese era el nombre que le daban a las casas de acogida que recogían a personas como ellos. Se habían quedado sin dinero para el autobús y habían hecho autostop en la carretera, por desgracia, habían detenido a un oficial de policía y su aspecto físico era suficiente motivo para detenerlos.

April se ofreció a ir a visitarlos si alguna vez visitaba ese estado. Ellos le explicaron que no había nada de qué preocuparse, que los policías que los arrestaban eran los mismos que pagaban por servicios cuando iban a las ciudades grandes. Y aunque tal tranquilidad al hablar lo inquietó, ellos no eran una amenaza.

Fue una madrugada interesante. Aunque a la mañana siguiente, a las 7:00 exactas, los dejaron salir y él se quedó solo en su celda»

—Un momento —dijo Taylor, con una pequeña risa April mientras le contaba—. ¿Entonces ahora eres un convicto?

—Ya. No te burles, que la historia se pone mejor... Mi padre se gritó con los guardias que me negaron la llamada y llegó con el alcalde a sacarme de prisión.

—Entonces eres peor que eso... Eres un niño de papá.

—Hijo de...

—¿Y por eso estamos ordenando un montón de telas? —dijo Taylor, terminando de enrollar un trozo de terciopelo que estorbaba en el escritorio.

—¿Por qué me interrumpes? No seas irrespetuoso. No me dejas llegar a la parte de la violencia intrafamiliar que padezco.

—Eres tan dramático para contar, solo falta que le pongas música de fondo a tu historia.

—Noto que hablas más de lo que trabajas, Kim. Aún tenemos que bajar todo esto —dijo mientras terminaba de empaquetar sus botes de botones en varias cajas de cartón.

April Augustus, diecinueve años, era muy bueno contando historias y todas sus anécdotas parecían lo más hilarante del mundo. En especial porque siempre omitía sus propósitos e intenciones y construía el relato de tal forma que cualquier persona creería ciegamente en sus historias sin cuestionarse los motivos que, con frecuencia, omitía.

—Haces eso muy seguido, ¿cierto?

—¿Qué cosa?

—Huir.

Pero Taylor no era cualquier persona.

—Mi cuerpo solo tiene dos respuestas de emergencia: vomitar y huir. Creo que la primera habría sido peor.

—Se te cae el cabello y se te inflama el estómago, también.

—Es terrorífico no saber si lo dices como afirmación o como pregunta.

La cama de April estaba pegada a una esquina de la habitación, más de la mitad quedaba a la altura de la ventana y eso le ayudaba a subirse al marco interno. April se acomodó por un momento ahí mientras le contaba, era su lugar predilecto de la habitación, era un pequeño balcón en el que podía sentarse a ver hacía la calle y donde, a veces, dormía. Tenía sábanas, almohadones y un gato hecho de trapo que pasaba desapercibido.

Ya habían bajado un maniquí y tenían varias cajas en la parte trasera de la casa. Taylor se sentó a la orilla de la cama para descansar, lo escuchaba atentamente y, aunque ya había deducido a qué se debía la desmantelación de su pequeño taller de costura, esperaba entender cómo había llegado a eso.

—Lo estoy suponiendo, de hecho. —La mirada acusadora de Taylor lo hizo fruncir el ceño—. No me veas así, tu cuerpo está inundado de cortisol... es obvio que eres más estrés que persona.

—Solo tengo un estómago sensible.

—Déjame adivinar: te la pasas paranoico, tienes insomnio; pero si consigues dormir es peor, porque te sientes el doble de cansado, sudas mucho y te irritas con facilidad. Eso y lo que te dije antes.

—Ya deja de intentar diagnosticarme.

—¿Llevas algún tratamiento farmacológico?

—¡Taylor!

Su mirada molesta no era lo suficientemente intimidante para amedrentar a Taylor. ¿Cómo podría? Si sus mejillas estaban rojas por el frío y parecía que le haría una rabieta. Taylor se movió un poco en la orilla de la cama para llegar cerca de él en un intento de ser lo más «humano» posible.

—¿Yo también te hago sentir eso? —preguntó con pena—. ¿Te hago sentir pánico?

April estaba descalzo, sus pies quedaron junto a las piernas de Taylor. Los movió un poco, solo apenas para rozar el muslo del chico, bajando el rostro como si quisiera evadir la pregunta, tal vez no sabía cómo responder y quería incomodar a Taylor, pero solo consiguió que él lo tomara del tobillo para que dejara de moverse.

Levantó la cabeza de inmediato. Su toque no era brusco, no lo sujetaba con fuerza, habría podido librarse de él con solo acomodarse bien sobre la ventana; pero las manos de Taylor se sentían frías contra su cuerpo pese a sus calcetines gruesos.

—A veces... Sí. No sé por qué, pero es así casi siempre. Y no solo contigo, lo siento con los profesores, con los señores de la iglesia cuando me saluda, con mi padre y los chicos de la escuela.

—Estrés post traumático... ¿No te tomas tus pastillas, cierto?

Sus dedos le dieron un par de toques en la pantorrilla y mientras le veía, esa sonrisa débil, que Taylor luchaba por no mostrar, se le contagió y sonrió de lado. ¿Para qué mentirle? El chico sabía demasiado como para evadir sus preguntas.

—No... No me gustan. Subo mucho de peso y me siento muy cansado. No disfruto sentir que estoy drogado. Como sea, la caja se acabó hace unos... ¿seis meses?

—No creí que fueras el tipo de persona que tiene esos problemas, tú luces muy seguro siempre, muy relajado.

Ahora sí, April soltó una carcajada.

—Eres un maldito cegatón. ¿Qué parte de mí te pareció «segura y relajada»? Soy como las ratas del laboratorio de la escuela que se la pasan temblando y muertas de miedo.

—No, esas ratas aguantan mucho más tiempo corriendo que tú.

—Eres un grosero —dijo, tomando al peluche de gato de una de las patas para golpear a Taylor en la cabeza y, por cada golpe, le reclamaba—: eres. un. insolente. de. mierda.

—¿Yo soy insolente? lo dice el que tiene antecedentes policiacos. —Taylor se burló de él y comenzó a reír. Se cubría el rostro con ambas manos para proteger sus anteojos.

Su primera reacción fue sujetar con una mano la muñeca de April para que dejara de golpearlo y, sumado a la mano en su tobillo, al jalarlo lo hizo caer del marco de la ventana hacia él.

April aterrizó sobre Taylor, de pronto se quedó estático, consternado mientras lo veía divertirse con la situación y quedar recostado entre las demás almohadas. Sin proponérselo, el chico había comenzado a ahogarse con su propia risa, fue ruidoso por un momento y eso sorprendió a April.

—¿No que estabas muy molesto conmigo? —dijo April, dejándose caer a su lado en el colchón.

—Tienes una excusa válida esta vez. Ya no puedo estar molesto contigo.

—Menos mal, ya he sufrido mucho como para tener que, además, congraciarme contigo.

Poco a poco, la luz del sol que se colaba por la ventana se volvió más tenue cuando la noche llegó. Toda la habitación estaba iluminada por un resplandor naranja que minutos más tarde dio paso al blanco y frío de las lámparas del exterior.

—Oye... ¿Sabías que puedes forzar a tu cerebro a ser feliz? Es lo que hacen esas drogas, pero puedes hacerlo naturalmente, provocarte un cóctel hormonal de felicidad.

—Ah ¿sí?

No diría que no le resultaba cómodo estar así, sus piernas se habían enredado con las de Taylor, pero las del chico se salían un poco de la cama. Tal vez era a propósito, o era simple inercia, pero no quería cuestionarlo, en especial, no quería que Taylor se lo cuestionase a sí mismo. Era cálido y aunque sentía que debía estar alerta, en el fondo sabía que el tontarrón de sonrisa contagiosa era demasiado inofensivo como para echarlo de su casa o de su cama.

Sintió a Taylor asentir por las almohadas que se movieron junto con él.

—Sí. Podrías comenzar durmiendo bien...

—Son las ojeras, ¿cierto? Ya enfatizaste dos veces en lo mucho que se nota que no duermo. Ya dime de una vez que soy horrible.

—Solo estás un poco demacrado.

—Dios santo, ¿tú no te escuchas, ¿verdad? No tienes tacto, no aprendiste a ser delicado.

—¿Quieres que sea delicado contigo? —murmuró Taylor.

Oh, Jesús... Tú sabes que sí quiero.

—¿No sueles socializar mucho, cierto? —soltó de pronto, causando que Taylor frunciera el ceño—. Ese tipo de cosas no se le dice a tus amigos con tanta ligereza. ¿Sabes? Se malinterpretan, no puedes solo decir lo primero que se te viene a la mente.

—Elijo mis palabras con más cuidado del que crees. Pero las cosas que digo no siempre tienen las mismas intenciones que mis pensamientos.

—Uh... ¿Y será acaso que tienes pensamientos pecaminosos?

Taylor rio por lo bajo.

—Por supuesto. Como los tuyos y los del presidente. Como todos.

—Si es así, me temo que no alcanzarás la vida eterna.

—Da igual. He tenido suficiente mierda por casi dieciocho años. Lo siento, pero no me interesa vivir una eternidad.

—Confundes "la vida eterna" con "vivir eternamente". —Se movió un poco para verlo argumentar que había dicho algo incorrecto—. La primera es lo que pasa después de morir, según algunas religiones. Alcanzas la vida eterna en el cielo, te la ganas. Lo que tú dices es estar aquí por la eternidad. Inmortalidad.

—Ya entiendo la confusión. Aunque no importa, mantengo mi punto. ¿Por qué querrías ser inmortal? —Taylor bufó. Sonrió con la boca cerrada, con las comisuras de sus labios hacia abajo.

—¿¡Por qué no!?¡Imagínate las posibilidades! Vivir sin miedo. ¡Ni la muerte podría dañarte! ¿No te gustaría ni un poco? No volver a preocuparte.

—No lo sé. La vida es agotadora. Pensar que hay muchos días por delante puede ser muy cansado... Es tedioso. Ahora imagina hacerlo para siempre, o peor, pasar toda una vida esperanzado con que al final del camino hay algo precioso aguardando por ti. Ser sumiso toda la vida no tiene sentido.

—¿No crees en el cielo entonces?

—Es un placebo y soy demasiado impaciente como para aferrarme a él.

—Yo estoy traumado y tú deprimido. ¿Quién lo diría? ¿Taylor, el suicida o Taylor, el estoico?

—No juegues con eso. Cállate.

—Deja la seriedad y dime: si no crees en el cielo, ¿qué clase de aliciente impulsa a alguien como tú a levantarse cada día?

—Un legado. Yo pienso que el ingenio es el único camino a la eternidad.

April se quedó callado por un momento, asimilando sus palabras. Taylor era tan raro, demasiado inteligente y muy friolento al parecer, podía sentirlo temblar, aunque estaba usando chaqueta y tenía sus zapatos puestos.

—Oye, Tay... —llamó April de pronto—. Gracias por esperarme.

—La próxima vez que me dejes plantado te juro que fingiré que no existes más.

—No habrá próxima, lo juro.

April negó con la cabeza. Se dispuso a levantarse para continuar y romper el silencio que se formó por un momento; pero no tuvo que hacerlo. De pronto, la voz que le llamó desde la planta baja de la casa lo alertó de tal forma que dio un brinco para ponerse de pie.

—¡April! Te dije hace tres horas que sacaras todo esto. ¿Por qué mierda siguen esas cajas aquí? —Se escuchó ahora más cerca.

El pánico en sus ojos... Taylor creyó reconocerlo, lo había visto antes, pero no entendió de inmediato en dónde. Se sentó en la cama, confundido por su reacción.

—Tay. Al baño, rápido. ¡Taylor, ya!

April le exigió que se levantase y él, que entendía a la perfección lo que era tener tantas restricciones en casa, no vaciló para levantarse y correr hacia el pequeño baño de la habitación de su amigo. Después de todo, él lo había escondido en su armario para librarse del sermón de Sean Grace, se la debía.

Taylor se estaba ocultando de un hermano molesto y entrometido. Pero ese «No importa lo que escuches, no abras la puerta» que April le imploró antes de cerrar la puerta, le hizo tragar en seco y entender que eran casos diferentes.

Pocos segundos después, el padre del chico entró a la habitación. No hizo falta que Haru le contase toda la reprimenda de su padre, él la escuchó por sí mismo.

—Sí, aún no he terminado de sacarlas.

—¿Por qué las estás empacando? Te dije que tiraras todo a la basura. ¿Acaso no fui lo suficiente claro?

—Pero son mis cosas...

—¿Tengo que explicarte más lento o qué? ¿No eres capaz de entender una simple instrucción? Me importa una mierda de quién sean, las tiras y punto. Es basura, no sirven ni para limpiarme los zapatos —dijo, arrastrando una de sus suelas en una camisa que estaba tirada en el piso.

—¡Oye! Es dinero. Mi dinero. Yo me lo gané y he invertido en esto. No pienso tirar todo solo porque te da la gana.

—¿Qué dijiste? —Se acercó y April se dio cuenta de que la había jodido...

—Sé que me equivoqué, pero no tengo que deshacerme de todo. Eso no tiene nada que ver con el tema de la tienda.

—Sabes que me dieron tus cosas en la comisaría, ¿cierto? Había una tela, ropa de marica y un montón de bisutería. No sé qué clase de obscenidades hagas en mi ausencia, pero ya no tienes quince años. ¡Eres un hombre! Actúa como tal. Estoy harto de que estés aquí encerrado haciéndote la costurera todo el día cuando deberías estar ayudando en el aserradero o en la tienda.

A April Augustus le gustaba pensar que era tan sabio y prudente como su abuelo, pero era demasiado parecido a su madre como para congeniar con su padre. Demasiado como para quedarse callado.

Era un excelente actor y aun así no contuvo la risa y terminó riendo.

—Un maldito «wannabe» no está en posición de llamarme marica —dijo.

Apretó la mandíbula porque ya sabía lo que pasaría tras su comentario. Sintió la mano de su padre directo en la mejilla poco después que lo hizo tambalearse y cubrirse el rostro de inmediato. Se sostuvo de una repisa.

Su padre no sabía ser padre. Nunca supo serlo, y, en el fondo, April estaba seguro de que nunca lo intentó. Sabía que él nunca lo quiso lo suficiente como para intentarlo.

April era la palpable muestra de que todo lo que se hace por impulso tiene consecuencias, pues desde su concepción April destacaba por las razones incorrectas.

Sus abuelos tenían un niño y adoptaron a una niña. Eran hermanos ante todo el mundo, y un par de años después su hijo se convirtió en el padre del bebé de su hija. Desde que nació su familia fue la comidilla del barrio por su culpa. Y, aunque quisieron ocultarlo, parecía que April estaba destinado a tener miradas y murmullos sobre él.

Alzó la cabeza para ver a su padre descolgar el metro del maniquí y ajustarlo como si fuera una correa.

De pequeño se habría paralizado de miedo y comenzado a llorar; ahora solo podía contener sus lágrimas cuanto le fuera posible para no darle gusto con su sufrimiento.

El azote del metro le hizo arder el cuello y la espalda. Siempre era lo mismo, tres a la izquierda y uno a la derecha antes de que tomara más impulso y luego otro más a la izquierda.

Esta vez, le tomó del cabello para obligarlo a verlo, enredando sus dedos con fuerza como si buscara arrancárselo al tirar de él. Con su otra mano le tomó del rostro, apretando sus mejillas hasta que la marca del primer golpe combinó con las marcas rojas que le causaba al sujetarlo.

Aunque no lloraba ni se dejaba caer, sus rodillas temblaban, estaba jadeando sin darse cuenta y sudaba al quejarse entre dientes.

—¿Qué dijiste? ¿¡Eh!? —reprochó—. Vamos a repetirlo. ¡Venga! Si te sientes tan seguro como para faltarme el respeto, hazlo. ¡Repítelo!

Después de tanto no era sensato seguir mostrándose arrogante, siempre lo castigaban por estupideces y esta vez, les había dado un motivo.

Daba igual, a veces creía que su padre lo castigaba solo por estar vivo.

Tragó con dificultad. Su padre tenía un par de canas más que eran nuevas y, sin duda, ahora que lo tenía cerca podía afirmar que las arrugas bajo sus ojos no eran solo su imaginación. Se estaba volviendo viejo y no había nada que pudiera hacer para cambiar lo que pensaba. Porque creyó que el día en que lo amaría sin condicionarlo llegaría alguna vez, pero ese día estaba muy lejos o simplemente no existía.

—Lo siento —gimoteó.

—¿¡Qué dijiste!?

—¡Dije que lo siento! ¡Tiraré todo mañana! ¡Lo siento!

Esa voz, ahogada y lastimera, seguida del sonido de los azotes que se quedaba cual latigazos en el aire, rompieron no solo la dignidad de April; sino también la imagen que Taylor Kim tenía de esa familia. Más allá de eso, sintió como si fuera su alma la que flagelaban con malicia.

Se aceleró el pulso de Taylor y apretó la mandíbula. Tomó el pomo de la puerta del baño y aunque quiso girarla, se abstuvo.

Si April hubiera salido del armario frente a su hermano, ¿qué habría sucedido? A lo mejor nada más que Sean gritándole que no fuera irresponsable, a lo mejor habría tenido que lidiar con el montón de comentarios crueles que había aprendido a sobrellevar. Pero si él salía en ese momento...

Taylor nunca se equivocaba y sí saldría tendría razón: terminaría mal para ambos.

Ni siquiera necesitaba una razón fuerte para creer que les haría daño y en cierto modo, a Taylor no le importaba, él podría recibir un par de golpes por su amigo. Pero Haru nunca podría darle la espalda a su familia. Echarían a Taylor de esa casa, pero Haru tendría que soportar el resto del castigo él solo.

Nadie le estaba pidiendo ser un héroe. Y no podía serlo si lo único que conseguiría era asegurar una condena para April.

Un April que se quedó en el suelo de la habitación cuando lo soltaron y clavó su mirada en la sombra bajo la puerta del baño de un Taylor que, temblando, tomó el pomo de la puerta dispuesto a intervenir.

Y mientras le gritaban, April cerró los ojos, y le rezó en silencio a Dios, le suplicó, que al chico no se le ocurriera abrirla.

April podía con todo. Estaba bien. Los golpes dejan de doler, aprendes a ignorar las marcas. Ya había aprendido a lidiar con todo.

—Un hombre habría repetido sus amenazas. Eres la mayor decepción de mi vida —dijo su padre, viéndolo desde arriba. Había aprendido a lidiar con todo menos con el hecho de que nunca sería suficiente para su padre.

De pronto, el hombre que lo miraba con desprecio se alejó tras ya haber reafirmado su superioridad ante él.

Su abuelo había esperado por meses que le llevaran esa tela blanca y perfecta porque quería tener un traje pulcro para él en el momento final. Por desgracia, el encargo se retrasó y no hubo traje blanco para el funeral. Ahora tenía tela para el traje, pero ya no tenía alguien para usarlo.

Las visiones de lo que no tuvo y lo que no era lo atormentaban todas las noches. Algunas como esta, parecía que esas mismas visiones eran tan reales como temía.

Cuando la habitación se quedó en completo silencio, Taylor no pudo más. Entonces abrió la puerta, pero se encontró a su amigo solo, aunque apenas de pie, moviéndose a cerrar la puerta con seguro.

April levantó la cabeza, quedando estático ante la mirada consternada del chico. Sus ojos estaban rojos. Se mordió el labio para no llorar incluso si ya sentía el sabor de la sangre en su boca. Fue consciente de que temblaba.

Taylor avanzó hacia él, lento, viéndolo en silencio de arriba a abajo. Tenía una marca roja en el brazo y otra en el cuello. Su pecho se removió cuando lo vio a los ojos, por supuesto que conocía esa mirada, ¿cómo hacerlo? Si era la misma que él solía tener.

Algunas personas son como espejos. Un espejo es un cuerpo opaco, liso, que refleja casi la totalidad de la luz que recibe. Él era uno de ellos; serio, demasiado para alguien de su edad; le tomó un segundo asimilar el motivo por el que sintió que su corazón tenía, de pronto, una pequeña fisura. El dolor que experimentó no era empatía, era experiencia.

—No tenías que presenciar eso... —dijo April con una risa ahogada e impotente.

Taylor apenas podía decir con palabras lo que sentía, pero demostrarlo... Podía demostrarle una y otra vez lo mucho que lo entendía.

April tragó saliva, preso del pánico de ver a Taylor quieto y callado; pero Taylor extendió su mano para atraerlo hacia él, rodeándolo con ambos brazos.

El rostro de April quedó contra su pecho, respiraba agitado. Intentó alejarse, sin lograrlo. No quería sentirse más vulnerable, no quería que le tuvieran lástima, no quería sentir que lo compadecía y, aun así, la mano que le acarició lentamente la espalda y la otra, perdiéndose de a poco entre su cabello revuelto lograron romper su compostura.

—No es tu culpa —musitó Taylor.

Justo ahí, April lo abrazó de vuelta y se aferró a la tela de la espalda de su camisa, mientras se humillaba al dejarla mojada del lado del pecho por su llanto.

La última vez que alguien había abrazado a April se había quedado tan lejos que no podía recordarla.

Al llegar la noche, las luces de toda la casa se apagaron. Incluso la de April, que permaneció así, aunque estuviera despierto, mirando el techo. Con el seguro de la puerta puesto su padre sabía que estaba sollozando en su cama como muchas otras veces, pero del preocupado muchacho sobre el que se había acostado a hipar, no tuvo idea.

Ni debía hacerlo. Solo su padre podría dañar a alguien tan puro como Taylor.

Alguien que le contó un montón de datos sobre minerales para aburrirlo y hacer que se durmiera. Taylor Kim, con su aroma a cedro y sus propios ojos luchando por no cerrarse.

—Haru... Creo que —bostezó— deberíamos terminar de sacar las cosas...

Bostezó de nuevo, estaba hablando con los ojos cerrados.

—Tú estás «perdiendo señal» desde hace rato. ¿No es así? —April sonrió un poco—. Yo dormí dos noches en una celda, será mejor descansar.

—Te veré mañana, ¿entonces? —Taylor se removió con intenciones de levantarse. Pero April lo tomó del cinturón.

— ¿Te quedarías conmigo esta noche?

Taylor era muy dócil, sus anteojos caídos por su nariz le dieron a April la misma imagen que recordaba de él cuando era pequeño.

He ahí la falla. No debió pensar en Taylor cuando niño, no mientras lo abrazaba en su cama porque lo hizo recordar que la última persona que lo consoló era, precisamente, quien arropaba a Taylor antes de colarse en casa de April.

Taylor Kim nunca había dormido acompañado por nadie que no fuera su propio hermano y April Moon nunca había compartido su cama con nadie que no fuera el hermano de Taylor.

Alguna vez cupieron ambos en esa cama sin ningún problema, hasta que crecieron tanto que Sean Grace terminaba tan adolorido como para jurar que no volvería quedarse ahí. Aun así, si April le decía que no podía dormir, se aparecía otra noche más para romper el juramento que hizo en la mañana.

Sean tenía esa cualidad: todos se sentían seguros a su lado. Pero, por mucho tiempo, April pensó que era algo exclusivo entre ellos. Porque, en definitiva, April sentía que no tendría que estar solo de nuevo porque siempre tendría a Sean a su lado.

En medio de la noche, la respiración de Taylor resaltó en la silenciosa habitación. April Moon, sin conseguir conciliar el sueño, lo observó por un largo rato, debatiéndose en qué tan mal estaría reemplazar el espacio en su mente que le pertenecía solo él sabe a quién.

Insolente, se jactó en secreto de tener a alguien tan hermoso como Taylor así de vulnerable junto a él, entonces se aprovechó de que nadie lo juzgaría, para acercarse a él y recargar un poco su mejilla en el hombro de Taylor.

Para su sorpresa, en tanto se acercó al chico, él se removió para quedar de lado. Lo atrajo hacia él para rodearlo por completo con sus brazos y terminó acercándolo a su pecho.

Aunque April se escandalizó, los ojos de Taylor seguían cerrados y todo indicaba que estaba profundamente dormido.

El inconsciente Taylor lo abrazó de una forma en que nadie lo había hecho en años. Se sintió enfermo cuando apoyó el mentón sobre su cabeza como Sean solía hacerlo y se cuestionó si era su mente arruinando un buen momento al encontrar similitudes donde, a lo mejor, no las había.

Entonces pensó en las veces que apoyó sus manos juntas contra el abdomen de Sean y que, al hacerlo en el de Taylor, él se removió de la misma forma para acariciar su espalda.

Ya estaba alucinando.

Si aprendemos a amar de nuestros padres y Taylor nunca tuvo padres que le dieran afecto, eso solo significaba que todo lo que Taylor sabía sobre demostrar amor, lo había aprendido de...

«Grace, no sabes cuánto hay de ti en tu hermano»


Gracias, Grace. 





Manténganse con vida. J.S. 

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