Capítulo Cinco




05.


3 de septiembre de 1986

Todo el mundo tiene secretos.

—¿A casa? ¿Nos están enviando a casa?

El motivo para ocultar algo con tanto recelo con frecuencia es el mismo: vergüenza.

La mañana del tres de septiembre los padres de Taylor habían salido de viaje. Antes de irse, lo dejaron junto a su hermano en la escuela. Llegaron tarde (como siempre), así que no estuvo presente cuando reunieron a todos los alumnos del programa especial en el gimnasio y les pidieron vaciar sus mochilas sobre el graderío.

Al entrar, Taylor pensó que se trataba de un simulacro, al ver el particular bordado en los uniformes de los policías que esperaban en la puerta mientras los profesores revisaban a sus compañeros supo que algo malo estaba pasando.

Su profesor de matemáticas lo revisó. A sus compañeros les confiscaron algunos cigarros. A Taylor, la navaja y el desarmador que siempre llevaba con él. Le preguntaron por la orilla quemada de uno de sus cuadernos, rápidamente explicó que una de sus prácticas de laboratorio había salido mal y que sus implementos de estudio se vieron afectados. Dada su reputación, el docente no dijo nada más.

Los hicieron esperar por media hora, entretanto, Taylor observó con curiosidad al director y al profesor que lo había revisado mientras hablaban con los policías. Pero no eran simples agentes. ¿Qué hacía narcóticos en la escuela un miércoles por la mañana? La respuesta era obvia, pero lo inquietante era: ¿quién?

—Jóvenes, pueden retirarse por hoy. Los veremos mañana —repitió el director, directo, sin explicar nada más.

Si le hubiesen dicho esas mismas palabras al grupo completo de último año, la reacción habría sido diferente. En su lugar, los chicos del programa especial se vieron confundidos entre sí por la suspensión de la práctica de laboratorio para la que varios habían esperado por semanas.

Pese a su desconcierto, al igual que el resto de su grupo, Taylor caminó hacia la salida. Aún en el pasillo, escuchó a la distancia que llamaban su nombre y se detuvo:

«Kim, espera. Los agentes tienen un par de preguntas para ti»

Por un momento, mientras Taylor caminaba de regreso hacia ellos se imaginó todos los escenarios posibles: tal vez lo habían visto husmear en la zona restringida del lago, aunque no había vuelto a acercarse, Sean no podría estar comprando droga porque no era fan de las cosas fuertes, como buen atleta solo se drogaba moral y legalmente con sus relajantes musculares o tabaco. Pero tenía más de dieciocho, no lo buscarían por eso, al menos no harían todo este show. De ser así, a quién debían estar buscando era a Antonio, porque vendía entre clases, pero su pequeño negocio no era lo suficiente evidente. Además, Taylor creía que ese chico era policía infiltrado, sus cejas eran raras.

Bueno, si fuera por temas con la ley, April tenía antecedentes policíacos, ¿sería por él? No quería acusarlo de nada, pero mientras sacaban las cosas de su habitación notó una manzana quemada de encima, así que era posible.

Dios no. Cual fuera el caso, haría lo que siempre hacía: fingir demencia.

Entró a la oficina del director. Dos trajeados se sentaron frente a él, hicieron preguntas muy ambiguas cuyo propósito no entendió. Odiaba que los adultos le preguntaran cosas tan tontas, era como un insulto a su intelecto.

Finalmente, hicieron la pregunta que habían estado evitando:

—Taylor, ¿tu maestro de química intentó venderte algo alguna vez?

Justo ahí, Taylor dejó de fingir su cara de desconcierto porque la pregunta lo tomó por sorpresa. ¿El sr. Douglas? Era de los pocos adultos en su vida que admiraba y las acusaciones, más que asustarlo, lo decepcionaron un poco. Sí, sabía que tenía un pasado con ese tipo de «estimulantes», pero fue la depresión por lo de su esposa. Habían estado conversando de eso, había progresado mucho, hace tiempo que no consumía nada.

—Uhm, no. Pero me regaló unos libros una vez.

—Nos referimos a...

—Sí, a algún tipo de droga. Lo capto. Pero no, jamás hablamos más allá del laboratorio.

—Queremos que sepas que si te amenazó o te condicionó para consumir algo estás en total confianza para contarnos lo que viste, lo que te dijo o...

—Entiendo que me hable como si fuera idiota porque soy menor de edad, pero por eso mismo, le recuerdo que no puede hacerme preguntas como esa sin una orden o mi tutor legal presente. No sé qué espera que le diga, es un maestro más al que ayudo a veces porque me gusta ganar créditos extra. Pero nunca hemos hablado mucho.

¿Estaban perdiendo el tiempo? Sí. El mismo director lo sabía, aunque Taylor supiera algo jamás comprometería a ninguna persona. Él era muchas cosas, pero nunca un soplón. En especial si podía verse involucrado de alguna forma.

El agente vio con molestia a Taylor antes de resoplar y levantarse del escritorio para retirarse, el director lo acompañó hasta la puerta, le dijo que no se preocupara y reafirmó que estaría alerta si conseguía información del tema.

Para Taylor Kim era irónico ver a su director comportarse como un hombre recto y piadoso de las leyes, Taylor sabía, mejor que nadie, que no lo era. Pero no se pondría moralista al respecto, la corrupción del sistema escolar lo beneficiaba, le daba acceso libre por toda la escuela y algo similar a un trabajo de medio tiempo que consiguió luego de que el director usó fondos de la escuela para probar suerte en Las Vegas y resultara el menos suertudo del condado.

Ahora se la pasaba evadiendo impuestos para intentar reponer el dinero, junto a John, su contador, y Taylor, que necesitaba dinero extra para su fondo pro-escape del pueblo, y era muy bueno haciendo que cosas falsas parecieran reales.

El punto de su extraña relación de servicios profesionales es que el director no tenía mucho que ocultarle. Taylor lo veía cansado, esperando una explicación de su parte.

—Bien. La versión oficial es que el Sr. Douglas se trasladó a la preparatoria de Wisconsin y perdimos comunicación con él. Les diré a los chicos en un par de días.

—¿Y la versión real? —dijo Taylor, temiendo la respuesta.

—El conserje entró a limpiar el laboratorio y dejó caer uno de los frascos de la bodega de insumos. Era cocaína. Se lo dijo a todos.

Taylor frunció el ceño. Había etiquetado todos los químicos y jamás encontró nada así.

—Eso es pura mierda. Él no... Él no se arriesgaría.

—Lo siento, pero la policía lo confirmó.

—Bueno, pero, a lo mejor era para ver su composición química. O algo así. No para uso recreativo. No van a dañar su imagen por una cosa así, verdad. ¿Verdad?

—Uno de los padres ya había reportado antes el haberlo visto bebiendo en horario escolar. La escuela no puede darse el lujo de tener a un adicto como profesor de curso o nos quitarán apoyo económico para los programas extracurriculares, así que está suspendido hasta que el superintendente decida qué hacer. Lo más probable es que revisen pronto su casa y si encuentran algo, se le abra un juicio por posesión.

—¿Y usted no lo defendió? No pudo declarar a su favor.

—Taylor—bramó el hombre—, te sugiero que te mantengas al margen.

—¡Pero es injusto!

—Escúchame, esta mañana cuando no te vi entre tus compañeros sentí mucho alivio. Por un momento creí que podría omitir esta conversación. Si no hubieses venido hoy a clase tendrías la misma versión que todos tus compañeros y se acabó. Él se fue y punto. Ahora, debes prometer que no vas a buscarlo. Sé que piensas que puedes hacer algo, pero créeme, él ya tiene suficientes problemas por sí solo como para sumarle a un menor que mintió en favor suyo en su declaración. ¿De acuerdo?

Taylor volteó hacia otro lado. Siendo honesto, hubiera preferido no saber la verdad. Pensar que solo se marchó lo habría indignado sin más, no lo habría hecho sacar su parte sentimental. Le dolía perder un colega, en especial porque lo había llegado a considerar su amigo.

El timbre del cambio de periodo sonó casi al mismo tiempo que Taylor se resignó con un «De acuerdo» Apenas audible que le dio al director. Él tomó un grupo de hojas del escritorio e instó a Taylor a salir.

—Alcanza a tus amigos y vete a casa, hijo.

«Si alcanzo a mis amigos tendría que ir a la comisaría» pensó Taylor. Ahora, además de estar aburrido, estaba desocupado.

El inicio de septiembre aumentó la desesperación de Taylor. Los días pasaban muy lento y no había nada interesante que hacer en ese pueblo. Era un infierno pequeño que le daba demasiada comodidad. No quería quedarse estancado en su rutina, había llegado al punto en el que podía satisfacer todas sus necesidades sin problema, había alcanzado todas las metas a las que alguien de su edad podía (debería) aspirar, pero necesitaba más.

Estaba perdiendo el tiempo, justo en ese momento, existían personas que ya eran el doble de importantes que él a su edad. Y luego estaba él. Quedarse ese año en el condado era el equivalente a haber tomado un año sabático. No estaba haciendo nada. Nada.

Nada.

No podía tomarlo como un descanso, no sabía descansar, no le gustaba descansar. Sentía crecer moho en sus libros si no los tocaba, lo sentía en sus manos, en su cabeza; metafóricamente; pero sentía su cuerpo descomponerse cuando se quedaba quieto, se sentía como el sobrante en las tazas de café que dejaba por días en su escritorio.

La peor parte de hacer cosas grandes desde pequeño es que todos se acostumbran a que las hagas y con el tiempo, comienza a parecer parte de tu personalidad. Había sobresalido académicamente toda su vida, ahora que estaba estancado, había rozado el límite de su estabilidad emocional. Se sentía mal. Sus padres lo sabían, sus maestros, el director, sus vecinos, la gente de la iglesia. Todos. Parecía que todas las personas cercanas a él lo veían fijamente, expectantes a que tuviera un próximo gran logro. El que sea. Lo que sea.

Lo que sea que hiciera a continuación debía ser excepcional para superar a su mayor contrincante: él mismo.

Su personalidad estaba dañada, si es que tenía una, porque cuando cosas como esta ocurrían, solo podía pensar en cómo afectaría a sus objetivos actuales. Se supone que su profesor lo ayudaría a elegir su tema de proyecto para la universidad, no porque no pudiera hacerlo solo, sino porque había tantas cosas que quería desarrollar que no sabía ni por cual empezar.

Por impaciente (o por idiota) había enviado solicitudes de admisión a cinco universidades diferentes, porque alguien iba a sacarlo de ahí, quien sea, pero no llegaría a junio en el condado.

El problema es que las cinco habían respondido. Le dieron cinco sobres grandes, gruesos y algunos embalados. Esos sobres no eran una simple carta de bienvenida, eran el primer y segundo testamento de ofertas académicas.

Luego de rehusarse a abrirlas por un par de días, finalmente, se había dignado a hacerlo. La primera no le gustó mucho, pero era una universidad del tipo elitista, que lo aceptaran sin contactos, dinero o apellido de renombre no le servía de mucho, pero le subía el ego. Había ahorrado toda su adolescencia para pagarse la carrera por un par de años, podría intentarlo, pero no gastaría ni un dólar en intentar encajar, además, no podría mantener ese estilo de vida por mucho tiempo, sería un desperdicio total.

Las siguientes tres tenían beca completa y mucho apoyo, pero el plan de estudios era tan... normal. Exigente, pero normal. Eso no era suficiente. Ya estaba rayando en lo soberbio, ¿cierto? Le ofrecían la oportunidad de vivir una experiencia regular universitaria que su familia no podría darle ni en un millón de años. Al terminar tendría un buen empleo, cómodo, que le daría una casa bonita y un auto normal en el que pasaría cuatro horas en el tráfico, dos en la mañana y dos en la noche todos los días, por el resto de su vida.

Su miedo por la cotidianidad era irracional. Él lo sabía. Sus padres habían trabajado en una fábrica los últimos catorce años, aunque él era maestro y ella enfermera. Las malas condiciones, el horario, el olor... era obvio que lo impulsaron toda su vida a buscar un trabajo cómodo de oficina. Ellos tenían razón, pero, si tuviera que ser honesto, si tuviera un arma en la frente que lo obligar a decir la verdad, confesaría que ver a los oficinistas en la ciudad salir a almorzar a las doce en punto para él era igual que ver a los leñadores y a los operarios de la fábrica salir a comer en el condado. Era la misma condena.

Y eso estaba bien, pero no era memorable. Ni destacable. Por eso, la última universidad se veía como la mejor opción. Beca completa, programa especial, manutención, ya la conocía y lo mejor de todo es que estaba muy lejos de California.

El único tema con esa universidad es que, adjunto a los formularios de ingreso, había un legajo de hojas donde hablaba sobre las patentes de los egresados del programa. Era como la invitación a desarrollar una tontería en la que estuvo trabajando el verano pasado. Querían entrevistarlo, evaluar su perfil interpersonal para invertir e impulsar su proyecto. ¡Y era genial! Taylor era alguien importante, al parecer, pero esto de hablar con las personas se estaba volviendo agotador.

Cualquiera en su posición estaría feliz de tener una oportunidad como esa; Taylor sentía que estaba en un muelle, con una roca atada al cuello esperando para saltar. Porque era lo que debía hacer, ¿cierto? Debía hacer algo impresionante.

Caminó hasta la biblioteca. Usualmente, si se iba a casa se encontraría con su madre recién llegada del trabajo y eso nunca era grato. Prefería hablarle solo cuando Sean estaba a su lado, así ella no se fijaría en él, ni lo llenaría de preguntas incómodas. Hoy, aunque su casa estaba vacía, tampoco tenía ganas de estar ahí, el silencio comenzaba a incomodarlo. No le gustaban las cosas que pensaba cuando estaba solo.

Eligió estudiar por su cuenta en la biblioteca de la escuela. Necesitaba enfocarse en plantear el proyecto que les mostraría a los académicos. Conocía ese lugar mejor que nadie. Entró directo hacia el área de geología y buscó entre los estantes un libro que tuviera algo que hubiese pasado por alto.

En verano, en el laboratorio de la universidad, estuvo trabajando con unos trozos de pirita.

La pirita, un metal mejor conocido como "oro de los tontos" es una gran decepción para los que buscan hacerse ricos. Luce como oro y está en los mismos lugares, pero se oxida al contacto con el aire. Valioso en la prehistoria, bastante inútil para los excavadores de la universidad. Para Taylor, muy hermoso. Un montón de cristales brillantes con cualidades ferromagnéticas, conductor térmico y eléctrico. Era un desperdicio que estuviera en segundo plano para los investigadores de ese lugar. Pero le daba ventaja, era un material relativamente barato y explotable.

Tomó los libros que necesitaba. No le gustaba jugar al geólogo, quería enfocarse en la física teórica, pero no podía aparecer en la universidad con un montón de ideas sobre el espacio tiempo que apenas podía explicar en voz alta.

Se dio cuenta que había un libro nuevo en el estante de astronomía, llamado «Supernova» de Shklovskiĭ. Publicado por el mismo astrofísico en la Universidad de California.

Lo tomó, pero no pudo ni abrirlo, su atención se perdió cuando su campo de visión se interrumpió por un montón de libros que caminaba solo.

Enfocó su vista en esa dirección para confirmar que sus ojos no lo engañaban y encontró, detrás de ellos, un pantalón de mezclilla rasgado y los tenis blancos más limpios que había visto en el condado.

Ahí estaba la otra parte de su investigación.

Su relación con Haru se había estrechado más de lo que creyó. Sin pedírselo le había contado algunas cosas de las historias que escribía y lo esperaba para no regresar solo a casa al final del día. A lo mejor el chico se sentía en deuda con él, pero no lo estaba, no sabía cómo hacérselo entender. No habían hablado mucho de lo que pasó esa noche con su padre. Se quedó en un «ya pasó» y listo. Pero así era él y Taylor agradecía que fuera hermético porque, con frecuencia, Taylor no sabía cómo explicar lo que sentía.

Lo vio sentarse en una de las mesitas de estudio y comenzar a leer los libros que cargaba. ¡Aleluya! Al fin estaba haciendo sus tareas a tiempo. Taylor lo observó con curiosidad, mordía su lápiz y le caía un poco de cabello por la frente. Se notaba que tenía frío, pero estaba concentrado, su cara de concentración lo hacía parecer confundido, aunque su nariz hacía algo gracioso cuando la arrugaba.

Taylor sonrió al verlo.

No pudo evitar notar que, entre los libros de estudio de Haru, había también algunos libros de fantasía que, seguramente, se cruzaron en su camino. ¿Eran para tomar inspiración o solo por ocio? Haru escribía muchas historias, pero la más extensa tenía todo un universo mágico al que le metía mucha imaginación, también latín y algo de griego. No tenía nombre, solo tenía un par de capítulos escritos, y eso era suficiente para ocupar a Haru por mucho tiempo.

La otra noche, Taylor lo acompañó hasta el bosque para ayudarlo con sus cosas y él le mostró que tenía toda una bodega para esconderlas. Lo ayudó a mover un viejo colchón, acomodaron los maniquíes y telas y mientras lo hacían, April le contaba cómo continuaba la historia que estaba escribiendo. Lo inventaba en tiempo real y eso era sombroso.

Lo último que Taylor leyó era sobre el granjero cebolla salvando al ángel. Y ahora, en el nuevo capítulo en la mente de April, el granjero estaba intentando por todos los medios ocultar al ángel, pero su luz era en demasía notoria. Estaba estancado con esa escena, entonces, Taylor le sugirió que el granjero y el ángel deberían dejar el bosque en búsqueda del mar hasta encontrar un faro en el que su luz pudiera pasar desapercibida al anochecer.

April le agradeció por haberlo «sacado del bloqueo», lo abrazó de pronto, por más tiempo del esperado, eso lo hizo avergonzarse un poco cuando tuvo su rostro tan cerca. Todo eso significaba que confiaba en él, ¿cierto? ¿Ahora eran amigos? Esperaba que sí, porque sería humillante que alguien lo viera en ese momento caminando hacia la mesa con una sonrisa tonta y ojos brillantes si no lo fueran.

—No esperaba encontrarte aquí —le dijo. Taylor se sentó en la silla a su lado. April no se movió. Parecía que comenzaban a acostumbrarse a la cercanía del otro.

—Calladito. Estoy ocupado. Tengo que presentar esto en media hora y no se me ocurre nada.

Ah. No estaba adelantando tareas, ya las debía. Qué sorpresa.

—Ojalá me pagaran por cada vez que te veo estresado por algo que dejaste para última hora.

—No lo dejé para última hora. Se me olvidó, es diferente nivel de irresponsabilidad. ¿A qué hora te toca presentar tu proyecto para la feria?

—¿Mi qué? Ah. ¿Eso era hoy?

Taylor estaba desanimado, triste, aunque April no le prestaba suficiente atención en ese momento como para notarlo.

La feria de ciencias era una especie de exhibición en el día de padres y maestros. Había exposiciones de todas las áreas mientras los docentes conversaban con los padres. La mayoría era de participación libre sin retribución, pero la de ciencias exactas, en específico, tenía calificación comodín. Es decir, si participaban, la nota de su proyecto valía en la materia de ciencias exactas en que lo necesitasen.

Todos querían subir su promedio para la universidad, así que ponían extra-esfuerzo en el día de padres. Pero padres interesados y mal promedio, eran dos cosas que Taylor no tenía.

—Isi iri hiy. ¿Cómo? ¿No tienes listo tu proyecto para la feria tampoco?

—No es obligatorio participar, así que no presentaré nada. Ahora que lo pienso, no me inscribo a ella desde la secundaria.

April detuvo abruptamente lo que estaba haciendo, el chico se había ganado su atención.

—Estás jugando. —Taylor negó—. Pero, pero. ¡Pero las cosas de ciencia son "lo tuyo"!

—Me gusta la feria, la disfruto, pero no perderé mi tiempo en ella. Los maestros ni siquiera revisarán mi proyecto, dirán que "es muy bueno" sin leer una palabra o prestar atención a mi explicación y me darán uno de los primeros lugares. No hay nada gratificante en eso.

—Todos tus amigos sabiondos están inscritos. Pensé que lo harías también, al menos por vanidad.

Taylor sonrió.

—No necesito vanagloriarme. ¿Qué gano? Si me permites opinar, se me hace bajo que mis compañeros participen, son unos acaparadores. Este tipo de actividades se hace para ayudar a los alumnos. Alumnos que sí lo necesitan. Y digo, a lo mejor quieren exentar alguna materia científica, pero la mitad de mi curso no lo necesita, solo lo hacen para sentirse superiores.

—Es confuso que seas engreído y empático a la vez.

—No estoy siendo engreído. Si lo fuera estaría inscrito.

April exhaló, como si algo hiciera sentido en su cabeza.

—Tengo la impresión de que no le agradas mucho a tus compañeros, ¿no es así, nene?

—Sí les agrado. —April le sostuvo la mirada con una ceja alzada y no soportó mucho tiempo—. Intento agradarles, ¿de acuerdo? Pero es difícil, todo es una competencia y yo destaco entre ellos. No apropósito, lo juro. Solo quiero que me acepten, pero pareciera que los opaco. La realidad es que muchos de mis compañeros se sienten intimidados por mí sin que yo haga algo extra para sobresalir. Se aplican tanto y yo no... no sé.

—Ya veo. Por eso Sunhee fue la única que te superó. Ella, además de ser inteligente, tiene disciplina. Y como es dulce, no pierde el tiempo comparándose contigo como el resto de cerebritos acomplejados.

—Sí, sé que me falta un poco más de enfoque. Si lo tuviera, sería invencible. —En silencio, April lo vio con gracia en su rostro—. Sh, no me veas así. Déjame tener una pizca de ego.

April negó con la cabeza. Taylor era muy apuesto cuando sonreía así. Se mordió el labio mientras lo veía, ¿era la forma de su rostro o su seguridad? Tal vez ambas.

—Taylor, ¿Has escuchado esa frase de «Un genio es un 1% talento y 99 % de trabajo duro»?

—Sí, sí. Citas a Einstein para decir que tengo que esforzarme más y no confiarme porque algunas cosas se me hagan fáciles. Lo tengo.

Una de las mejores cosas de ver a Taylor Kim, ser Taylor Kim, era ver brotar sus expresiones poco a poco. Siempre se adecuaba a la perfección a la situación, se mantenía callado y serio la mayor parte del tiempo, pero su verdadera personalidad era hilarante y curiosa. Entre más confianza tomaba, era más expresivo y simpático. Rodó los ojos hacia April en un «ya no me jodas» y él lo imitó exagerando su mueca.

—Pobre niño talentoso, véanlo cómo sufre—se burló April, recibiendo un pequeño empujón en el hombro—. De hecho, lo que iba a decir es que siempre entendí esa frase al contrario. No importa cuánto te esfuerces, no importa si dejas tu vida en ello, sin talento siempre faltará ese uno por ciento.

—¿No crees que el esfuerzo pueda reemplazar al talento?

—Compensarlo, quizá. Suplantarlo... Por supuesto. Pero jamás podría reemplazarlo. El talento es esa particularidad que cautiva, que deja mudas a las personas en tu presencia, que intimida, ¡que deslumbra! Es tener ese «algo», o simplemente no.

—Claro... Por eso soy tan popular —dijo Taylor alzando sus hombros con ironía en su voz.

—No le hagas caso a tus compañeros, están celosos. Te aíslan porque tienes talento y ellos jamás lo tendrán.

—Supongo que debo creerlo si lo dice la persona más talentosa que conozco, ¿cierto? —dijo Taylor. Cruzando sus brazos sobre la mesa, se recargó sobre ellos. No dejó de ver a April en ningún momento.

Esa mirada de reojo y su sonrisa de lado lograron intimidar un poco a April. La vida le había dado demasiadas ventajas a Taylor. Taylor nunca se equivocaba, sus palabras siempre eran perfectas y en el momento adecuado aun sin proponérselo o darse cuenta de que daba en el blanco.

April sonrió de lado y bajó la cabeza a su libro mientras negaba.

—Kim, deja de hacerme perder el tiempo. ¿Sí? Estoy ocupado con mi proyecto. Si vas a estar aquí mantente en silencio. —Levantó el índice a la altura de su boca para pedirle que se callara. Al verlo, Taylor soltó una risa pequeña que denotó que sabía perfectamente que su comentario lo había puesto nervioso.

«El descarado este no tiene nada bueno que hacer» pensó April.

—Vale, ya no te diré nada.

—De acuerdo.

—Bien.

—Gracias.

—De nada.

—El que me responda hace mi propuesta de proyecto para la feria. —Al no obtener una respuesta, April volvió a verlo, solo para encontrarlo con los ojos cerrados, como si se hubiese dormido—. Egoísta...

—Si tan solo alguien de aquí pudiera ayudarte...

—No me gusta que disfrutes mi sufrimiento. Olvida lo que te dije hace un rato. Eres pretencioso y un mal amigo.

—Ya, ya. Déjame ver.

—Yo puedo solo, vete por ahí a intimidar gente con tu inteligencia.

Taylor suspiró y le quitó sus hojas para revisar eso que protegía con tanto recelo.

Había sido tutor de muchas personas en toda su vida, pero ninguno de ellos tenía el ingenio de April. Esperaba encontrar un volcán de bicarbonato o espuma inflamable, pero las notas de April lo sorprendieron mucho.

«¿Somos lo que comemos?: El posible impacto de los cultivos transgénicos en el desarrollo humano» Por A.A.M. Tercer año.

—¿De dónde sacaste eso? —preguntó Taylor, leyendo la introducción, intrigado por lo real de su planteamiento. Las posibilidades. Se aceleró su pulso, sus pupilas se dilataron.

—Hace unos años escuché la noticia de una planta de tabaco que resistía antibióticos... No sé mucho de ciencia, pero sí de plantas. He cultivado mis propias hortalizas toda mi vida. Si la industria hace lo mismo que con los animales, habría cosechas el doble de grandes. Pero el impacto sería...—Taylor se quedó callado por mucho tiempo y eso lo inquietó—. ¿Es un mal proyecto?

—¿Mal proyecto? April, es increíble.

Taylor lo vio emocionado. ¿Esa era su cara de fascinación? Sus ojos eran tan grandes detrás del vidrio que le robaron el aire April. Parecía que le habían quitado el aliento.

—Te pedí que no me llamaras así... —consiguió decir.

Taylor carraspeó.

—Haru. Lo siento, fue la emoción. —Se pasó la mano por el rostro pensando en todo lo que podían explotar de eso. Faltaban al menos unos quince años para que ese tipo de tecnología fuera de uso común, pero el loco de las plantas estaba más cerca de asimilarlo que la industria alimenticia—. ¿Tienes otra hoja?

—¿Qué crees que haces?

—Termino tu propuesta. Te toca en el siguiente periodo, ¿no? La parte teórica está muy bien, ni un solo error de redacción. Pero le faltan un par de cálculos. ¿Qué planta usarás para hacer el muestreo?

—U-una mata de fresas.

—Bien. Yo haré unos cálculos, revisaré con qué puedo ampliar la información para completar la parte escrita y tú, ilustras la evolución de la mata según —rebuscó entre las hojas algo que creyó haber leído en alguna parte, al encontrarla hoja, se la dio— según esto.

—Pareces emocionado.

—Lo estoy. Estoy muy orgulloso de tu trabajo.

Una sensación cálida se expandió en su pecho. Le había quitado el aliento, el miedo y las dudas. ¿Así se sentía el apoyo? Taylor escribía muy rápido mientras él dibujaba a su lado y todo lo que podía pensar es que se veía muy tierno cuando estaba emocionado.

A Taylor le encantaba todo lo que lograba inquietarlo. Por años, su curiosidad se había encargado de hacerlo encontrar lugares para amar, cosas que desear y personas para admirar. Siempre parecía que su mente corría sin rumbo y a toda velocidad, pero cada vez que encontraba algo nuevo, hacía una pausa que lo reconfortaba y ese deseo insaciable por saberlo todo se volvía disfrutable.

Era delicioso, placentero, encontrar algo que lo motivara, que lo mantuviera ocupado. En efecto, April lo motivaba. Veía su letra mientras leía su investigación y se convencía de su potencial. Era la primera persona en mucho tiempo que lograba sorprenderlo.

Todo lo que April decía se quedaba en su mente como gotas de tinta en una tela nueva. Cuya mancha se hacía más grande.


✿ ✿ ✿


La campanilla de la puerta del restaurante tintineó cuando Sean entró en el local.

No había entreno ese día y en cuanto el timbre de salida de la escuela sonó, corrió hacia su trabajo para reponer las horas que había tenido que faltar para quedarse a entrenar ayer.

Una vez fue al centro, mientras hacía de mandadero para unas señoras de su calle, y vio el anuncio de «se busca personal» en el vidrio del restaurante. Luego de convencer al encargado se había acoplado muy rápido. Ahora ya tenía poco más de dos años trabajando ahí.

No era el mejor trabajo de todos; pero era estable y no era tan mal pagado como todos creían. Además, su jefe era fanático del béisbol y tenía tres hijos como de su edad, así que lo ayudaba mucho acondicionando sus horarios semanales para que pudiera estudiar, trabajar y seguir jugando.

—Kim —lo llamó apenas lo vio llegar a los casilleros del personal para dejar sus cosas—. Cámbiate rápido, Mario tiene una terrible infección intestinal. Lo envié a casa. Estarás hoy en la registradora hasta que entre Jerry. Luego limpiarás aceras.

Maldita sea.

¿Cuál era el peor puesto del lugar? La cocina no le gustaba porque siempre se lastimaba, pero estaba bien. El turno de la tarde se mantenía tranquilo, no llegaba casi nadie a comer de entre las tres y las seis, así que hacía un par de hamburguesas al turno y luego se dedicaba a descongelar lo que se usaría al día siguiente. Limpiar tampoco estaba tan mal, era fuerte y le servía como cardio.

¿Pero la caja registradora? Esa cosa era su enemiga. Le tenía pavor a que no cuadrara el efectivo que cobraba porque a. Le descontarían el restante y b. Lo podían sancionar. Hasta despedir si era mucho dinero o eran faltantes recurrentes.

No hacía las cuentas tan rápido como debería. Dios sabe que Sean jamás robaría algo, pero equivocarse en el cambio... tal vez sí. Ya le había sucedido una vez, por eso odiaba la caja. Sin otra opción, se fue a su puesto.

La tarde transcurrió sin novedad. Hasta que, en medio de la orden de papas con queso, la clienta comenzó a observarlo con atención.

—¿Sean? ¿Eres Sean Grace Kim? —dijo ella. Él se sorprendió un poco, la chica le parecía familiar, aunque no pudo recordar de dónde la conocía.

—Eh... Sí, sí soy yo.

—Danna Phoenix, íbamos juntos en primaria. ¿Recuerdas? Me mudé de aquí hace un par de años. —Sean sonrió, pero estaba en blanco. Ella lo notó de inmediato—. Me incendiaste el cabello por accidente.

Ah, mierda. Ella...

—¡Santo Dios, Danna! Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que te vi... Sí, ahora lo recuerdo. Me apena muchísimo lo de tu cabello, en serio, lo siento mucho.

—No lo sientas. Siempre quise cortarlo, pero mi madre nunca lo aceptó. Gracias a ti, no tuvo otra opción.

Su rostro se tiñó de rojo. Ella respondió con una sonrisa y se acercó un poco más a él, pasándose las manos por su cabello ahora corto y liso.

—Al menos lo tomaste bien, si fuera tú, yo me odiaría. El cabello es sagrado.

—Fue hace años, da igual. Ahora es una historia graciosa que contar sobre mi primera cita, me sirve mucho para romper el hielo. Por cierto, ¿cómo está Haru? Hace años que no hablo con él.

Haru.

—Él está... Bien. Supongo. Ya no somos tan cercanos. —Sean se pasó la mano por la nuca, riendo ligeramente nervioso.

—¿Lo juras? No te creo. ¡Eran tan unidos que siempre pensé que eran familia! Mis amigas y yo hasta teníamos nombres clave para hablar sobre ustedes. Recuerdo haberle dicho a una de ellas que eras "el hermano de mi esposo" aunque nunca había hablado con él o contigo.

—¿En serio? —Sean sonrió imitando a la chica.

—¡Sí! Es tonto, pero ya sabes cómo es cuando te gusta alguien por primera vez. Da miedo y es vergonzoso. De todas formas, admito que me pareció un poco tierno que estuvieras celoso. Tu amigo me invitó a salir antes que tú y se te zafó un tornillo...

La risa de la chica y su tono de voz lo llenaron de nostalgia, ella estaba apenada, pero parecía guardar esas memorias con mucho cariño. Sean sonreía, pero poco a poco, su sonrisa se sintió pesada, esos recuerdos no provocaban el mismo sentimiento en él, que en ella.

—Sí... eso fue lo que pasó. Solo era un niño estúpido que no quería pasar solo San Valentín. De nuevo, siento mucho lo de tu cabello.

—Si aún estás dispuesto, no me molestaría que me invitaras a salir de nuevo alguna vez.

—Tengo novia, esta vez se te adelantaron a ti. Te agradezco la oferta, pero no estoy interesado.

—No importa, no soy celosa.

—Son tres dólares con veinte.

Sean apenas recordaba los motivos por los que ella solía desagradarle tanto. Antes tenía flequillo recto y le gustaba sujetarse el cabello con dos trenzas. Sí. Ahora la recordaba mejor.

Incluso cuando se negó le dejó su número. Salió del local, pero su aparición le recordó etapas de su vida que ya había superado.

Sean Grace la consideraba molesta. Una metiche que los seguía a todas partes y se la pasaba queriendo abrazar a su amigo. Pero cuando intentó deshacerse de ella, no se esperaba que a April realmente le gustara esa niña.

Era la niña más callada del salón y April tenía una gran boca. April la defendió una vez de unos niños más grandes y ella se enamoró perdidamente de él.

Él nunca tuvo miedo de pronunciarse cuando algo no le parecía correcto, por eso fue el vocero de Sean durante mucho tiempo. Con trece años, April tenía algo que Sean nunca tuvo: las agallas para dar el primer paso. Y eso desencadenó la primera pelea que tuvieron en su vida.

Sean nunca entendió su propia reacción o por qué se molestó tanto, ella siempre le pareció un poco fastidiosa. Además, no era el tipo de «chica bonita» por la que pelearían, considerando que eran dos prepúberes que discutieron una vez a quién elegiría Jodie Foster (como si ella fuese a fijarse en alguno de ellos).

En ese entonces la diferencia de altura entre ambos no era tan grande y Sean era algo regordete, no tenía tanta seguridad como ahora, aunque eso nunca le impidió hablar con mujeres; pero las facciones de April se llevaban el interés de muchas más chicas, aunque él nunca pereció darse cuenta. Sean estaba consciente de eso, pero jamás sintió celos de él hasta ese día.

En retrospectiva la chica ni siquiera era su tipo. A lo mejor se resintió en nombre de los planes que April le canceló por ella. Es más, lo sacó del plan para irse con ella. Recordaba a April extendiendo el mantel en el bosque con su canasta para picnic y sus velitas para amenizar la cita, esperándola como un muñeco bajo el sol. Un muñeco de porcelana.

Sean Grace Kim, diecinueve años, aún tenía miedo de preguntarse: ¿por qué los espió por tanto tiempo?, ¿qué ganaba con irrumpir, con robarse la canasta y salir corriendo?

La chica se había acostado en la manta poco antes de que Sean hiciera volar todo. April lo persiguió por un rato hasta que consiguió alcanzarlo, apenas logró taclearlo y lo llamó «envidioso» mientras lo golpeaba.

¿Envidia? Eso era corto para definir lo que sentía, pero se le parecía un poco.

El forcejeo no duró mucho. El grito de pánico de la chica cuyas puntas del cabello fueron alcanzadas por una de las velas que cayó entre la manta los separó. Varios presentes corrieron a ayudarla, incluido April.

La escena le dejó una horrible sensación que no se quitó incluso si corrió a casa y escondió la canasta como la evidencia que era. Había sido tan idiota de su parte no medir las consecuencias, pudo lastimarla, pudo causar una verdadera desgracia, pero no estaba arrepentido. O disgustado.

En la escuela se corrió el rumor de él y su mejor amigo, dos inadaptados, peleando por una chica. Y pese a todas las habladurías que hubo sobre ambos, no obtuvo ningún reproche de April, alguna palabra o un gesto que lo hiciera sentirse, al menos, un poco culpable. Si no un sincero: «Pudiste decírmelo, nunca habría aceptado salir con ella sabiendo que te gustaba» de su amigo como prueba de lealtad hacia él.

Sean Grace aún pensaba en eso, lo hacía mientras trapeaba y ordenaba los paquetes de azúcar, porque incluso en tardes como esa, aún no entendía sus propios motivos. Por un lado, nunca pudo contradecirlo, ni decir en voz alta que jamás sintió interés por ella; por el otro, estaba aterrado de perder a su amigo, ¿era ella, si acaso, una amenaza tan grande para provocarle tanto pánico? Él sabía que no.

En su mente, detrás de sus ideales y sus metas, había un pensamiento acusador, parado a plena vista, entre todos sus temores. Desde ese día había decidido ignorarlo. Si escudriñaba lo suficiente en él se vería forzado a asimilarlo y no quería. Si se negó entonces, ¿qué sentido tenía hacerlo ahora?

No valía la pena aceptar que, al igual que las chicas del vecindario, él también solía pensar que April tenía un rostro muy bonito.



✿ ✿ ✿



Ambidiestro.

Esa fue la palabra que Taylor usó para describir a April al ver que era capaz de escribir con ambas manos. Ahora, April no podía dejar de pensar en ella.

No sabía que existía un nombre para eso. Su lado dominante era el izquierdo, pero tras lesionarse el brazo en el jardín de niños, se vio en la necesidad de aprender a escribir con la otra mano. Con el tiempo, se volvió parte de sí mismo y no había notado que cuando su mano izquierda se cansaba de escribir, simplemente se cambiaba de mano el lápiz.

Lo hizo sin darse cuenta frente a Taylor, le contó que lo hacía desde niño y la reacción del chico fue la mejor cosa que vio en meses, parecía que había hecho el descubrimiento del siglo al constatar que apenas podía reconocerse el cambio de caligrafía entre sus manos. Se burló de su asombro, aunque no tanto como lo hubiese hecho hacía un par de meses.

Taylor era agradable y atento. Sí, tenía que soportar su desborde de información cada media hora, pero también lo ayudó con su proyecto para que pudiera entregar la parte teórica a tiempo y le compró un chocolate caliente.

Su mente y su cuerpo habían dejado de rechazar al chico; era una extraña reacción, April ya no sentía esa necesidad de esconderse, no estaba a la defensiva cuando estaba con él. Si acaso se llenaba de nervios al oírlo hablar de temas complicados puestos con palabras simples. Era una de sus cualidades más atrayentes, eso, sumado a sus gestos, lo hacían incluso deseable.

Esa tarde, al salir de clases no encontró a Taylor por ninguna parte. Así que caminó solo, paseándose un rato por el centro y utilizó el largo camino a casa como una excusa para pensar en que dibujaba mejor con la mano izquierda. Recordó que aprendió a tocar piano antes de aprender a usar la mano derecha para escribir, a lo mejor eso había influido. ¿Era una clase de súper poder o la prueba fehaciente de que algo estaba dañado en su cerebro? Taylor le dijo que ambos. Lo dijo como posibilidad, pero logró despertar su interés por el tema.

Las conversaciones que tenía con Taylor comenzaban a formar parte de su rutina, ahora que había comenzado a compartir sus malos pensamientos, se sentía menos agobiado. Incluso sin estar presente, con una sola palabra nueva, Taylor había encontrado la manera de no dejarlo solo.

April comenzaba a sentirse cómodo consigo mismo y se sintió en paz pensando en Taylor, al menos hasta que dobló en la esquina de su calle. A la distancia, alcanzó a ver la camioneta de su padre aparcada en el frente de su casa.

Luego de su arresto, su padre consiguió que le dieran seis meses de servicio comunitario recogiendo basura, en lugar de seis meses de correccional. Pero no hacía falta si ya tenía al carcelero en casa. Tenía restringido su derecho a salir y debía estar en casa apenas salía de la escuela. Taylor lo sabía y lo ayudaba a cumplir con eso; sin supervisión, le anocheció mientras vagaba, puede que se haya tardado un poco más de lo que debía.

April entró a su casa con sumo cuidado y, tras cerrar la puerta, maldijo en sus adentros cuando reconoció la voz de su padre que le gritaba al televisor encendido. Las luces estaban apagadas, intentó escabullirse hasta las escaleras, pero esa voz llamó hacia él, congelándolo en su lugar.

—¿Dónde estabas? —dijo su padre sin voltear ni despegar su vista de la pantalla.

—Mi tutor de ciencias me está ayudando con mi proyecto de la feria. Necesito subir mi promedio.

April hablaba con miedo, tenía la correa de su mochila apretada entre sus manos y dudó por un segundo en la reacción de su padre cuando no le respondió de inmediato. Estaba embelesado con la transmisión, pronto pareció reaccionar que estaba hablando con él.

—Ya veo, me alegra que al fin te enfoques en la escuela. —Recompuso su espalda en medio de un eructo, luego alzó una lata vacía para agitarla—. Pásame otra cerveza. Hay más en el refri.

Por un momento le había sorprendido esa reacción despreocupada que tuvo, pero era evidente que su padre estaba demasiado concentrado como para perder el tiempo en él.

No le contestó. Dejó su mochila en uno de los sillones de la sala y pasó de largo hasta la cocina para cumplir con lo que le habían pedido.

Tomó dos cervezas, porque sabía que si le llevaba una sola lo regañaría. De paso también llevó un cenicero, porque estaba seguro de que en un rato le daría por comenzar a fumar y odiaba que dejara marcas en los muebles. Llevó las cosas hasta la mesa de café.

—Aquí tienes —dijo apenas, en un esfuerzo de no interrumpir la visión del hombre.

Las dejó y en cuanto quiso irse de la sala, su padre lo vio con desconcierto.

—¿Y no trajiste para ti? Venga que hay suficiente para los dos.

—Creo que debería ir a saludar a la abuela...

—Déjala descansar, está algo indispuesta. Trae una cerveza para ti y ven a ver la pelea. Sabes, mejor trae todo el paquete, sino te perderás la mejor parte cada vez que te mande por más.

¿Tener una discusión innecesaria o fingir que le gustaba el box? Era evidente que la respuesta significaba mucho menos para él que esa oferta.

Entre los vicios de su padre, el alcohol era el que menos le molestaba porque desde que descubrió a April bebiendo, siempre lo invitaba a beber con él.

Esa vez, en lugar de regañarlo por el montón de latas bajo su cama y el hecho de que no podía levantarse, le ayudó a limpiar su habitación y lo llevó hasta el baño para lavarle la cara. También le dijo al abuelo que se había enfermado del estómago. Nunca entendió por qué protegió la imagen que el viejo tenía de él, pero lo hizo. Y desde entonces, beber era de lo más normal en su vida.

No le gustaba el alcohol. No disfrutó verdaderamente el sabor cuando lo conoció. Era ácido, pesado y lo hacía sentir mareado. Lo que le gustaba era la sensación de saciedad sin tener que masticar y que hablar sin pensar era más fácil si el aire que tragaba parecía más denso.

A veces le gustaba fingir que quería a su padre, que su amor por él era más fuerte que el odio que sentía por sus acciones, que no tenían el mismo carácter y, en especial, que no estaba desesperado por un poco de su afecto.

Sin pensar en lo hipócrita que estaba siendo, corrió hacia la cocina por el resto de las bebidas. Se sentó en el sillón junto a su padre.

—¿Quién va contra quién?

—Springs contra Holmes.

—¿Y a quién le apostamos?

— A Spring. No soy fan, pero prefiero cortarme un brazo antes que irle a Holmes.

Abrió la primera lata y su mayor le sonrió un poco, le acercó la propia para chocarla con la suya. Era extraño, como si de alguna forma le diera algún consuelo, como si no supiera que siguió bebiendo solo porque lo hacía sentirse cerca de su padre.

La pelea se acabó. Igual que los paquetes de cerveza, pronto su padre le sirvió un poco de una botella de whisky que guardaba en su oficina. April la reconoció y se quedó con el vaso en la mano mientras veía a su padre seguir bebiendo con el noticiero nocturno de fondo.

Este solía ser el momento de la noche en que su abuelo vendría a regañarlo por tener esas actitudes en casa, frente a April, pero claro que nadie le reprendería algo ahora. Pudo ser el alcohol comenzando a hacer efecto o la certeza de que su padre tampoco estaba en sus cinco sentidos lo que lo llevó a hacer preguntas estúpidas.

—¿Crees que el abuelo se habría molestado si supiera que abrimos su botella? —cuestionó sin dejar de ver su vaso.

Su padre volteó a verlo, como debatiéndose si debería responder eso o no, por suerte para April, estaba feliz.

—Obviamente, se habría puesto fúrico —se burló—, como buen alcohólico «retirado», odiaría que alguien tocara su reserva. Ya sabes, en caso de romper los doce pasos, por favor, tómese eso.

—Estuvo guardada por muchos años.

—Quince —afirmó, dando un trago—. La compramos para navidad, luego pasó lo de tu madre y tu abuelo prometió dejar de beber. Ese viejo lo cumplió tan bien que se quedó engavetada por quince años y él se murió de diabetes, no de cirrosis como él creyó que sería.

—No seas irrespetuoso con él. Al menos él reconoció que tenía un problema. —April le habló con pesada voz y eso le hizo gracia.

Jihoon resopló. April apenas pudo notarlo. A veces, lo veía como a un hermano o un tío en lugar de su padre porque, en cierta forma, parecía que el abuelo los había criado a ambos al mismo tiempo.

—¿Sabes? La primera vez que me viste bebiendo tenías como tres años; le dijiste a tu madre que jamás, jamás, jamás, harías algo tan despreciable. Se lo prometiste.

Parecía cruel, pero se reía mientras hablaba.

—¿Me estás reprochando? —dijo April.

—No, no. Es que yo le prometí exactamente lo mismo a tu abuela cuando tenía, no sé, ¿diez? Y míranos, parece que no está en nosotros mantener nuestras promesas.

—No me compares contigo. Yo no me parezco a ti.

—¿No? Hasta donde yo sé, tienes cada una de mis manías y todos mis defectos. Es más, eres una versión muy quejumbrosa de mí, pero eso es culpa de tu madre.

—No sueles mencionarla mucho.

—Ah, tu madre, era inestable, en nuestra discusión más tranquila intentó apuñalarme con un trozo de plato cerámico; pero era bonita. Jesús, sí que era hermosa.

—Me gusta pensar que tampoco tengo mucho en común con ella.

Él soltó una risa ahogada en respuesta a su ceño fruncido. Le pasó la mano por la cabeza con suavidad y le dio una sonrisa cansada.

—Por desgracia para ti siempre que me ves así, con los ojos apretados y la frente arrugada, luces exactamente igual a ella. Tienes mi boca y sus ojos, por eso eres insoportable.

En la esquina de la sala de la casa de April Augustus había una vitrina con varios cuadros de fotografías en los peldaños. Si alguien se detuviera a ver con cuidado las fotografías en ellos, no tendría más opción que confirmar la realidad que April negaba todos los días: él era uno de ellos.

No había nada en esa casa que pudiera reemplazar la fascinación que esa familia sintió alguna vez por él. Era el primer hijo, el primer nieto y el único que logró hacerlos congeniar al menos una noche.

Había una foto de su madre con él en brazos, tomada solo un par de semanas después de que nació. Pero no le gustaba verla porque en la imagen ella tenía casi la misma edad que él en la actualidad. Era el mismo rostro, aunque él suyo era más grueso, al igual que su cuello; pero tenían la misma nariz y la forma de los pómulos, incluso el cabello. Los mechones zafados del rodete despeinado de su madre en la foto se parecían a los mechones que hoy sobresalían detrás de sus orejas y caían por su frente.

April vio la estantería con recelo mientras su padre balbuceaba a su lado; esa foto con su madre era la única que tenían juntos. Eso lo hacía cuestionarse si ella era la única que no lo quería, la única que tuvo el valor desde el principio para admitir que no lo amaba.

Ella no sonreía y lucía resignada. Su mirada cansada era la misma que April tenía en cada foto, aunque su tristeza pasaba desapercibida, al menos lo hizo mientras crecía, pero si pasaba su vista de la foto del día del asado cuando terminó preescolar, a la foto de su graduación de secundaria, encontraría que su mirada era la misma.

No estaba poniéndose sentimental. No podía. Pensar en su madre siempre le hacía sentir que algo estaba incompleto, que faltaba una escena, porque debía haber un momento importante en medio de ese recuerdo, pero no lo había.

A la fecha aún lo sentía como una película de «cine mudo», que inicia con la escena de él y su padre en el aserradero, el camión de la leña que se estaciona afuera, su abuelo bajando de él y diciéndole a su padre algo que no alcanza a escuchar.

De pronto está en la cabina del camión, mientras su abuelo conduce serio y su padre no para de hacer preguntas, pero de nuevo, no puede escucharlo, tal vez su cerebro omitió el sonido porque no supo cómo procesar el tipo de discusión que estaban teniendo. Su padre le reclamaba a su abuelo, como exigiendo algo, pero su abuelo estaba callado, serio, dolido.

Llegan hasta su casa. Al entrar su padre se sienta junto a su abuela en el sillón y un oficial de policía está por comenzar a hablar, pero su abuelo lo detiene de hacerlo. Todos lo están viendo, su abuelo le pide un vaso con agua para que vaya a la cocina y April siempre hace todo lo que su abuelo le dice, así que se va. Le toma mucho trabajo alcanzar el grifo, pero lo logra y cuando regresa, todos están llorando. Incluso el oficial luce afectado.

Le tomó años asimilar que estuvo en el funeral y que vio el féretro. Pero nunca la vio a ella, solo a su foto. Su abuela intentó explicarle sobre la muerte, lo hizo mucho después cuando ella era la única anciana en el día de las madres en la escuela, pero, algo no estaba ahí.

Le tomó tiempo entender lo que morir implicaba, que la ausencia dolía porque ese lugar que por naturaleza tenía reservado para ella siempre estuvo vacío.

Esa era la cercanía con su madre. Ella no quería estar ahí y él se sentía siempre ausente. A lo mejor su madre se lo había heredado. El frío en su espalda y el rencor ajeno que sentía tan propio eran un sutil guiño a ella, perteneciente a la tristeza infinita con la que habitaba desde que nació.

Cedió ante sus deseos de seguir bebiendo. Tras beber de un trago todo lo que tenía en su vaso se resignó a que su padre a veces tenía razón.

Lo vio, de pronto, ponerse de pie y comenzar a tomar sus cosas de la mesa de la entrada.

—¿A dónde vas? —cuestionó, temeroso de haber hecho algo mal.

—Me muero de hambre y no hay una mierda para comer aquí.

El hombre intentaba tomar las llaves de su auto de la mesa, estas se escurrían de entre sus dedos como si fueran de gelatina. O eran sus dedos sobre los que no tenía mucho control en ese momento.

Jamás pretendió forzar a su hijo a hacerle compañía. Así como April, su padre también estaba consciente de que su relación jamás sería estrecha o cercana, del mismo modo en que ambos sabían que eran todo lo que les quedaba de las personas que alguna vez amaron.

Por eso, se soportaban y se entendían. April se burló de Jihoon cuando él sí pudo tomar las llaves. Muy a su pesar, April era «el hijo de su padre» No había otro motivo para que fuese él quien encendiera la camioneta, para encontrarse conduciendo por las calles del condado despreocupado como si su libertad no estuviera a prueba.

Pararon por un instante. No supo en qué momento ya había otra cajilla de cervezas dentro de la camioneta, pero su padre, como buen copiloto, le había destapado otra y se la sostenía mientras hablaban de banalidades, de cosas que el Haru que quería hacer feliz a su abuelo habría repudiado decir. Pero April, el complaciente con su padre, se había pasado dos altos y se burló de la voz del locutor de la radio del auto.

Las luces de la carretera parecían más y más brillantes en cuanto avanzaba la noche. Llegando al centro, los comercios solo consiguieron deslumbrarlo más. Todo resplandecía. Más que ebrio, estaba intoxicado por las cosas que nunca se permitía decir y todo lo que negaría desear, todo eso que buscaba salir de su boca cuando sentía, apenas, una pizca de afecto.

Dejó a su padre enfrente del restaurante al que se le había antojado ir y avanzó un poco más para poder estacionar el auto. Las cosas que quería confesar amenazaban con escaparse de sus labios en cualquier momento, pero el reflujo amargo en su garganta no era metafórico.

Logró aparcar, con dificultad bajó del auto, mareado, en tanto el aire frío le hizo cosquillas en la nariz, su estómago lo traicionó.

Apenas consiguió llegar al basurero más cercano y vomitó. Vomitó por todos lados en la acera, excepto en el interior del bote.

Se sostuvo de la pared. Una puerta cercana se abrió y, en medio de su jadeo, una fuerte luz le iluminó el rostro.

—¿Estás bien? —dijeron hacia él.

April se limpió la boca con la manga de su camisa y asintió.

—Sí. Algo me sentó mal.

April alzó la cabeza en esa dirección, a la silueta oscura del hombre que se acercaba, cuando estuvo a pocos pasos de él, reconoció a Sean Grace con su uniforme de trabajo, que cargaba unas bolsas de basura y lo veía con una mezcla de preocupación y gracia.

Lo escuchó farfullar algo como «Ah, debías ser tú» aunque pudo ser un «sabía que eras tú», pero no estaba seguro. Sean Grace sonrió y se acercó, diciendo—: Eso apesta a vómito de borracho. Lo sabes, ¿verdad?

—¿Te importa?

—Estás vomitando en la acera que yo tendré que lavar más tarde. Así que sí... —Si hubiese estado más consciente, si su sagacidad usual se hubiera detenido a ver con atención a Sean, su mirada nostálgica sobre él habría logrado aplacar el dolor que sentía en ese momento, para reemplazarlo con curiosidad—. Parece que a alguien se le subió el alcohol a la cabeza y anda un poco tonto por la ciudad.

—Disculpe, Señor conserje. Ya. Lo siento.

April le dio una mirada molesta, aunque quería llorar. Se sentó en el graderío dándole la espalda, no tenía cabeza para lidiar con él —además del resto de sus crisis existenciales y su dolor de estómago— en ese momento. Escuchó que las bolsas cayeron a unos metros, pronto la luz que provenía del interior del restaurante se apagó cuando la puerta se cerró y se quedó solo de nuevo.

Esperaba que no lo hubiera notado lagrimear. No hacía falta explicarle su tristeza a Sean, él no necesitaba escuchar la historia de nuevo, la había visto por sí mismo y la conocía tan bien como si fuera la propia. A lo mejor, gracias a ese momento que habían compartido con el otro su vida no podía pertenecerles por completo.

De todas las personas en el mundo, ¿por qué siempre tenía que toparse con Sean en momentos así? Qué tenía la vida con hacerlo humillarse frente a él, no había tenido suficiente acaso, aún hacía falta que Sean se diese cuenta de que a la fecha seguía teniendo poco estómago para el alcohol, que le reprochara por dejar que su cerveza se le espumara y luego le dijera que le compartiera un poco.

Le atribuiría lo sensible que se sentía al alcohol haciéndole efecto. Sus ojos ardían como si rehusarse a llorar le hiciera daño físico por lo mucho que dolía. Le dolía estar vivo, aunque ese sentimiento era la relación más larga que había tenido en su vida.

A diferencia de su madre y de Sean Grace, el dolor nunca se iría de su lado.

Escondió su rostro entre sus manos. Su padre debía estar esperándolo dentro del restaurante y apenas alcanzaba a comprender por qué lo estaba acompañando. Pasaba la mitad de su tiempo odiando a su padre y la otra mitad odiándose a sí mismo por culpa de él. Estar ahí, en ese estado y a punto de llorar solo demostraban cuán desesperado por atención estaba.

Tomó una bocanada fuerte de aire; pero sintió un ligero toque en la espalda. Volvió a ver y la puerta estaba de nuevo abierta, la luz resplandecía detrás de la espalda de Sean que lo tocó con la punta del zapato.

—Primero enjuágate un poco, ¿quieres? —dijo, al observarlo detenidamente, April notó que le extendía dos vasos. Uno con soda y otro con café.

Le dio primero el de soda para que, al revolverlo en su boca, las burbujas tocando sus mejillas lo tranquilizaran un poco. Lo aceptó, apenado, pero se sintió un poco mejor cuando terminó y devolvió la soda al vaso.

—Gracias, con eso basta —dijo.

—Sé lo que hago, cállate —repuso Sean. Luego le extendió el otro vaso—. Ahora bebe esto, hasta el fondo —dijo, con mirada acusadora.

April, en el afán de sacarse la mirada de Sean de encima, ingirió su contenido de inmediato. Apenas sintió el sabor y lo escupió.

—Dios esto está asqueroso —se quejó.

—Trágatelo todo, no desperdicies mi poción mágica.

—¿Qué le pusiste a esa mierda? Estás tratando de envenenarme.

—Es un espresso con jengibre, limón, ajo, cebolla y pimienta.

—¿¡Por qué le pondrías eso!?

—Pondrá tu estómago a trabajar como debería. Termínatelo. Hará que se te baje más rápido y te limpiará el paladar, además te quitará un poco del hedor que traes para que no te maten cuando llegues a casa.

—No pasará nada —April le sonrió fastidiado. Sean se sentó a su lado y lo vio darle un gran trago al pequeño vaso—. No estoy ebrio, Grace. No tanto como crees, es... que «crucé» bebidas, y la cerveza, es muy pesada para mí.

—¿Te sientes bien para regresar a tu casa?

—No te preocupes por eso, papá me está esperando en el restaurante.

—¿Ya te vio así? —Hubo un silencio que le dio a Sean todo el contexto que podría requerir. Frunció el ceño, de pronto su semblante se volvió serio—. Ya veo, él empezó.

—Sí, creo que le voy ganando —dijo en burla.

Sean Grace alzó la cabeza, la camioneta del señor Moon estaba en el estacionamiento del lugar y, por alguna razón, sospechó que las llaves estaban en el bolsillo de su examigo.

—¿Tú traías la camioneta, ¿verdad? —Hubo otro silencio—. Con lo peligrosa que es la carretera de noche. ¿Qué tan ebrio está él como para pensar que fue buena idea dejarte conducir así?

—No empieces.

—Moon, pero tú no puedes ni caminar bien.

—¿¡Qué te importa!? ¿Eh? ¿En qué te afecta? Si me mato en la carretera o me amanezco en un bar no es asunto tuyo. Gracias por esto, Judas—agitó el vaso—, pero no me molestes.

April se levantó, odiaba que fingiera interés en él. Sean sabía perfectamente cómo consolarlo, por defecto, sabía cómo hacerlo llorar. No había suficiente contexto para explicar sus discusiones, Sean sentía profundo repudio por el padre de April.

—Ah. Hoy es una de esas noches—hizo una pausa—donde te crees niño de papá. ¿Qué te dijo esta vez?

April se detuvo y volteó a verlo con recelo.

—No te atrevas —le advirtió.

—¿Te recordó cuando te llevó a Nueva York o te hizo pensar en tu abuelo? Ya sé. Mágicamente se acordó de algo que querías y te lo compró, aunque fuera algo que le pediste a los diez años. ¿Qué fue?

—¿Por qué siempre tienes que hacerme esto? Una conversación normal te pido. Una sola.

—¿O qué? ¿Te invitó a ver televisión con él y te quedaste como perro en su regazo esperando que te acariciara?

—¿¡Cuál es tu problema conmigo!? Ya sé que odias a mi padre, pero...

—¡Nada de lo que dice es real, «April»! Estás vomitando en la calle por quedar bien con alguien a quien no le interesas. Te hace la misma mierda siempre y lo sabes, esta noche lo defiendes, pero sabes que mañana él será el mismo hombre despreciable y volverás a odiarlo como de costumbre.

Ese nombre saliendo de su boca por accidente y su voz dolida le bajaron la guardia de golpe.

Por algún tiempo, Sean Grace pensó que Jihoon era el hermano mayor de April; enterarse que era su padre, con todo lo que April le había contado sobre él, no hizo más que alimentar sus violentos impulsos hacía él. Años después, aún le guardaba rencor.

—No he olvidado lo mucho que lo odias —murmuró—. Y sí, el desprecio que sentimos por el otro es mutuo. Pero necesito creer en él, al menos esta noche. No sé por qué te molestas en, según tú, «hacerme entrar en razón», no lograrás nada, sabes que tengo la mala costumbre de aferrarme a las personas, en especial cuando imagino que me aman.

Sean lo imitó al levantarse, molesto, y decidido a entrar de nuevo al restaurante. Si no hubiera estado perdiendo el tiempo con ese, habría terminado con su turno hacía media hora. Sus palabras lo hirieron sin razón, era una idiotez de borracho que Sean se convenció que no tenía nada que ver con él cuando leyó sus reproches entre líneas.

—Tienes razón, no es mi problema. —April negó con la cabeza, al menos se sentía mejor para conducir a salvo, le dio la espalda para marcharse y alcanzó a escucharlo decir—: Sabes que le escupiré a su comida siempre que venga aquí ¿cierto? No comas nada de lo que él pida o probarás mi saliva.

April soltó una risa. Una genuina risa de esas que solo Sean lograba sacarle.

—Lo tendré presente —dijo y lo dejó solo con mucho por limpiar por su culpa.

Dentro del restaurante, su padre ya casi terminaba de comer. Le había guardado una hamburguesa que no pudo ni tocar, era imposible que Sean la hubiese dañado, pero, no podía pensar con total coherencia, en especial cuando seguía mareado y vio salir a Sean del local, ya usando su ropa habitual.

Lo vio a través de la ventana, él le guiñó un ojo con complicidad antes de marcharse y lo dejó con sus palabras haciendo eco en su cabeza.

En el camino de regreso a casa tenía dos opciones: concentrarse en el camino y negarse a pasar de nuevo a la estación de servicio, aunque eso le diera la razón a Sean, o fingir que nunca se había encontrado con él. La voz de Sean había encontrado la forma de quedarse perpetuamente en sus pensamientos y no la quería ahí, así que la respuesta era clara.

Siguió bebiendo hasta que su cuerpo se sintió hinchado. Llegaron a casa sin recordarlo. Su padre se quedó dormido en el asiento del copiloto y eligió dejarlo encerrado dentro del auto porque no soportaba su peso como para cargarlo.

Llevó las cosas que compraron a la sala, pero el montón de latas, botellas y maníes por la mesa de café le dieron un golpe de lucidez que no duró mucho, pero sí lo suficiente para hacerlo sentir miserable en esa casa desordenada y silenciosa.

Eso era todo, al final del día, siempre terminaba solo.

Las cosas buenas nunca duraban en su vida, por eso mantenía oculto todo lo que amaba y guardaba en secreto todo lo que le dolía. Por eso, después de tanto, aún se avergonzaba del calor que sentía cuando tenía a Sean cerca. Si lo hubiese mantenido solo en su mente, Sean seguiría siendo su amigo. Entonces, si se lo hubiera encontrado borracho, lo habría cargado hasta su casa. Sean nunca se habría cansado de escucharlo preguntar por qué sus padres no lo amaban. Lo habría arropado y se habría quedado con él como solía hacerlo.

Vio su mochila tirada a un lado del sofá y le recordó que esa mañana, por primera vez en mucho tiempo, no se sintió inútil en la escuela. No era el tonto o el desubicado, era capaz. Y aunque ese sentimiento le gustaba, le dolía tanto saber que era demasiado bueno para ser verdad.

Se sentó en el sillón con su cuaderno de ciencias y otra lata en mano; si escribía mejores historias cuando estaba borracho, quizás también tendría buenas ideas para su proyecto.

Le hizo sentido hasta que, al abrir su cuaderno en la última página utilizada se encontró con una letra que no era suya y un mal dibujado perro que simulaba decir: «¡Buen trabajo!»

Taylor Kim era un insolente. Un insolente sabelotodo que encajaba perfectamente en el perfil de persona con la que jamás congeniaría; pero era dulce y algo inocente, un poco tontorrón para lo inteligente que era. Además de ser alguien muy cálido, que hacía del silencio algo ameno.

Su sonrisa y su voz, a diferencia de otras, le transmitían mucha paz. Era puro, intelectual y apuesto, poseía el conjunto de cualidades perfectas como para hacer sacrílegos sus pensamientos hacia él. Las ideas que tenía de sus manos cuando lo tomaba de la muñeca eran reprochables.

Mientras April se perdía un poco en sus ensoñaciones por su amigo, a dos casas de ahí, el mismo Taylor que llevaba toda la tarde trabajando en plantear su proyecto, comenzó a rascarse la oreja derecha, la sentía caliente y tenía comezón.

Su madre diría que era porque alguien debía estar hablando de él. Pero Taylor no creía en supersticiones, el ardor era producto de la dilatación de sus vasos sanguíneos, así que era claro que su cuerpo comenzaba a exigirle que descansara. Se levantó de su escritorio y bajó al primer piso, su hermano aún no volvía a casa; pero no debía tardar mucho.

Apagó la luz de la sala; solo quedó encendida la pequeña lámpara de la esquinera. El teléfono comenzó a sonar y se sobresaltó, por alguna razón, vivía con el miedo de que algo malo le sucediera a Sean cuando su turno se extendía, así que contestó de inmediato.

—¿Hola? —dijo a la expectativa.

—Adivina quién soy...

La voz suave y arrastrada a través de la línea provocó escalofríos en el cuello de Taylor. La reconoció al instante, pero fue la respiración pesada y la risita que la acompañaban lo que le dejó una sensación hormigueante, que se extendió en medio de sus hombros y bajó por su espalda.

Aun así, suspiró aliviado y sonrió sin darse cuenta.

—Hey... Te hacía dormido hace mucho. Deberías descansar, mañana tienes examen.

—Qué amargado eres. ¿Acaso no puedo llamar a saludarte?

—No si es casi medianoche.

—Mal agradecido.

—No sabes administrar tu tiempo. Mañana estarás muriendo de sueño en tu primera clase.

—Solo quería decirte que te extraño. ¿Eso está tan mal?

—Suenas raro... ¿Todo está bien? Me preocupa que bajes tu rendimiento. No puedes darte el lujo de seguir faltando a las clases de los primeros periodos, a este paso, reprobarás por inasistencia. Además, el desvelo te hace mucho más daño del que piensas.

—¿Por qué lo generalizas? —interrumpió April—. Hablas tan formal, pero sé que es una excusa. Taylor, no tienes que decirme todo eso, no te matará admitir que te preocupas por mí. —Hubo un suspiro leve, casi nada de vergüenza, que se le escapó a April—. Es muy tierno, de hecho, no te gusta demostrarlo, pero eres una buena persona, Taylor, lo sé... Lo siento aquí...

April se tocó el abdomen, entre el las costillas y el estómago. 

—¿Estás tú solo en casa? ¿Haru? —No hubo respuesta—. ¿¡Haru!?

—¿Ves que sí te preocupas por mí? El chico listo es evasivo, pero no es de piedra —April se ahogó un poco con su propia risa—. Solo porque sé que tu corazón de pollo no soportará la angustia: sí, estoy bien. Y de momento... estoy solo. Bueno, algo así, a mi abuela no la despertaría ni un tren y el panzón de mi padre se durmió en el auto. Yo gané esta ronda.

Taylor suspiró al mismo tiempo que April cerró los ojos y se aferró al teléfono.

—Ahora entiendo, estás ebrio. Eso no me sorprende, pero... ¿por qué con tu padre? Y en especial en día escolar.

—Es... así de complicado. —Volvió a reír—. Sé que no me ves, pero junté mis dedos para mostrarte que es un poquito complicado. ¿Te lo imaginaste?

Ahora sí, logró sacarle una risa a Taylor. Dios, Haru era un borracho del tipo hablador. Para Taylor era extraño, en su casa siempre habían tenido aversión por el alcohol, así que no sabía qué tipo de borracho era él mismo, sabía que Sean era del tipo cariñoso porque ya le había tocado cuidarlo varias veces, pero ¿Taylor? Seguramente sería igual o más hablador que Haru.

—Sí, ahora te entiendo mejor. Pero mantengo lo que dije: Haru—llamó con suave voz—, vete a la cama.

—¿Tú vendrás conmigo? —murmuró y Taylor dudó por un momento de lo que había escuchado. Habló tan quedito que pareció una súplica—. Como la otra noche, ¿sí? Hazlo, por favor. «Ven»

—No puedo... Estoy haciendo mi proyecto para la universidad. Bueno, estaba.

—¡No es justo! Eres un mal tutor. Deberías estar disponible por si necesito algo.

—Soy tu tutor, no tu niñero. No puedo arrullarte cada vez que lo necesites.

—Hombre, ni siquiera es necesario que hables, eres un desastre cuando hablas mucho. Pero tu presencia se siente... tan bien. Disfruto mucho abrazarte, ¿te han dicho que siempre estás frío? Mis osos de peluche no tienen esa cualidad. Abrazarte a ti es como abrazar un hombre de nieve. Aunque, bueno —hipó—, ellos son redondos, se desmoronan, pero tu cuerpo se siente tan plano... Rígido. Me gusta eso.

—No creo que alguien haya tenido intenciones de decirme eso antes.

Taylor sonrió. Poco a poco, se sentó en la alfombra de la sala, conmovido por la voz áspera y perdida de April. El teléfono estaba en una pequeña mesa junto a él, comenzó a jugar el cordón entre sus dedos en un intento de contener su risa. Dios, iba a burlarse tanto de él por esto en la mañana.

—De seguro es porque no se atreven. O quizás es que yo lo noto porque me siento pequeño a tu lado. Solo por curiosidad, ¿cómo le haces para mantenerte así? ¿Es algo genético? Porque no importa cuánto ejercicio haga, yo no saco músculo.

—Uhm... Sí. Creo que sí. Yo no tengo un físico trabajado, pero desde que crecí estoy bien, supongo. Algunos tipos de cuerpos requieren una dieta y tipo de ejercicio en específico para ganar masa muscular. Digamos, consumir más proteínas. Si quisiera y modificara mi estilo de vida tal vez podría conseguir más músculo, pero la verdad es que no tengo esa disciplina y me gusta comer.

—¿Y qué haces con la culpa?

El comentario tomó por sorpresa a Taylor que frunció el ceño cuando no entendió por completo lo que quiso preguntar.

—¿Qué culpa?

—Ya sabes, la culpa después de comer. Sentir que estás lleno hasta las amígdalas después de un par de bocados y que cada bocado te infla de la forma incorrecta.

—Oh... Yo no... no siento eso. —Hubo un pequeño silencio—. ¿Siempre te pasa?

—Oh... A veces... Siempre. Olvídalo, estoy delirando.

—Claro, "delirando", pero ahora tiene sentido que solo te he visto comer unas ¿tres veces? y apenas tocas el plato. Lo que dices me explica mucho.

—¡Taylor! —Se quejó April en voz alta—. No te llamé para que me regañes. ¡Para ya o voy a colgar!

—Hazlo, hace media hora que estoy enviándote a dormir.

—¿Ves que eres malo conmigo? Dios. No. Ya no te soporto. Por qué estás más pesadito que de costumbre, ¿eh? ¿Me odias, acaso? Es eso verdad. Me odias. Por eso ya no quieres venir a dormir aquí.

—No es eso... Pero bien, te lo confesaré: No soy Taylor, soy su gemelo malvado.

La línea se quedó en silencio por un momento.

—Ya veo. Ya veo. Bueno, quién quiera que seas, sacas de contexto mis —hipó—mis palabras. Dios, es que tú nunca lo entiendes porque nunca has dormido con Taylor. No comprendes la magnitud de mi descubrimiento.

Taylor se mordió la lengua, esperaba que se molestara por tratarlo de idiota, no que se lo creyera. ¿Estaba así de ebrio el pobrecito?

—Creo que he dormido con Taylor toda mi vida y no es muy agradable al despertar —se burló.

—No te equivocas, pero vale la pena. Te sientes seguro a su lado, de alguna forma, protegido, además, huele muy bien, como a cedro y sándalo, con un toque de lavanda. Y cuando te abraza, cuando tu rostro queda a la altura de su pecho te hace sentir raro. Pero no raro de desagradable, sino de curioso, despierta algo inusual en ti. Y Dios sabe, Dios sabe que lo inusual es lo más atractivo del mundo.

—¿Él te parece atractivo?

—Seh. Digo, tan atractivo como un chico puede parecerme. Pero es... es complicado. Es un buen amigo. El único amigo de mi edad que he tenido en algún tiempo y resulta ser alguien bastante inusual. ¡Pero no le digas que te dije! Si le dices me mato.

—Descuida, me lo llevaré a la tumba.

—Oye. ¿Y tú eres igual que él? —Ajum— ¿Por qué no vienes a mi casa? Por favor, tengo miedo de dormir solo...

—No puedo, Taylor es muy celoso en secreto, se enojará conmigo si voy en su lugar.

—Pero es un tonto que prefiere hacer su tarea que venir a verme.

—Hagamos algo. Si cortas la llamada, subes a tu habitación y cuentas hasta doscientos en tu cama, lo convenceré de ir. ¿Te parece?

—¿¡En serio!? —La emoción en su voz le confirmó a Taylor que el chico no estaba siguiéndole el juego, él no estaba para nada en sus cinco sentidos.

—Sí. Te lo prometo.

—¡De acuerdo, de acuerdo! Entonces me voy. Gracias, Taylor malo. Te debo una.

Si la lámpara de la sala no estuviese encendida habría sido imposible que alguien siquiera notara la sonrisa que, descaradamente, brotó de Taylor cuando la llamada terminó de pronto y la línea quedó vacía.

—Descansa, April —murmuró.

Sabía que al chico no le gustaba su nombre y, frente a todos, respetaría eso. Hasta el fin del mundo si era preciso. Pero «Haru» era tan diferente a «April». Porque su amigo Haru se moriría de la vergüenza si le contara todo lo que dijo. Pero April... Quien era cuando dejaba de guardar las apariencias, era como un personaje de los libros que negaría toda su vida disfrutar a solas.

Taylor colgó el teléfono, convencido de la obediencia de April hacia él, intuyó que el chico caería rendido pronto. Negando con la cabeza, apagó el resto de las luces y caminó hacia las escaleras; mas la figura de su hermano, sentado en los primeros escalones lo detuvo de pronto.

—¿Con quién hablabas? —dijo Sean. Aún tenía su bolso del trabajo colgado y su mirada se veía seria. Dura.

—Con nadie —Taylor respondió e intentó evadir su cuerpo para subir.

—Pues «nadie» habla muchísimo y es muy interesante, por lo que veo. Llevo cuarenta y cinco minutos aquí y tú ni en cuenta.

—¿Y te importa porque...? —Sean quiso objetar, pero su mente estaba en blanco, no encontró, si acaso, una sola razón válida para reprocharle a su hermano—. Estoy cansado, no me estorbes.

Taylor pasó al lado de Sean, empujándolo un poco para poder subir. Sean escuchó a lo lejos un «te dejé la cena en el horno» que su hermano dijo mientras subía y luego la puerta de su habitación se había cerrado.

¿Era su mayor miedo que su hermano se encontrara a las personas incorrectas? Sí. Todos los días rogaba y suplicaba porque eso no pasara. Pero Taylor ya no era un niño pequeño, por difícil que le fuera aceptarlo. Tenía sus propios secretos y estos no hacían más que expandir la brecha entre ambos que el mismo Sean había creado hace años.

Si pudiera evitarle el sufrimiento, lo haría. Pero, con exactitud, ¿Qué sufrimiento?

Taylor era casi un hombre. No, ya lo era. Uno que luego de poner seguro a su habitación se sentó en el marco de su ventana, imaginando que, muy cerca de ahí, había un chico un tanto mayor que él, con el rostro rojo de ebrio y los ojos brillosos de perdido, con un impulso extraño de olfatearlo y una tendencia a decir cosas incoherentes de la forma más delicada posible.

A lo mejor estuvo tanto tiempo aislado que olvidó que no debía maravillarse por las manías de la gente; pero era eso, justamente, lo que le llamaba, lo confundía y le provocaba dolor en el abdomen.

Afuera de su casa, el cantar de los grillos llenaba la noche. Era temporada de luciérnagas y él, que tenía una fascinación por los insectos, se burló de sí mismo ante el pensamiento de cuán divertido sería correr hacia el jardín de su amigo el borracho para enseñarle lo mucho que brillaban en la madrugada.

Taylor amaba las cosas brillantes. Y April era penumbra. Aun así, con capturar una sola luciérnaga bastaría para iluminarlo. Una vela. Un cerillo. Taylor lo iluminaba con su presencia incluso sin darse cuenta.

No debería hacer una separación, pero para Taylor, Haru y April parecían dos personas diferentes viviendo en el mismo cuerpo. Uno era el primer amigo que tenía en mucho tiempo, era irreverente y despreocupado al punto de hacerlo insoportable. El otro le hacía querer vomitar de nervios. No quería concluir que eran el mismo hombre.

Tenía tantas formas de nombrarlo que lo hacían encontrarlo en todos lados. Lo veía en el cielo de la noche, en su jardín, en los días que disfrutaba pasear por la arboleda cuando las violetas florecían.

La tercera noche de septiembre cuando Taylor se quedó solo en el balcón de su habitación algo se removió en su pecho ante la ligera posibilidad de sentir algo más que solo aprecio por su nuevo amigo.

Esa noche, pensando en él de nuevo, apenas pudo dormir ante el sentimiento más puro que jamás experimentó: terror. Latente y profundo terror hacia sus ideas, sus deseos y sus impulsos. Aversión por las imágenes de April en su cabeza que pasaban frente a él aún con los ojos cerrados. Tal sensación le revolvió el estómago y lo hizo correr hacia el interior de su habitación, directo hasta el baño para vomitar en la bañera.

De regreso, a dos casas de distancia, justo como Taylor temía, April había dejado su ventana abierta antes de lanzarse a su cama. Esperanzado en que llegara, luchaba por mantener los ojos abiertos mientras contaba, pero seguía perdiendo la cuenta una y otra vez.

«Noventa y nueve, cien... Ciento Uno»

Después de múltiples conteos fallidos, April cayó rendido por ebrio. Casi al mismo tiempo que Taylor, incapaz de seguir con su ensayo, la madrugada del cuarto día de septiembre, aún con el pulso tembloroso, la visión nublada y la garganta cansada de tanto vomitar, abrió su libreta y seleccionó una de las últimas hojas en blanco para plantear en ella una nueva hipótesis:

«Luna de Día»

Necesito saber qué me hiciste. Debo encontrar la cura. No duermo, no como, no pienso si se trata de ti. Creo que me estoy enfermando por tu culpa. Mañana lo negarás todo como sueles hacerlo y yo... Yo no puedo dejar de pensar en ti. Eres mi gran secreto.

Cerró la libreta, cuestionando todo lo que sabía sobre sí mismo al pensar en April en su cama, consciente de que, si se lo hubiera pedido sin estar ebrio habría corrido para estar con él.

A veces, solo a veces, desearía que el April que lo necesitaba por las noches fuese el mismo Haru que lo evitaba por las mañanas. Porque, en el fondo, muy adentro en su raciocinio, sabía que April le gustaba mucho. 


Ya escribí a estos dos besándose y no soporté. 

Manténganse con vida. J.S. 

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